miércoles, 15 de abril de 2020

Fluctuat nec mergitur

Y llegó la primavera, y resultó no ser como la imaginábamos.

Resultó ser la primavera del silencio, de los cielos sin smog y del aire sin olor a tubo de escape. De los cabellos largos y las melenas en color natural, y en la que era tendencia el “¿Cómo estás?”.

Una primavera que florecía cada día a las ocho de la tarde. La primavera en la que medio país aprendió a hacer pan a costa de dejar sin harina ni levadura a la otra mitad, y en la que tuvo lugar la transustanciación de los balcones en escenarios. En la que algunos desempolvaron el talento que llevan dentro, muchos aprendieron a hacerse compañía a través de pantallas y casi todos descubrimos de qué estábamos hechos.

Fue la primavera de las listas de lugares a los que ir, de las personas a las que abrazar y de los inventarios de palabras que no se han dicho o no se pudieron decir. De la añoranza del ausente. En la que soñar con mascarillas transparentes para verse las sonrisas, con el tacto de unas manos que no estén enfundadas en látex, con miradas en las que no anide la desconfianza.

Llegó la primavera y nos encontró en casa, esperando.

Esperando, del latín spērāre, y este, a su vez, de spēs: esperanza.


viernes, 10 de abril de 2020

सब कुछ मिलेगा

A lo largo de mis ya siete años de convivencia con homínidos he observado que los simios son aficionados a crear frases y expresiones hechas que resumen la sabiduría adquirida a través de generaciones: Quien a buen árbol se arrima, buena sombra le cobija, Los árboles no te dejan ver el bosque, Hacer leña del árbol caído, y un largo etcétera.

Como buena ardilla lógicamente me intereso más por los refranes que afectan a mis fuentes de sustento, pero en las últimas dos semanas mi dueña ha estado dándole vueltas a un proverbio desconocido para mí, quizás porque no habla de especies vegetales: hacer de la necesidad virtud. Según he leído, esas cinco palabras invitan a tolerar con paciencia lo que no se puede remediar. Invitan a nadar con la marea en lugar de contra ella, como decíamos en Encomienda.

Nada de lo que ha venido sucediendo estaba previsto. Nadie se imaginaba que nuestras vidas se pondrían patas arriba en tan poco tiempo. No se nos había pasado por la mente abandonar Bath precipitadamente, y menos en un escenario apocalíptico como el que vivimos hace dos semanas. Volver a casa era un prometedor horizonte a meses vista, un vuelo con billete de ida y vuelta. Resultaba – y aún resulta – inconcebible que una estrella tan brillante pudiese apagarse tan de repente. Se nos había olvidado la fragilidad inherente al concepto de equilibrio.

Hubo un tiempo en que mi ama era capaz de ver el lado positivo de cualquier situación, incluso de un intento de atraco en un parque en pleno día, pero esto mejor lo dejo para otro momento. Al fin y al cabo, la educaron sendos adalides del análisis exhaustivo y la fe inquebrantable. Tal vez este viaje de retorno al origen sea una oportunidad para desempolvar aquella versión 1.7 del año 2000. Porque aunque sea imposible extraer el lado bueno de una de las circunstancias concretas que está viviendo, mi dueña también es consciente de que su hermana postiza habría querido que ella eligiese la luz.

Así pues, luz ahora mismo es tener tiempo para estar con los suyos, más tiempo del que había podido pasar con ellos desde 2016. Luz son las amistades que resurgen de modo inesperado y las que se estrechan cuando la vida se pone cuesta arriba. Luz son los pasos de danza en el salón, las partidas de dominó sobre la mesa camilla, los aplausos a las ocho de la tarde y las películas por la noche en el sofá. Luz son las promesas de abrazos y reencuentros, sucedan cuando sucedan. Luz, a lo mejor, es dar un frenazo en seco para pararse a evaluar si ante ti hay un sendero o un muro.

Luz es tener la certeza de que en momentos oscuros la esperanza es la única opción posible.

Sab kuch milega.

viernes, 3 de abril de 2020

Verba manent

Había pasado una semana desde el cataclismo y el mundo seguía reteniendo el aliento. Nada respiraba del otro lado del cristal de la ventana.

Mi humana trataba de ocuparse la mente y las manos con tareas que la absorbiesen. Escondiéndose. Posponiendo. Silenciando.

A veces se escapaba a los canales de Venecia durante una hora, o se infiltraba en una boda campestre sin que la invitasen, o se pasaba una tarde en el siglo XV aprendiendo a hacer cucharas de plata. Cualquier viaje servía de pretexto para eludir el presente y auto recetarse una dosis de olvido.  

Y menos mal que todavía le quedaban excusas. Miedo me daba pensar lo que haría cuando, en menos de un mes, estas también desapareciesen. ¿A dónde huiría entonces? ¿Dónde se refugiaría del estupor, del terror, del dolor, de la añoranza…?

Mi ama estaba llena de contusiones internas, pero todavía no resultaba visible ningún hematoma. Cualquier enrojecimiento temporal era rápidamente suprimido. Hasta la voz se le había replegado en el fondo de la garganta, como si ni el sonido tuviera permiso para salir de ella.

Los progenitores de mi simia me daban un poco de lástima también: convivían con un fantasma. Más de una vez me planteé darle un capirotazo a mi dueña para obligarla a despertar y a prestarles atención, pese a que supiera que en esta ocasión no estaba siendo egoísta a propósito.

Las ardillas no somos hábiles poniendo tiritas en el alma. Enseguida se llenan de pelo y se nos pegan a las garras. Supongo que será por eso por lo que los roedores no estudiamos Medicina.  

Entonces empezaron a llegar, unas tras otras, bandadas de palabras. Día tras día, en oleadas constantes. Casi todas rematadas con un interrogante. Queriendo saber. Queriendo consolar. Queriendo ayudar. Palabras escritas y palabras narradas, palabras visibles y palabras invisibles. Retándola con desafíos artísticos, invitándola a bailar, enviándole imágenes que la hiciesen sonreír, proponiendo cafés, películas y conversaciones que acercasen ciudades y países, descontando jornadas hasta volverse a ver. Pidiéndole que hablase de lo que no podía hablar sin que se le quebrase la voz y se le nublase la vista.   

Cuidándola. 

Aunque fuese desde lejos. Aunque fuese desde cerca.


El día que esto pase me consta que mi humana va a tener muchísimas agujetas en los brazos. Tal vez yo también tenga alguna en las patas. 

[Gracias]

lunes, 30 de marzo de 2020

2020: A Spain Odyssey

El jueves pasado mi ama, sus progenitores, Sinnombre y yo emprendimos un viaje, probablemente el más extraño que hayamos realizado en tiempos recientes.

Todo comenzó en Bath a las 6:30 de la mañana (la explicación de por qué el origen del periplo fue Bath y no Norwich se narrará en otra entrada, cuando mis patas de tres garras den abasto con todo lo que tienen pendiente por contar), cargando mochilas y arrastrando maletas sobre el pavimento empedrado de una ciudad sumida en un letargo forzoso. Mi bípeda y sus padres se iban a España, y lo hacían invadidos por un cúmulo de emociones muy diferentes de las que suelen acompañar cada regreso a casa: tristeza, angustia, estupor, nerviosismo, miedo.  

En la estación de autobuses nos recibió un simio cubierto con mascarilla y guantes que estaba a cargo de conducir uno de esos coches largos en los que mi dueña siempre va de aeropuerto en aeropuerto. Me llamó la atención ver a un bípedo con media cara tapada, pero dado que nunca he sido adalid de la belleza estética de los humanos tampoco consideré que se tratase de una gran pérdida. La ubicación de los pasajeros en el vehículo ya me dejó más sorprendida, dado que el simio conductor los fue sentando a todos, uno por uno, en una fila diferente. Pensé que habida cuenta de la fama que tienen los bípedos de Albión respecto a su higiene corporal, a lo mejor finalmente las altas instancias del país habían decidido tomar cartas en el asunto.

De todos modos, a mí aquello me concernía más bien poco, así que mientras mi ama intentaba echar una cabezada en su asiento yo hice lo propio dentro de su bolso. Sinnombre viajaba en la bolsa de tela del padre de mi dueña porque en las dos últimas semanas se nos ha aficionado a los crucigramas y ahora se pasa los días asomándose por encima de su hombro para curiosear las respuestas. Ya ha aprendido que los Ona son una tribu de Tierra del Fuego, pero le vale de bien poco porque sigue sin saber escribir.

Al llegar al aeropuerto Sinnombre y yo tuvimos que someternos al mismo ritual terrorífico de siempre: ¡bolsa de plástico y a la maleta! No veo la hora de que permitan volar con ardillas. El caso es que esta parte del viaje solo puedo narrarla a través de las descripciones de mi dueña, así que cualquier imprecisión es culpa suya:

Parece ser que Heathrow se había convertido en el escenario de una película apocalíptica. Todas las tiendas y restaurantes estaban cerrados, con la excepción de una tienda de periódicos y una farmacia. Esos eran también los únicos puntos donde se podía adquirir comida y bebida. Multitud de simios llevaban las mismas mascarillas y guantes que el conductor del bus, cuando no trajes completos que parecían sacados de un laboratorio (en palabras de mi ama, como yo nunca he estado en uno de esos sitios no tengo ni la más remota idea de a lo que se refiere). La gente intentaba sentarse lo más alejada posible del resto de sus congéneres, pero los asientos eran limitados, así que los recordatorios constantes por megafonía instando a mantener las distancias sonaban vagamente ridículos. Por todas partes se cruzaban miradas de desconfianza: desconfianza de los enmascarados hacia los desenmascarados, por si liberaban partículas dañinas al aire, y de los desenmascarados hacia los enmascarados, por si se trataba ya de personas enfermas intentando evitar la propagación de su aliento.

Por lo que sé, el vuelo transcurrió sin percances. Iba casi tan vacío como el autobús y no servían ningún tipo de comida caliente. A mis humanos les dieron galletas y agua y mi dueña, que se diría que tiene una mosca tsé-tsé por mascota en lugar de una ardilla, siguió durmiendo cual marmota. Algún día tendré que explicarle que, en efecto, somos primas hermanas, pero que está imitando al roedor equivocado.   

Aterrizamos con adelanto un poco antes de las cuatro de la tarde, cosa que me llenó de júbilo porque fueron quince minutos menos encerrada dentro de la Samsonite. Barajas estaba mucho más vacío que Heathrow. Parecía como si hubiésemos llegado tarde a una fiesta y ya se hubiese marchado todo el mundo. No en vano, cuando salimos de la terminal vimos que había un autobús con destino Galicia que había partido tres minutos antes de que llegásemos, así que esa fiesta claramente nos la perdimos. No había más trenes ni autobuses ese día y mi bípeda me contó que en estos tiempos extraños no pueden ir más de una o dos personas en un coche, de forma que no había manera de moverse del aeropuerto hasta que nos recogiese otro autobús a la mañana siguiente. Además, como los hoteles de la ciudad estaban clausurados nos quedaban por delante 18 horas de espera dentro del vestíbulo de llegadas.

Al cabo de las seis primeras horas mi ama se dio cuenta de que estaba empezando a cogerle cariño a su esquina de la T4. Mis tres bípedos se habían acastillado en un rincón bien surtido de bancos, alejado de la corriente de la puerta y apartado del flujo de humanos yendo y viniendo. Sumado a los techos altos, la calefacción central y el suministro gratuito de agua diría que he acompañado a mi ama a ver pisos en el centro de Madrid en muchas peores condiciones. Para aquel entonces, además, mi dueña se había familiarizado con el resto del barrio y ya había localizado las máquinas expendedoras de comida y bebida, con sus selectos menús para paladares exquisitos disponibles las 24 horas, la parafarmacia, con su surtido de preservativos, copas menstruales, pruebas de embarazo y tiritas (quién puede no necesitar todo eso nada más bajarse de un avión), y hasta se había trazado su propio circuito de ejercicio entre el piso de llegadas y el de alquiler de coches. Si a ello unimos un servicio de biblioteca integrado en el reposapiés de su lecho improvisado, mi humana no tenía absolutamente ninguna queja de la calidad de su alojamiento. Cierto es que algunos vecinos dejaban bastante que desear, como el bipedito poseído por quién sabe qué espíritu que se pasó una hora llorando en mitad de la noche, pero apeando eso diría que hasta le tomamos aprecio al continuo acompañamiento de voces humanas reiterando la necesidad de mantenerse a un metro de distancia de cualquier semejante. De hecho, mi ama pronto pasó a referirse al señor de la megafonía con el entrañable apelativo de Ruperto.

Para cuando amanecimos, a eso de las 7:30 del viernes, mi humana había demostrado estar sobradamente capacitada para sacarse un diploma en contorsionismo con un par de módulos de equilibrismo, así que si el confinamiento se prolonga mucho a lo mejor la inscribo a un curso de circo online. Por mi parte, me retiré a dormir al interior de la Samsonite para evitar que los empleados del aeropuerto mirasen raro a mis humanos, con lo cual amanecí fresca como una lechuga. Bueno, no, como una ardilla.  

Tras un frugal desayuno cortesía de las delicias de la máquina expendedora de la parada de taxis, nuestro lujoso carruaje a motor pasó a recogernos a las 10 de la mañana. Dado que todo en la situación tenía bastante de Dickensiano, Madrid decidió que aquel era un buen momento para ponerse a nevar (a golpe de 27 de marzo), algo que siempre otorga mayor solemnidad a cualquier ocasión. Fue una lástima que a Cercanías Renfe no le sobrase también un violinista para ponerle una banda sonora melancólica a nuestra marcha.

El violinista, de hecho, le habría venido bien a todo el trayecto de 10 horas que nos aguardaba. Cada ciudad que atravesábamos parecía una ciudad fantasma, permanentemente anclada en un domingo perpetuo, o superviviente intacta de una bomba. Pero la sensación que producían estos núcleos urbanos distaba mucho de la devastación causada por un cataclismo, como cuando mi ama y yo recorrimos Manhattan tras el paso de Sandy. Era más bien un ambiente de vida contenida, de amenaza flotante, de riesgo permanente. Detrás de cada ventana se intuía un humano, aunque no lográsemos verlos, ocultos como estaban en el interior de sus colmenas. Nosotros éramos los forajidos, los que hacíamos pellas, los temerarios. Jamás pensé que los humanos fuesen capaces de hacerme sentir en peligro por estar al aire libre bajo un rayo de sol y eso que, por lo que tengo entendido, el COVID-19 no afecta a las ardillas.

Hicimos nuestra entrada triunfal en una estación de autobuses desierta casi a las 8 de la tarde del viernes. Otro autobús, esta vez urbano, nos depositó ¿sanos? y salvos en el hogar de mi humana. Habían transcurrido casi 38 horas desde que cerramos la puerta del piso de Bath a nuestras espaldas.

El viernes pasado mi ama, sus progenitores, Sinnombre y yo culminamos un viaje, sin duda el más inquietante que hayamos realizado jamás. Atrás quedaban dos vuelos cancelados, cuatro billetes de autobús modificados, tres billetes de tren anulados, tres billetes de tren sin utilizar y un vuelo de retorno a medio cancelar.

Nunca volver a casa había tenido un sabor tan agridulce.

miércoles, 25 de marzo de 2020

Encomienda

Guárdate de los Idus de marzo. Guárdate de su perfidia, de su apariencia benévola. Guárdate de su traición larvada, de las semillas de dolor y discordia que siembran sin que te percates. Cuando el daño esté hecho, cuando el mal asome su cabeza espeluznante y deforme, ellos dirán que no fueron. Dirán que fuiste tú, que no vigilabas tu espalda. Tú, que decidiste ir al Foro. Tú, que te confiaste en demasía. Guárdate, guárdate de ellos, porque su malicia no conoce límites ni su crueldad se detiene en miramientos.

Guárdate de las calas agitadas. Guárdate de las olas que te derriban sin descanso, una tras otra, que te arrojan contra la arena cada vez que intentas ponerte en pie. Guárdate de desafiarlas, porque no tiene sentido oponerse a ellas: siempre serán más fuertes. Te agotarán. Déjalas que te empapen, aunque te empujen al fondo. Déjalas que te arrastren, no te resistas. Conserva tus energías. La marea te llevará quizás a costas lejanas y distintas de las planeadas – suele hacerlo – y entonces las necesitarás para nadar hasta la orilla.

Guárdate de las galernas de finales de marzo. Guárdate, tú que puedes, de su oleaje taimado y de su ulular hueco y sordo. Guárdate de sus envites ciegos, de sus acerados rayos, de su vapuleo constante. Guárdate de su destrucción indolente, de su silencio obstinado, de sus cielos llorosos y de sus sombras tristes.

Guárdate, por favor, guárdate.

Guárdate ahora que yo ya no puedo guardarte.

martes, 24 de marzo de 2020

Love in the Time of Covid-19

Dice la Real Academia Española que el amor es el sentimiento intenso del ser humano que, partiendo de su propia insuficiencia, necesita y busca el encuentro y unión con otro ser.

Dice también la RAE, que amor es un sentimiento hacia otra persona que naturalmente nos atrae y que, procurando reciprocidad en el deseo de unión, nos completa, alegra y da energía para convivir, comunicarnos y crear.

En el diccionario de la lengua española hay catorce acepciones para la palabra amor, y ninguna de ellas capta del todo lo que he observado hacer y decir a los simios en las últimas semanas.

  • Amor son los desconocidos que se ponen voluntarios para hacer compras a otros desconocidos que no pueden abandonar sus viviendas.
  • Amor son los mensajes, las llamadas y los correos electrónicos que, con periodicidad, se aseguran de que sus receptores estén bien y a salvo.
  • Amor son las profesoras de danza o los músicos que organizan clases y conciertos en directo y te invitan a salir mentalmente de tu casa para entrar en la suya durante un rato.
  • Amor son los superiores que comprenden que lo verdaderamente superior es cuidar de los tuyos. 
  • Amor son los amigos que organizan Skypes múltiples desde sus respectivas casas, aunque vivan a cinco minutos los unos de los otros.
  • Amor son los grupos familiares de Whatsapp que pulverizan las distancias y las franjas horarias para intercambiar bromas, noticias, fotos y alguna carcajada que otra pero, sobre todo, para cerciorarse de que nadie faltará a la próxima reunión.
  • Amor son las madres que intentan que sus pequeños jueguen y se entretengan en casa de la manera más estructurada, sonriente y normal posible, pese a la excepcionalidad de las circunstancias.
  • Amor son los padres que se cambian de país, a pesar del riesgo de quedarse atrapados del lado equivocado de la frontera, para que su hija resquebrajada no empiece una nueva vida rodeada de extraños.
  • Amor son las amigas que escriben para decirte que si te quedas atrás, sola y enferma, irán a cuidarte (si les dejan), y lo dicen de verdad.
  • Amor son las hijas y las nietas que desisten de ver a sus padres y abuelas porque no quieren correr el riesgo de contagiarles.
  • Amor son los hijos que prefieren enfermarse y ser puestos en cuarentena antes de permitir que su padre se apague solo en un hospital.
  • Amor son los hijos-hermanos que, aunque estén rotos por dentro, se cargan con la responsabilidad de exponerse para que ninguno de los miembros más débiles de su familia tenga que hacerlo.
  • Amor son los hermanos, los tíos y los primos que se resignan a no despedirse de quien adoran, por mucho que duela, porque no quieren ponerse en peligro los unos a los otros.

Los bípedos me han enseñado mucho en estos siete años que llevo conviviendo con ellos, para bien y para mal, pero últimamente estoy aprendiendo que nada es más duro, ni más aterrador, que juntar el valor necesario para querer verdaderamente a un congénere.

Señores académicos, simios doctos que acotan las palabras del mundo para poder pensarlo y narrarlo, amor debería ser sinónimo no solamente de afecto, de atracción o de entrega, sino también de valentía, de generosidad, de paciencia, de fortaleza y en ocasiones tristemente de renuncia. De sus catorce acepciones, ninguna es suficiente para abarcar todo esto.

De los bípedos estoy aprendiendo que en el mundo ahora mismo hay dos pandemias en marcha, y yo decididamente me quedo con la que no aparece en el diccionario.

lunes, 23 de marzo de 2020

Keep calm and... carry on?

Es complicado empezar algo nuevo cuando todo a tu alrededor se va deteniendo lentamente. Es como si la realidad se hubiese pinchado un dedo con una rueca y se fuese adormeciendo poco a poco.

Primero llegaron las recomendaciones y la cautela. Con ellas vinieron las primeras reacciones de pánico, que impulsaron a miles de personas a vaciar los lineales de los supermercados y a hacer acopio de papel higiénico como si estuviesen planeando empapelar las paredes de sus casas con él. La comida enlatada, la leche en tetra-brik, las legumbres, el gel desinfectante y el jabón de manos enseguida se convirtieron en productos codiciados y valiosísimos. Volver de una tiendecita de ultramarinos con medio kilo de garbanzos secos de pronto se celebraba como una proeza.  

Después se tomaron las primeras medidas, pocas e insuficientes, casi tímidas. Las restricciones eran facultativas y dependían de la responsabilidad y la tolerancia al riesgo de cada uno. Un martes, los museos decidieron cerrar unilateralmente, sin que nadie se lo pidiese. Un miércoles, sin una orden concreta, las escuelas optaron por enviar a sus alumnos a casa y las aerolíneas cortaron las alas de sus aviones. El viernes, por fin, las autoridades decretaron oficialmente el cierre de los locales de ocio y restauración, de los centros recreativos y, en general, de los lugares de reunión.

La vida, día a día, se iba paralizando y la maldición de Maléfica iba surtiendo efecto paulatinamente. Las calles se vaciaban de transeúntes que no podían ir de compras ni tomar tés que no fuesen para llevar, y en los supermercados los clientes se aferraban a sus carritos con manos enguantadas en látex, generando estampas a medio camino entre la pseudoelegancia quirúrgica y la paranoia distópica. Al lunes siguiente llegarían las restricciones de movimiento, el aislamiento obligatorio y el confinamiento por unidades familiares.  

El domingo, veinticuatro horas antes, se celebraba el día de la madre. Con un sol radiante, casi parecía como si la realidad hubiese decidido tomarse ella también el fin de semana libre. A lo largo del canal, domingueros angloparlantes paseaban o se ejercitaban sobre artilugios de dos ruedas como si nada sucediese. No obstante, tras el calor primaveral, el rumor quedo del agua y el arrullo alegre de los pájaros flotaba sobre el ambiente una pesadez extraña, una sensación de amenaza silenciosa y tenaz: la inquietud ante la cercanía del prójimo, la trepidación al tocar una superficie.

El virus quizás no estuviese todavía en todos aquellos cuerpos (o sí), pero desde luego había anidado en sus cerebros. Podía apreciarse en los respingos ante una tos o un estornudo intempestivos y en las miradas escrutadoras al cruzarse con alguien portando una mascarilla: el miedo y la desconfianza se habían erigido en dos nuevos jinetes de un Apocalipsis apócrifo. Los físicos tal vez no estuviesen infectados, pero las mentes sí. Y desgraciadamente aquella pandemia espiritual estaba destinada a durar bastante más que su homóloga tangible.