miércoles, 28 de noviembre de 2012

Spot the Difference!

Lo dicho, encuentren ustedes las siete diferencias:















¡Más capítulos en breve, no dejen de sintonizarnos!

viernes, 16 de noviembre de 2012

Ordinary Life

Comparada con las anteriores, esta semana ha sido sospechosamente tranquila. No se ha producido ningún cataclismo climatológico: no ha habido ni ventiscas, ni huracanes, ni lluvias monzónicas. Resumiendo, un aburrimiento. Tanto, que los acontecimientos más emocionantes han sido, por este orden:

-         ¡¡Comer castañas!! Nunca me imaginé que serían tan difíciles de encontrar, así que llevo toda la semana extática. Diría que mi ama está incluso más contenta que yo. Señores, si quieren hacer feliz a mi humana no malgasten su dinero ni en flores ni en bombones: regálenle directamente un cucurucho de castañas. A veces no tengo muy claro cuál de las dos es el roedor.

-         Aprender a patinar sobre hielo. El lunes mi ama me llevó a este lugar, se calzó unos zapatos muy extraños y se unió a una miríada de bípedos que se desplazaban dentro de un recinto acotado y resbaladizo. Al principio no entendí muy bien el objetivo de pasarse horas dando vueltas para no llegar a ninguna parte, pero en cuanto descubrí que podía utilizar mis garras como cuchillas empecé a verle el lado divertido al asunto. Lo peor fue conseguir que no me pisasen varios energúmenos; casi me quedo sin cola en un par de ocasiones.

-         Escuchar Michael Jackson en clave de jazz. No sé si ya he mencionado que mi humana comparte su madriguera con un bípedo músico. ¿No? ¡Imperdonable despiste! Ambas estamos encantadas de que nuestro piso venga con banda sonora incorporada; ella, porque puede ir a conciertos gratis, y yo porque cuando él ensaya mi ama no canturrea. El caso es que el martes su compañero actuaba en un local en Broadway, chiquitín e iluminado con velas. El ambiente perfecto para que una ardilla pase desapercibida. Últimamente hasta estoy aprendiendo a aplaudir y todo.
 
-         Probar bebidas exóticas. Exóticas para una ardilla, entendámonos, lo que básicamente quiere decir cualquier cosa que no sea agua. O resina.
El sábado pasado comimos en un mercado al aire libre de Brooklyn. Entre sus múltiples puestecitos descubrimos a un señor ataviado con un mandil blanco y una gorra de colores en un carromato rústico que vendía sidra dulce. Primero la trasegaba de un inmenso tonel a alguna de las tres teteras que tenía al fuego, y acto seguido te daba a probar un sorbo para que comprobases su temperatura. En función de lo caliente que la notases ajustaba el elixir con el resto de las demás teteras. Por último te preguntaba si querías arándanos flotando en tu vaso. Cola demencial, paisano pintoresco y una de las cosas más ricas que he probado en este viaje.  


Imagen perteneciente a http://msappleorchard.tumblr.com/ y sacada el mismo día en que visitamos el mercado. De hecho, en esta y en otra de las fotos del post sale mi ama; a ver si alguien la encuentra…

Ese mismo día probé otra bebida con nombre de estornudo: chai. Mi dueña y otra bípeda entraron en un café para calentarse después de atravesar a pie el puente de Williamsburg, y a mi ama le faltó tiempo para pedirse uno en cuanto lo vio anunciado en la pizarra. El brebaje en cuestión es un té coqueto al que le gustaría ser café, y por eso se disfraza con un abrigo de espuma como si fuera un cappuccino y se maquilla con canela. He de decir, sin embargo, que por una vez le doy la razón a mi humana: la vida es mejor con un chai latte.

Por lo demás, mi bípeda ha tenido una semana igualmente apacible dedicándose a sus quehaceres habituales: disfrutar de la ironía de recibir la oferta de un plan de pensiones de una empresa para la que va a trabajar solamente tres meses, intentar hacerme morir intoxicada por las emanaciones de un desinfectante de madera u ofrecerse a participar en una nueva parodia de Gangnam Style que pronto estará en Youtube.

Como novedad esta noche llega la madre de mi dueña, así que durante la próxima semana es muy posible que no dé señales de vida porque estaré ocupada siendo una buena anfitriona. Regla número uno para sobrevivir entre humanos: siempre hay que tener contentos a los bípedos que te alimentan.

Regla número dos: no permitir que se enteren de que estás aquí solamente por la comida.

jueves, 8 de noviembre de 2012

Winter Is Coming...

Hoy he vivido una nueva experiencia en mi plácida existencia de ardilla.

Esta mañana decidí acompañar a mi dueña al trabajo para despedirme de uno de sus amigos humanos, así que me esperaba una jornada tranquila (y un poco aburrida) espiando a los bípedos desde mi escondrijo habitual. Afortunadamente me equivocaba.

A la hora de comer mi ama bajó a la calle y nada más atravesar la puerta giratoria me di cuenta de que no era un día como los demás. Para empezar hacía bastante más frío que en las últimas semanas, algo que mi dueña no deja de recordarme porque no para de quejarse. No entiendo por qué las humanas están tan obsesionadas con eliminar cualquier rastro de vello corporal si luego se congelan en cuanto sopla un poco de viento. ¡Que aprendan de mí! Seré peluda, pero al menos paso los inviernos calentita.

El caso es que además de frío había unas cosas extrañas cayendo del cielo. Desde lejos parecía lluvia, pero enseguida me fijé en que caían más despacio, como si flotasen, y que no eran gotas, aunque mojaban. ¡Jamás había visto una cosa así! Esas cosas blancas se fueron posando poquito a poco sobre la calle y sobre los coches aparcados, y cuando salimos de la oficina la ciudad estaba cubierta por un manto frío y resbaladizo. Mi ama me notó tan excitada dentro del bolso que me dio un par de palmaditas para que me estuviese quieta; temía que si la desequilibraba terminásemos las dos rodando por el suelo. La escuché decir que aquella sustancia se llamaba nieve.

Luciendo las capas
cebollinas de mi dueña
Ahora bien, para quien no la conozca todavía, mi dueña es lo que en este país se conoce vulgarmente como drama queen. Salvo que ella más que reina debería ser directamente emperatriz. En otras palabras, mientras otros bípedos se regocijaban ante la primera nevada de la temporada, mi ama me arrastró precipitadamente Manhattan abajo para hacer acopio de ropa de abrigo. Al cabo de hora y media volvimos a casa con dos pares de guantes (me pregunto si pretenderá ponérselos uno encima del otro), calcetines, leggings, una bufanda que le da dos vueltas y unas botas dignas de un esquimal. Porque para qué conformarse con unas katiuskas cuando una puede comprarse un calzado que resiste hasta menos 25ºC. Las cosas o se hacen bien o no se hacen.

Lo dicho, emperatriz.

A partir de este momento ya puede hacer todo el frío que quiera, que mi dueña va a ir por el mundo dando la impresión de haber sido engullida por el muñeco de Michelín.

Por mi parte, solamente puedo decir:

viernes, 2 de noviembre de 2012

The Aftermath

La ciudad vuelve paulatinamente a la normalidad, aunque a decir verdad nuestra calle nunca la perdió gracias a que la maleducada de Sandy se olvidó de pasar por ella. Manhattan amaneció hoy plomiza e invernal, pero con autobuses a pleno rendimiento y un metro a medio gas que al menos llegaba hasta el Midtown. Precisamente allá se fue mi ama en viaje de reconocimiento y por supuesto allá que me fui con ella, bien escondida dentro de su bolso.

No obstante, tratándose de mi dueña las cosas no podían salir bien a la primera. Cuando llevábamos un buen rato en el metro de pronto nos quedamos paradas en un túnel. Al cabo de unos minutos el conductor nos explicó que justo delante de nosotros había otro tren que se había quedado atrapado por culpa de un fallo mecánico y que estaban desalojando a los pasajeros en la siguiente estación. Desde mi escondrijo escuché suspiros de resignación en los demás pasajeros.

La avería nos hizo perder cuarenta minutos de nuestras vidas en el subsuelo de la isla y provocó que mi ama llegase tardísimo al lugar en el que había quedado con un bípedo amigo suyo, que afortunadamente tuvo el detalle de esperarla. Francamente yo me habría marchado dando saltitos a los quince minutos, pero los humanos (o este en concreto) deben de tener algo más de paciencia que los roedores.

Tras una breve parada técnica mis bípedos echaron a andar hacia el sur de Manhattan, y conforme avanzábamos por Broadway la ciudad se fue transformando. El Midtown estaba plagado de gente, de luces, coches y ruidos. Es decir, como de costumbre. Sin embargo, cuanto más nos acercábamos al Downtown todo se iba calmando y ralentizando. Cuando llegamos a la altura del Flatiron los semáforos habían dejado de funcionar. Ya no estábamos en Nueva York sino en una ciudad fantasma.

Por todas partes, los peatones y los coches se cedían el paso unos a otros alternadamente. Había menos vehículos de lo habitual y bastantes más bicicletas. Casi todas las tiendas estaban cerradas salvo alguna que tenía su propio generador proyectando una luz mortecina sobre el mostrador. Los carritos de comida publicitaban en letras grandes que tenían bebidas calientes aunque algunos las habían agotado ya, e incluso anunciaban a sus clientes que si tenían un móvil sin batería podían recargarlo en su toma de electricidad.

Creo que lo que más me impactó fue el silencio. Los humanos adoran rodearse de ruido allá por donde pasan, y Nueva York puede ser una ciudad insoportablemente bulliciosa. Tanto, que cuando finalmente calla resulta un poco inquietante. Una tiene la sensación de que hay algo que no marcha bien: los negocios cerrados parecen abandonados, las ventanas, convertidas en espejos del cielo gris, dan la impresión de ocultar habitaciones deshabitadas, las calles vacías ofrecen un aspecto desolado cuando el viento es el único viandante. La ciudad parece haber muerto.

Conforme mis humanos daban un salto al pasado de ciento treina años, yo no dejaba de admirarme de la fragilidad de estos simios tan arrogantes que se vanaglorian de dominar un planeta entero. Dependen tanto de la electricidad que si se dañan los finos conductores que la transportan el corazón de una ciudad puede dejar de latir. Su libertad se extiende solamente hasta el extremo de la longitud del cable al que viven conectados.

Más arriba, se ha instaurado una frontera entre las calles 39 y 40. Entre la gente que vive en sombras y la gente que tiene luz. Los humanos del sur emergen de la oscuridad de sus salas de estar y se apiñan en los comercios que encuentran abiertos para recargar las baterías de sus aparatos eléctricos. Si necesitan contactar con alguien tienen que aventurarse en el Midtown puesto que al sur de la 23 incluso los móviles enmudecen.

Durante esta semana, el Maestro Hora reside en Downtown Manhattan.