lunes, 31 de diciembre de 2012

Aninovo


Parece ser que según el calendario humano hoy se produce un acontecimiento destacado. Dicen los bípedos que esta medianoche acaba el año y comienza uno nuevo, y para que tan magno advenimiento se produzca con la solemnidad requerida, los simios de este país se afanan anualmente por engullir una uva por cada campanada que sella con su vibración las vivencias de los últimos 365 días. No se les podía haber ocurrido algo más rebuscado. Supongo que si sobrevives a la posibilidad de una angustiosa y bochornosa muerte por asfixia es evidente que hay muchos más motivos para celebrar la llegada de un nuevo año, siendo el principal seguir respirando. Sigo pensando que hay cosas que mi mentalidad de ardilla jamás comprenderá.

Por otro lado, qué gracioso me parece esto de que los humanos hayan acordado que los años terminan, o comienzan, o siquiera que existen. Para nosotras el tiempo es simplemente algo que transcurre, imparable e inaprensible. No necesitamos crear categorías para medirlo, ni engañarnos a nosotras mismas pensando que cuantificación equivale a control.

Afortunadamente los simios tienen otras costumbres de Fin de Año ligeramente menos risibles que la de las uvas, como por ejemplo hacer balance del ciclo que culmina y nuevos propósitos para el que empieza. En ocasiones viene bien mirar sobre qué árbol está una antes de dar el salto al siguiente, y visto el estado de locura general en el que viven sumidos los humanos en los últimos tiempos casi estoy por proponer que en 2013 el año termine el 30 de cada mes, a ver si así reflexionan un poco más.

Por mi parte, lo más relevante de este 2012 que agoniza es que gracias a mí la vida de mi dueña  ha mejorado considerablemente. La pobre necesitaba desesperadamente una ardilla, en cuanto la vi no me cupo la menor duda. Y bueno, quizás – pero sólo quizás – podría admitir, ahora que estamos en confianza, que a lo mejor yo también necesitaba un poco una humana. Principalmente porque desde que me hago la garricura me da mucha más pereza irme a recoger nueces, no vaya a romperme una uña.

En fin, si mi ama sobrevive esta noche a la ingesta ritual de uvas, me propongo continuar siendo su azote al menos durante los próximos 365 días. Especialmente si tenemos en cuenta que anteayer me despertó otra vez por estar hablando en sueños… ¡en inglés! A este paso voy a superar a Chop como patrona de la paciencia.

¡Feliz año 2013 a todos los bípedos y roedores!

lunes, 24 de diciembre de 2012

¡Bo Nadal!

Después de timar a un taxista neoyorquino, saltarse inadvertidamente una fila de control de pasaportes, ser la primera en la cola de facturación (¡con cuatro horas de adelanto cualquiera llega el primero!), tomar el último chai latte del año, desearle feliz Navidad a todo bicho viviente, garabatear unas cuantas palabras y dormir menos de tres horas, mi ama y yo hicimos nuestra entrada triunfal en territorio nacional. Claro que yo todo esto me lo perdí por estar encerrada en la maleta.

El caso es que, para bien o para mal, ya estamos de regreso como cierta marca de turrones de toda la vida, y al parecer estamos en fiestas, con lo cual aprovecho que mi dueña está atontada por culpa del jetlag para robarle el portátil y desearles a todos los ojos que me leen que las pasen con tanta felicidad como esta ardilla fuera de su Samsonite.

domingo, 23 de diciembre de 2012

Farewell

Dear New York,

Creo que ha llegado el momento de despedirse, aunque ni siquiera sé por dónde empezar. El problema con las ciudades grandes, como tú, es que decirles adiós es una tarea tan inabarcable como conocerlas a fondo.

Tú y yo sabíamos que lo nuestro no podía durar. Que nuestro idilio de este otoño mágico estaba destinado a ser un punto de luz aislado y que precisamente por eso su intensidad resultaría cegadora. Llegamos en un equinoccio y nos vamos con un solsticio, y aunque las ardillas no somos supersticiosas, cuando me paro a pensarlo todavía me admiro de la sucesión de serendipities que nos han acompañado en esta primera etapa de nuestro periplo. Has sido una anfitriona increíblemente acogedora y detallista. Si no fuera porque me consta que tienes mejores cosas en las que pensar, diría que hasta te caemos bien.

Tienes una habilidad innata para hacer que un recién llegado se sienta de aquí, ¿sabes? Supongo que por eso nos regalaste un hogar en Haven Avenue, la Avenida del Refugio, y nos colocaste sobre la línea azul, el color preferido de mi dueña. Permitiste que las calles por las que transitábamos intersectasen con las trayectorias de otros humanos con los que descubrir y construir nuevas realidades. Además, nos obsequiaste con tres meses de lo más variado: un huracán, una ventisca, unas elecciones presidenciales y desgraciadamente hasta un tiroteo. Hemos vivido nuestro primer Halloween y nuestra primera Acción de Gracias (y como se retrase el vuelo, a lo peor hasta nuestra primera Nochebuena); sólo nos ha faltado un cuatro de julio, aunque diría que ha habido fuegos artificiales de todos modos.

Pero no te confundas, sé que nosotras no somos especiales. Nuestras andanzas y emociones apenas difieren de las de otros muchos humanos que nos precedieron y de todos los que nos seguirán, y está bien así. Sentirte parte de este hechizo colectivo de sueños, esperanzas y expectativas produce el espejismo de que tu espíritu no se desvanecerá del todo cuando te vayas porque alguien recogerá tu testigo. Simplemente eres así de intensa. Siempre.

Intensa, sí, aunque no perfecta. No echaré de menos tus interminables viajes nocturnos en metro, ni tus calefacciones tropicales, ni a tus obreros recalcitrantes despertándome a las seis de la mañana, pero sé que en el futuro habrá instantes, por breves o tontos que sean, en los que algo o alguien se cruzarán en mi camino y me transportarán a este tiempo prestado. Y sé también que aunque las ardillas seamos menos dramáticas que los humanos, sentiré nostalgia de mi propio recuerdo (siempre idealizado, siempre falaz) correteando entre los bancos de Washington Square o de los árboles de Central Park a los que no trepé.

Querida Nueva York, sabes a chai latte, a pumpkin scone y a apple cider, y en tus noches siempre hay estrellas, hasta cuando el cielo está nublado. Posees un altísimo faro de colores cambiantes con el que consolar a los que se pierden entre tus avenidas si tienen el valor de levantar la vista del suelo. Cada mañana el tiempo se recicla y rejuvenece entre tus rascacielos. En ti todo es posible; incluso ser feliz.

Gracias por permitir que mi ama complementase el blanco y el negro de Guernica con el color desbordante de un Kandisnky. Gracias por dejarla reescribir sus recuerdos tristes e imaginar finales alternativos. Gracias por traer palabras flotando sobre el Hudson para que las pescásemos cuando no mirabas. Gracias, en fin, por devolverle la convicción en que todavía quedan muchas aventuras por vivir.

Sin embargo, no quiero apagar el ordenador sin decirte también que te he desenmascarado. Eres muy hábil disimulando, pero me he dado cuenta de que no eres el enorme gigante de cemento y cristal, chirriante y ruidoso, que te empeñas en aparentar. En verdad eres más blanda y más tierna de lo que parece, pero te disfrazas de imponencia para que no desvelemos tu secreto. Tú, en realidad, eres de agua. Sí, también estás rodeada de ella, y quizás es por ósmosis que eres un inmenso estanque que refleja las miserias y las alegrías de sus habitantes. Tus rascacielos son surtidores de gotitas brillantes encerradas por fachadas líquidas y tus calles y avenidas fluyen incansables de norte a sur y de este a oeste. Eres agua porque estás en constante agitación y cambio, porque tus rostros son siempre nuevos y tu geografía una evolución permanente. Uno no se baña dos veces en el mismo río, ni vive dos veces en la misma Nueva York. Sé también que en el fondo a ti también te da un poco de pena que nos vayamos, y por eso llevas una semana lagrimeando mientras llueve dentro de mi ama. Lo que sucede es que ni ella ni yo sabemos distinguir si se trata de lluvia de tristeza, de felicidad, de belleza o de agradecimiento.

La samsonite está sobre el suelo de la habitación con sus fauces abiertas dispuesta a tragarme una vez más. Llevamos en el equipaje una parte de ti; a cambio, dejamos atrás un pedazo de nosotras. Dentro de unas horas volaremos sobre tu océano de luces y cuando aterricemos del otro lado, con jetlag y cansancio acumulado, quedarás tan lejana y remota que parecerás un sueño brumoso. Nuestro sueño americano.

Farewell, New York.



viernes, 21 de diciembre de 2012

Bix a bel?


Si el mundo ha de terminar mañana, no podría hacerlo de mejor forma. Qué mejor modo de irse que tras conversar en voz baja con Nonell, Zuloaga y Anglada, habiendo saludado a la ballena y el ornitorrinco del Museo de Ciencias Naturales, saltado de árbol en árbol con mis primas del Trinity Cementery, abrazado la ciudad desde el observatorio del Empire State Building y habiendo viajado una hora al País de las Maravillas.

Los mayas son un pueblo sabio, capaz de cálculos de gran exactitud, y coincido con ellos en que se avecina el fin de una era.

Mañana, día del solsticio de invierno, termina un otoño luminoso como pocos.



jueves, 20 de diciembre de 2012

Some Common Misconceptions


Me parece que ha llegado el momento de realizar una serie de aclaraciones que no puedo seguir callándome por más tiempo. Como puede deducirse de las fotos que hay a continuación, este país está fascinado con las ardillas y a consecuencia de ese amor las ha convertido en objeto de su cultura popular.



Reconozco que lo encuentro muy halagador. No tengo nada en contra de que me adoren, es más, creo que somos bastante más entrañables que muchos otros bichos que los humanos tienen como mascotas. ¿Alguien ha probado a hacerle arrumacos a un pez payaso? Volunti 1 – Nemo 0.

Sin embargo, los bípedos tienen una forma muy curiosa de expresar su aprecio: nos humanizan, y por ahí no paso. ¿No se supone que la imitación es la forma más sincera de admiración? ¡Deberían ser ellos quienes se ardillizasen! Por ello, he decidido desmontar algunos de los mitos construidos sobre nosotras:

  1.  Las ardillas no hablamos. Gracias al tío Walt, a Esopo, a Samaniego o a La Fontaine, miles de crías de homo sapiens crecen pensando que los animales tenemos una conversación de lo más animada y, lo que es peor, que pueden departir amigablemente con nosotros acerca de la Metafísica Trascendental de Kant si menester fuera. Lamento decir que ese no es el caso. Por supuesto, las ardillas tenemos nuestro propio lenguaje, pero no se parece en nada a lo que la factoría Disney presenta como tal (totalmente absurdo, por cierto). Esto no quiere decir que no podamos comunicarnos con los humanos. Puedo asegurar que a estas alturas mi ama identifica claramente el mensaje tras mis mordiscos o mis lametones. A los bípedos se los domestica enseguida con un poco de condicionamiento (los gatos nos llevan años luz de ventaja en ese terreno).
  2. Las ardillas no sonamos a personas que han inhalado helio. Sonamos a ardilla. Las únicas ardillas que suenan así son las que han inhalado helio de verdad
  3. Las ardillas no llevamos ropa. A diferencia de estos simios sin pelo que se mueren de frío a la mínima, nosotras tenemos un pelaje que nos protege, por mucho que los dibujantes consideren que nos quedan bien los jerséis de cuello cisne o las sudaderas con capucha. Por eso ruego encarecidamente a los bípedos que lean este blog que jamás le hagan esto a su ardilla. 
  4. Y puestos a hablar de clichés, me gustaría dejar claro que Chip es un pedante vestido como Indiana Jones y con complejo de Lindgbergh que no duraría ni dos minutos en un bosque de verdad. Las ardillas auténticas le tenemos tanta tirria que hemos acuñado la frase “tienes más paciencia que el santo Chop”. 
  5. Las ardillas no sabemos besar. Tampoco lloramos. Pero eso no nos convierte en unas insensibles.

En cambio, los bípedos no son conscientes de que hay cosas en su cultura que han tomado directamente de la nuestra. Por ejemplo, por mucho que el refranero popular y algún oscuro traductor de Shakespeare se arroguen la autoría de la frase “Mucho ruido y pocas nueces”, las verdaderas inventoras fuimos nosotras. Del mismo modo, aunque la tradición se empeñe en repetir que Newton tuvo su arrebato de inspiración gravitacional a costa de recibir una manzana en el cráneo, la verdad es que fue una ilustre antepasada mía la que le arrojó una bellota británica, exasperada porque no había forma de que se apartase del tronco del roble en el que tenía guardada su provisión para el invierno. Vamos, que de no haber sido por nosotras los humanos todavía estarían preguntándose por qué las cosas se caen al suelo.

En fin, para rematar con este repaso a la cultura de la ardilla, creo que de todos los adornos navideños que he visto hasta ahora - y he visto muchos -, me quedo con el de aquí abajo: ¡por lo menos es algo coherente que colgar en un abeto!




lunes, 17 de diciembre de 2012

No Comments!


Recientemente se me ha transmitido la incomodidad de algunos de los lectores de este blog ante la imposibilidad de poder realizar comentarios a mis posts. A pesar de lo que pudiera parecer, comprendo perfectamente su frustración, y por ello he decidido ofrecer una explicación.

Obsérvese la siguiente imagen con detenimiento durante un par de minutos:


Rápido, sin mirar, ¿cuántas garras tiene una ardilla en cada pata?

¡Cuatro, muy bien!

Algunos recordarán que hace unas semanas (el 28 de noviembre, para ser exactos) propuse un juego: encontrar las siete diferencias entre una foto mía y otra de una de mis primas de Washington. Una de las diferencias es, precisamente, el número de garras: yo tengo tres.

Los lectores licántropos que me siguen podrán corroborar que los teclados humanos no están exactamente diseñados para nuestro tipo de extremidades. Esto convierte la redacción de cada post en un proceso muy laborioso, máxime cuando se tienen dos garras menos que el resto de mis hermanas. Escribir puede ser agotador.

Si a eso le añadimos el hecho de que tengo que compartir el ordenador con mi errática bípeda, con su susceptibilidad a flor de piel, es lógico que procure ser lo más cauta posible. No quiero que vuelva a cambiarme todas las contraseñas por una ironía extemporánea.

De todos modos espero que esta entrada deje constancia de que, aunque el blog no permita colaboraciones espontáneas, presto atención a las sugerencias que me llegan. Claro que otra cosa es que me lleguen: las ardillas somos escurridizas por naturaleza.

Por si esto no fuera suficiente, para dar muestras de mi buena voluntad convoco un referéndum: si alguien no está contento con esta solución, que levante la pata.

¿Nadie?

Así me gusta.

Suceso desconcertante (III)


Ayer Manhattan era rojo y verde, es decir, una auténtica pesadilla para cualquier daltónico. Todo porque los neoyorquinos decidieron ponerse de acuerdo para realizar uno de esos actos de locura colectiva que tanto los caracterizan y que tanto desconciertan a roedores y turistas.

Mi ama y yo recorríamos la isla en sentido ascendente, desde el puente de Brooklyn hasta la calle 42, en una tarde de sábado soleada. La gente se afanaba por realizar sus compras navideñas en uno de los fines de semana más concurridos en la ciudad. Hasta ahí todo normal.

Sin embargo, Broadway se fue transformando paulatinamente. De febriles masas consumistas pasamos a enfervorecidas hordas blanquirrojas y rojiverdes, poseídas por un espíritu festivo completamente desvinculado de cualquier acontecimiento deportivo. Se trataba de una marea de Papás y Mamás Noël. Efectivamente, yo pensé lo mismo. Una marea que, por lo que parece, sucede una vez al año y es conocida como SantaCon NYC

Ni que decir tiene que de no haber sido porque no tenía ningún gorrito rojo que ponerme y porque temía dejar a mi ama sin vigilancia (a ver si me la va a atropellar un reno y no volvemos a casa por Navidad), me habría unido a la tropa de Santa Claus invadiendo las calles.

A fin de cuentas, ¿quién quiere una humana cuando puede tener un elfo? 

Ashira l’Adonai


Desde hace una semana algunas casas y escaparates de la ciudad ostentan unos candelabros con nueve brazos de todos los tamaños y materiales. Dada la afición de los yanquis por la decoración variada no le di mayor importancia, hasta que este martes mi ama me dijo que estábamos invitadas a una fiesta. ¡Las dos!

La noche anterior casi no pude dormir de la emoción, aunque mi homínida tampoco es que colaborase mucho con sus monólogos nocturnos. Me pasé todo el día dando vueltas dentro de la mochila de mi ama, deseando que acabase de trabajar y preocupada por lucir mi mejor pelaje. Por fin dieron las nueve y nos dirigimos a la casa de una amiga de mi dueña, donde había otros bípedos que nos recibieron muy amistosamente.

En un cierto punto alguien apagó todas las luces de la casa y apareció uno de esos famosos candelabros con varias velas. Una a una, las velas se fueron encendiendo, hasta llegar a la mitad del candelabro. Los amigos de mi ama cantaban en un misterioso idioma que fui incapaz de comprender, y después todo el mundo se felicitó mientras yo daba saltitos de emoción sobre uno de los sofás. ¡También estaba invitada a cenar!

El menú típico de Hanukkah son una especie de tortillas de patata pequeñitas, pero que además de huevo y patata llevan también harina y levadura. Mi ama y sus amigos dieron tan buena cuenta de ellas que para cuando llegaron a la tarta de chocolate ya casi no tenían espacio para comer más.

Mientras, yo pensaba en que si sientas a la misma mesa a americanos, españoles, armenios, israelíes y británicos, en el fondo los bípedos no son tan distintos como ellos mismos se empeñan en convencerse de que lo son. Es una lástima que sean incapaces de darse cuenta solos.

Shalom

martes, 11 de diciembre de 2012

NYC's OST


A lo largo de estos tres meses entre homínidos he aprendido, entre otras muchas cosas, un poquito de música. Por ejemplo, yo no sabía que las ciudades tuviesen banda sonora, ni que supiesen cantar. Pero saben. Cierto, no siempre afinan, y cuando les da por canturrear con la sirena de una pala excavadora o un taladro neumático a las seis y media de la mañana, una desearía que fuesen sordomudas. Afortunadamente las ciudades tienen voces con muchos matices y una tesitura bastante más amplia que la de una ambulancia o un camión de bomberos.

Lo más curioso de las bandas sonoras urbanas es que no se eligen: suceden. O más bien, son ellas las que te seleccionan, te persiguen, te acosan, hasta que te rindes y empiezas a tararearlas. Sí, las ardillas también tarareamos, pero discretamente. En ocasiones no tienen absolutamente nada que ver con la ciudad misma, sino con los humanos que se cruzan contigo convertidos en vehículo improvisado de una canción.

Yo creía, con mi inocencia de roedor poco viajado, que Nueva York sonaría a jazz y a góspel, o a lo mejor un poquito a Frank Sinatra y Billy Joel. Acerté, pero solo parcialmente. Por supuesto, suena a la versión de John Coltrane de My favorite things y a Somewhere over the rainbow interpretadas por un saxo solista, y suena a los himnos de la Abyssinian Baptist Church o al Réquiem de Mozart poniéndote el pelaje de punta (y con lo peludita que soy, esas son muchas puntas). Sin embargo, Nueva York suena también a cosas a las que jamás pensé que sonaría: suena a institutrices inglesas que vuelan por los aires agarradas a un paraguas (cosa que ya de por sí es bastante absurda) y a jóvenes verdes que intentan que comprendamos por qué acabaron convertidas en brujas malvadas. Incluso a veces se produce la ironía de que la ciudad interpreta melodías que en condiciones normales tanto mi ama como yo aborreceríamos, pero a ver quién le dice que no a una urbe tan temperamental como esta. A lo peor se ofende y nos sepulta bajo una ventisca por una mala crítica musical.

Cherry Tree Lane
En la rutina diaria Nueva York suena más a bachata, a reggaetón y a hip hop porque esa es la música que se escapa de los cascos de los compañeros de metro de mi ama. Para nuestra sorpresa mutua, esta ciudad también canta tangos con relativa frecuencia, y no se le da nada mal. En las últimas semanas le ha dado por los villancicos, pero por los clásicos y un poco melancólicos como Have Yourself a Merry Little Christmas o Chestnuts Roasting on an Open Fire (¡cómo no adorar una canción con la palabra castañas en el título!), sin olvidarnos de Fairytale of New York, que a pesar de lo que pudiera parecer es británico. Está claro que a Nueva York le dan bastante igual los nacionalismos.

Yo escucho y aprendo. Escucho y canturreo letras nuevas o versiones distintas de letras antiguas. I'm just taking a Greyhound on the Hudson River line / Cause I'm in a New York state of mind...

Sí, estoy aprendiendo mucho últimamente. En estos tres meses he aprendido, por ejemplo, que la música es quien te ayuda a viajar cuando el visado de tu pasaporte ya no te permite hacerlo.

lunes, 3 de diciembre de 2012

Journey to the Past


Una de las cosas que más me gusta de Nueva York es que las aventuras más extraordinarias pueden suceder cuando menos te lo esperas.

Mi ama y dos amigas corrían precipitadamente escaleras abajo. Perdían el tren, y si lo hacían no llegarían a tiempo a su primera clase de tango. Gratis, además. Ese metro no se les podía escapar.

El tren las aguardaba en el andén, en el que flotaba un inusual olor a carburo. Cuando estaban a punto de poner un pie en el vagón, las tres se detuvieron en seco. Aquel no era el metro que conocían. No se parecía ni remotamente. Los asientos eran mullidos y estaban tapizados de rojo, las barras eran blancas y los anuncios parecían sacados de otra época.

Desconcertadas, se dieron la vuelta para comprobar que la estación seguía perteneciendo a este siglo, y al girarse se toparon con otros viajeros tan desorientados como ellas. Un trabajador de la MTA les anunció con el rostro impasible que el tren saldría en cinco minutos. Se miraron, entre indecisas y emocionadas, y tras unos minutos de duda finalmente entraron en el metro, todavía preguntándose si aquel extraño convoy las conduciría a su destino o si todo se volvería blanco y negro en cuanto las luces parpadeasen por tercera vez.

Aquel viaje las llevó más de ochenta años atrás. El metro se deslizaba veloz por los raíles de Manhattan, produciendo un ruido a veces ensordecedor y una agradable sensación de discordancia entre su decoración y las ropas de sus ocupantes. En cada nueva estación se producía la misma sorpresa, un entusiasmo similar, casi siempre una sonrisa permanente durante el resto del trayecto. Posiblemente aquel fuese el metro más alegre de toda la ciudad.


Sí, llegaron a tiempo. Bajarse del vagón, no obstante, requirió una cierta fuerza de voluntad para resistirse a la curiosidad de averiguar lo que aguardaría al término de su recorrido. Uno no se topa con una máquina del tiempo todos los días.

Después de eso no fue complicado transportarse del Nueva York del New Deal a un arrabal canalla bonaerense, aunque tu compañero de baile se llame Rahul y desconozca el lunfardo. Porque en la imprevisibilidad de la disonancia es donde nace la maravilla.

District of Columbia


Aprovechando nuestro viaje a Washington, mis humanas decidieron hacer un poco de turismo por la ciudad acompañadas de su familia. Parece ser que la ciudad es bastante famosa porque hay un señor muy importante que vive dentro de una casa blanca que, la verdad, es bastante pequeña para alguien tan poderoso.


 Después hay otros señores también muy destacados que se dedican a reunirse de cuando en cuando para discutir cosas y tomar decisiones en nombre del resto de bípedos del país. Estos humanos se citan en otro edificio mucho más grande pero con idéntica gama cromática.


Por si esto no fuera suficiente, entre un edificio y otro hay una enorme extensión verde repleta de monumentos conmemorativos dedicados a otros señores que en su día fueron igual de importantes que unos y que otros, pero que hoy corren aproximadamente la misma suerte que todos los seres vivos que en el mundo han sido.



Para rematar, hay un sinfín de construcciones que custodian muchísimos objetos curiosos y únicos ante los que los bípedos desfilan extasiados y eufóricos (mi ama entre ellos).


Pero lo fundamental de Washington es: ¡hay que ver lo que les gusta el blanco!

Y no será porque les falten tonalidades…

Thanksgiving

En la tierra del tío Sam, a finales de noviembre los bípedos se reúnen para expresar gratitud conjuntamente. Como mi humana y su madre no podían ser menos ambas se unieron a los festejos, llevándose a una servidora con ellas. Por seguridad. Mejor tenerlas vigiladas.

La jornada amaneció fresca y nublada. Nos levantamos tempranito y nos cruzamos la ciudad camino de Penn Station para coger un autobús que habría de llevarnos a Washington D. C. Como en anteriores ocasiones, las incidencias de mi ama con el transporte público no se hicieron de rogar, especialmente en una fecha tan señalada, salvo que esta vez se manifestaron de una forma bastante más original: casi perdemos el autobús debido a que cientos de animadoras poseídas por el espíritu festivo tomaron el subterráneo de la estación rumbo al desfile anual de Macy’s, interponiéndose en el camino de cualquier viajero apresurado. Si Almodóvar hubiera nacido en este país seguramente habría incluido una situación similar en alguna de sus películas.



Llegamos a Washington tras cuatro horas y media de viaje. Allí ya nos esperaban los parientes de mis bípedas para llevarnos a su casa, en un barrio residencial a las afueras de la ciudad. Creo que las tres nos sentíamos ligeramente inmersas en un decorado de cine porque a nuestro alrededor no dejaban de aparecer casitas de madera con tejados a dos aguas, jardines traseros y calles arboladas.

Serían sobre las cuatro y media cuando nos llevaron hasta la casa de otra humana-pariente para cenar. Sí, cenar. Cuando llegamos había como veinte bípedos pululando por las habitaciones - juro por mi provisión de nueces que por una vez no estoy exagerando –, todos emparentados con mi dueña. La mayoría estaban arremolinados en torno a cuatro o cinco pantallas distribuidas por la casa, cosa que me desconcertó bastante porque yo pensaba que íbamos a reunirnos para comer. En las pantallas salían un montón de señores vestidos con ropas llamativas y con unos cascos enormes que, francamente, daban bastante miedo. Además, tenían nombres incomprensibles para mí como Redskins y Cowboys.

Los humanos de nombres raros estuvieron correteando por un campo verde durante unas tres horas, arropados por el entusiasmo de los bípedos a mi alrededor (aunque tengo la sensación de que mi ama estaba igual de perdida que yo, solo que ella disimula mejor). Por fin, sobre las ocho todos se sentaron a la mesa, incluido un primo más que participó en la reunión por videoconferencia. Para variar nadie se preocupó de presentarme en sociedad, así que aprovechando que el bolso de mi ama había quedado olvidado en el armario de la entrada me escabullí hasta la cocina para aprovisionarme de mi propio festín de Acción de Gracias.

Mientras, mi familia homo sapiens bendecía los alimentos y se atiborraba de pavo asado, salsa de arándanos, vegetales variados, patatas machacadas, migas de pan fritas y un largo etcétera. De postre, tarta de calabaza, de manzana y de queso, y una especie de brownies de manteca de cacahuete cubiertas de chocolate.

Cuando terminé de cenar me asomé con cuidadito por una esquina del salón y me quedé observando a tan heterogénea asamblea de simios. Se hablaba en inglés y en español, había bípedos grandes y pequeños, jóvenes y ancianos, pero todos parecían contentos de estar los unos con los otros. Cada uno tendría sus agradecimientos personales, me imagino, aunque sospecho que el motivo de gratitud de mi dueña era uno de los más sencillos (y menos originales): estar allí.

Por otro lado, yo estoy tremendamente agradecida de que no cerrasen el armario con llave. ¡Me entra hambre solo de pensarlo!