miércoles, 20 de febrero de 2013

Norberaren gela

Un día de octubre de 2007 llamaron a la puerta de mi ama. Solamente lo hicieron una vez, pero contrariamente a lo que se suele decir era el cartero. La frase hecha, en realidad, se refería a que el cartero pasa más de una vez por el mismo sitio, de manera que a los pocos días, como en un déjà vu o en un día de la marmota postal, el mismo paquete volvió a ser entregado en manos de mi dueña.

Aquel paquete duplicado y doblemente inesperado contenía dos libros (o cuatro, según se mire), seleccionados cuidadosamente por su remitente.  Desde uno de ellos una lúcida escritora defendía la educación y la autonomía creativa de las mujeres. Decía a woman must have money and a room of her own if she is to write fiction y lo decía con conocimiento de causa porque ella poseía ambas cosas.

Han pasado casi cinco años y medio. La puerta de mi ama es distinta, el cartero ya no la visita (quizás porque el telefonillo no funciona) ni tampoco recibe regalos sorpresa. Mi dueña tiene su propia habitación y su propia soledad elegida, y esta soledad es muy distinta de la impuesta por muros de incomprensión o la construida en torno a la ausencia de otra persona. Últimamente se acuerda mucho de aquella escritora porque siente que la entiende un poco mejor. A veces, también, piensa con cierta sorna que, además de un cuarto, para escribir ficción es imprescindible tener a alguien que te haga la compra, te prepare la comida y ponga la lavadora.

Afortunadamente como yo tengo una humana que se ocupa de todo eso sí puedo aplicarme en seguir los consejos de Virginia. Y en mis ratos libres, por si mi ama se identifica demasiado con ella, registro los bolsillos de su abrigo.

lunes, 18 de febrero de 2013

Igerileku izakiak

Tras varios meses escuchando las aventuras de mi ama cada vez que va a nadar, creo que ha llegado el momento de que establezca una clasificación de los personajes que comparten calles con ella, sin importar la ciudad o el país en el que resida.

No obstante, antes de empezar este repaso por la fauna acuática de toda piscina que se precie, quisiera indicar que aunque emplee el masculino para referirme a cada tipología lo hago con intención genérica y sin ningún afán discriminatorio: los humanos pueden ser igual de irritantes independientemente de su género. Aclarado este punto, comencemos:

Uno de los tipos de nadador más frecuente es el bípedo con complejo de tortuga. Estos ejemplares se caracterizan por superar las sesenta primaveras y nadar a un ritmo exasperantemente lento. Esto de por sí no sería suficiente para crear una categoría específica para ellos, si no fuera porque esta clase de humanos tiene la costumbre de flotar parsimoniosamente por el medio de la calle, impidiendo al resto de nadadores ejercitarse a una velocidad que no sea la suya. Además, siempre se ofenderán si se les adelanta. Una variante de esta tipología es la de la bípeda-tortuga bipolar, que tras enfadarse contigo en la piscina por adelantarla resulta ser amabilísima en el vestuario; posiblemente porque es incapaz de reconocerte sin las gafas de buceo.

Además de los humanos que se traspapelan de especie, también los hay que directamente se equivocan de estado de la materia. Estos bípedos despistados no asumen plenamente su condición de seres corpóreos, y por tanto intentan infructuosamente fundirse con el líquido elemento generando falsos tsunamis en el delicado ecosistema de la piscina. A consecuencia de este comportamiento el resto de nadadores son periódicamente ahogados cada vez que uno de estos especímenes pasa a su lado como una lancha motora. Por norma general cuando mi ama se topa con un bípedo-tsunami suele abandonar el recinto llevando más agua dentro que fuera. Debido a una mutación genética, hay bípedos-tsunamis que han evolucionado en versiones menos perniciosas para el medio ambiente, como los que simplemente generan olas de varios centímetros cuando dan la patada de braza con los pies juntos y que claramente nunca han visto a una rana en acción.

Después tenemos a los simios exhibicionistas, cuyo credo se asienta religiosamente en el axioma de que menos es más. Por consiguiente, resulta totalmente superfluo llevar un centímetro de lycra más que el estrictamente necesario para cubrir aquello que el decoro popular considera imprescindible para no ser expulsado de las instalaciones deportivas. Ocasionalmente dichos bípedos sufren percances inesperados y muestran incluso más de lo que ellos mismos desearían.

Dentro de la familia de los bípedos exhibicionistas se encuentran asimismo los humanos que salpican. Se trata de una curiosa variedad híbrida que aúna características exhibicionistas con la genética de algún antepasado del bípedo-tsunami. Si para el exhibicionista menos es más, para sus parientes lejanos más es, evidentemente, más. Más energía conduce a mayor altura y mayor fuerza de la salpicadura, y por ende más espuma y más chapoteo. Algunos expertos apuntan a que este comportamiento podría formar parte de su ritual de cortejo, pero por el momento no disponen de pruebas empíricas que demuestren que la estrategia da resultado.

Finalmente llegamos a los humanos que emplean la piscina como terapia anti estrés en lugar de acudir a un especialista, con la de paro que hay. Estos simios se distinguen por lo que vulgarmente se conoce como mala baba. Dicho fenómeno puede producir ceguera temporal, impidiéndoles percatarse de que hay otros congéneres en su misma calle. En estos casos asegúrese de permanecer tranquilo (pueden oler el miedo, incluso en el agua), haga todo lo posible por no provocarles e intente cambiarse de calle en cuanto tenga oportunidad. Se evitará miradas iracundas, improperios, arañazos e incluso tendinitis. Y sí, son todos ejemplos reales.

Concluido este recorrido por las distintas variantes de simios acuáticos, he de añadir que a pesar de que mi dueña lo niegue apasionadamente estoy convencida de que ella tampoco se libra de pertenecer a alguna (o a varias) de estas categorías de cuando en cuando. Menos a la que anda escasa de lycra, afortunadamente.

jueves, 14 de febrero de 2013

Istorioa

Érase una vez un paraguas. Era pequeñito, oscuro y ligero como una golondrina pero flexible y resistente como un junco. Este paraguas vivía en una ciudad en la que la lluvia funcionaba como lubricante de los engranajes de piedra sobre los que resbalaba, de manera que su presencia era tan constante como necesaria. El paraguas trabajaba a destajo, de nube a nube, con una mansedumbre tan resignada que apenas si se atrevía a darse la vuelta cuando el viento soplaba con demasiada fuerza.

Este paraguas tenía un dueño. Pertenecía a un señor barbudo con gabardina, sombrero y reloj con leontina. Al señor le gustaba coleccionar libros, hacer crucigramas y pasearse con su paraguas prendido del bolsillo derecho de la gabardina. Además este señor era, casualmente, el padre de Caperucita Roja, pero no sale en el cuento porque coincidió que el día en que su hija pasó a la posteridad él estaba tomándose un café y resolviendo un sudoku. En esos ratos el paraguas se echaba una siestecita mientras pendía boca abajo del bolsillo de la gabardina como una zarigüeya.

En sus momentos de asueto, el paraguas soñaba en secreto. Se trataba de un sueño modesto y tímido, de los que uno apenas alcanza a articular en voz alta, así que cuando nadie lo miraba el paraguas lo sacaba de entre sus pliegues, lo secaba, lo abrillantaba un poquito y lo volvía a guardar antes de que se le escapase.

Un buen día, el paraguas pequeñito, el señor barbudo y su familia - menos la abuelita, que se había quedado en casa al amor de la lumbre - se fueron de viaje a otra ciudad en la que también llovía continuamente. De hecho, la lluvia era tan líquida y tan húmeda que al paraguas le costó darse cuenta de que había cambiado de escenario porque el cielo seguía siendo igual de gris, el viento igual de frío y el señor barbudo permanecía debajo de él.  

Aquella mañana, más concretamente, se encontraban en el andén de una estación decidiendo su próximo destino. El paraguas percibió el titubeo en la voz del señor barbudo. Tenían dos opciones: el primer tren los llevaría a una parada cualquiera, igual que todas las precedentes y probablemente igual que todas las posteriores. El segundo, en cambio, los llevaría a la orilla del mar.

Mientras las luces de la locomotora comenzaban a perfilarse en la distancia, el paraguas pensó que aquella era su oportunidad. Toda su vida había visto caer agua del cielo. Sin embargo, había oído hablar de que existían lugares en los que el agua no se precipitaba, sino que se deslizaba en horizontal al son de una misteriosa música que nadie era capaz de escuchar. Pensó que, por una vez, sería bonito disfrutar del sol sin tener que preocuparse de que una gota malintencionada salpicase a su propietario.

Dos paradas más tarde, el señor barbudo se percató súbitamente de que se sentía más ligero de lo habitual. Desconcertado, palpó el lateral de su gabardina y descubrió con estupor que su bolsillo derecho era simplemente un bolsillo en lugar de una percha. ¡Su paraguas no estaba! Con un repentino escalofrío de terror hizo ademán de apearse, pero el convoy ya estaba en movimiento y tuvo que aguardar hasta la siguiente estación.

En un vano intento por recuperar su posesión perdida, el señor barbudo, su esposa y Caperucita emprendieron el retorno al punto de partida. En su camino a la primera parada se cruzaron con otro tren en dirección contraria a la suya - aquel que habían decidido no tomar -, sin percatarse de que en su interior viajaba un pequeño paraguas que ocultaba una inmensa vocación de sombrilla. Su dueño nunca supo más de él.

Así pues, érase una vez una sombrilla. Era chiquitina y liviana, y las demás sombrillas se metían con ella porque su tono oscuro retenía el calor del sol en lugar de repelerlo. Esta sombrilla, sin embargo, vivía en una playa del norte, donde el verano no es tan caluroso al fin y al cabo. Cuando llovía, todas las sombrillas se cerraban y salían corriendo. Todas menos una, impermeable y distinta a las demás, que permanecía observando las olas y balanceándose en la brisa.

[Basado en una historia real].

miércoles, 6 de febrero de 2013

Zoriona ta bakea

El lunes mi dueña pasó rápidamente por casa al salir de trabajar, me metió en su bolso y me secuestró sin darme más explicaciones. Hacía un día horrible, frío y lluvioso, y yo no recibí de muy buena gana que me sacasen del calorcito de la madriguera que me he montado entre los cojines de la cama.

Caminamos un ratito bajo el paraguas, temiendo a cada momento que el bolso de mi ama comenzase a calar y yo terminase convertida en una nutria en vez de en una ardilla. En la Plaza Nueva por fin se desveló el misterio: ¡íbamos a jugar al escondite!

Nuestro equipo estaba compuesto por un total de cinco bípedos y un roedor. El juego consistía en recorrer el casco viejo sin un rumbo determinado, a la caza de otros grupos de humanos que también patrullaban las calles. Cuando dabas con otro equipo, este se detenía y se ponía a cantar. La canción era casi siempre la misma, aunque con variaciones, y estaba en esa lengua tan peculiar que usan por aquí y que no se parece a nada que hubiese escuchado antes. Por lo poco que entendí hablaba de una tal Santa Águeda, que debía de estar también jugando al escondite por allí aunque nosotros no nos la cruzásemos. Normal, por otro lado: tengo la sospecha de que los demás equipos se tomaban el juego con bastante más seriedad que nosotros porque muchos llevaban ropa o calzado inusuales; todos portaban un farolillo encendido y unos bastones gruesos (y deduzco que pesados) que después aprendí que se llaman makillas. Mi ama como único attrezzo llevaba un paraguas del chino, y claro, así no  hay quien se mimetice. Le voy a tener que regalar una txapela.

Lo que más me sorprendió fue la música. Era emocionante escuchar las diferentes voces cantando juntas, pero para ser una ocasión festiva la melodía sonaba muy triste y melancólica, y el retumbar de la madera contra el suelo acentuaba la sensación de solemnidad. A lo mejor los coros estaban apesadumbrados porque les hubiésemos descubierto, o preocupados porque ellos tampoco daban con Santa Águeda. Eso no lo entendí muy bien.

A pesar de que se me escapasen algunas de las sutilezas del ceremonial, lo que está claro es que el equipo de la ardilla siempre gana. Y no es para menos con semejante mascota: mi dueña y su paraguas granate quedan de lo más resultón.

domingo, 3 de febrero de 2013

Laster arte

Es domingo por la tarde, y la ciudad parece sumida en un letargo sereno y perezoso. Mi ama escribe, canturrea y pone lavadoras mientras yo la observo inmersa en la coreografía de su rutina. Sé que se mantiene ocupada porque si se queda quieta cabe la posibilidad de que se le llenen los ojos de lágrimas, y es preferible que eso no suceda. En Bilbao ya llueve suficiente.

Este fin de semana tuvimos nuestros primeros visitantes. Hemos compartido - y me incluyo porque ambos me hicieron carantoñas todo el fin de semana - casi cuarenta y ocho horas de conversaciones, risas, paseos, recuerdos y deseos futuros.

No se trataba, sin embargo, de una mera visita de cortesía. En apenas unas semanas dará comienzo para ellos una nueva aventura que se los llevará varios husos horarios y varias vidas al oeste. Será una aventura fascinante y maravillosa, aunque ellos no lo sepan todavía porque la incertidumbre provoca temor; las ardillas tenemos un sexto sentido para este tipo de cosas.

Pero el caso es que se van. Se van de verdad.

Por eso cuando nos despedimos mi dueña los abrazó un poquito más fuerte y durante más tiempo del habitual. Volverán a verse, qué duda cabe, aunque la fecha y el lugar del próximo chai latte sean aún una incógnita; hay amistades permanentes que se nutren de encuentros intermitentes. En su equipaje se llevan una polizonte que ha acompañado a mi humana desde 2003, a pesar de que en realidad lo que le habría gustado regalarles habría sido un pedazo de su buena estrella para que cuide también de ellos a partir de ahora. Si alguien sabe cómo envasarla al vacío que me avise.  A cambio, en adelante el cuaderno de mi ama custodiará una fotografía desde la que varias amigas sonrientes le devolverán su mirada interrogante.

Es domingo por la tarde. La ría se desliza de puntillas para no romper el hilo de nuestros pensamientos. Observo alternadamente el hueco en la alacena y a mi dueña, ambas prácticamente igual de vacías, y siento un poquito de lástima por esta generación de simios devenidos en aves migratorias.

Boa viagem, garota de Ipanema.