El jueves 20 de marzo se produjo un hecho relevante en todo
el hemisferio septentrional: esa tarde entró la primavera meteorológica. A las
17:57, para ser exactos.
Ese, sin embargo, no fue el evento más significativo de la
jornada. Hubo otro acontecimiento de repercusiones planetarias que a pesar de
todo pasó completamente desapercibido para los bípedos: el 20 de marzo, a eso
de las 11:30 de la mañana, Volunti Robles dio por concluido su letargo
invernal.
Como todo durmiente recién levantado, mi primera
preocupación fue la de situarme, cronológica y geográficamente. ¿En dónde
estaba, qué mes era, han florecido ya las encinas? Enseguida descubrí que
seguía en el mismo lugar en el que me había quedado dormida a mitad de
noviembre, con sus paredes tapizadas de libros y sus gotas de agua resbalando por
los cristales. En apariencia nada había cambiado, como si la habitación y su ocupante
hubiesen permanecido pacientemente en hibernación ellos también.
Entonces me di cuenta de que lo que me había despertado era
la voz de mi ama al teléfono, quien colgó a continuación con los ojos plagados de
lágrimas y una sonrisa llena de incredulidad de la que fui el único testigo. Fue
así como nuestras vidas dieron un nuevo giro, aunque este se disfrace de
escenarios familiares. Porque todos merecemos una segunda oportunidad, hasta
las ciudades.
En una siesta de cuatro meses y medio caben multitud de
sueños. Muchos son agradables, unos pocos angustiosos o aterradores y algunos,
los menos, concluyen con un beso que rompe el hechizo. Pero los mejores, sin
lugar a dudas, son aquellos que dan comienzo cuando uno despierta.
Próxima parada: Madrid.