miércoles, 23 de abril de 2014

À la recherche du début perdu

Era lunes y llovía.

Los manuales literarios repiten incesantemente que comenzar un relato hablando del tiempo (atmosférico o metafísico) es uno de los peores lugares comunes en los que puede caer un escritor novel. Es una suerte que los manuales literarios no se escriban para ardillas porque yo no tuve la culpa de que aquel día fuese lunes y, efectivamente, lloviese. De hecho, es probable que si no se hubiese producido esa conjunción de tiempos nuestro relato se hubiese desarrollado de un modo distinto.

Era, pues, lunes. Y llovía.

Ella llevaba una gabardina de color crema. De esas que tan pronto pueden trasladarte a una Casablanca bicromática como a la orilla del Sena para dar un paseo con falda y tacones. A veces hay gabardinas así.

La lluvia caía suave y mansamente sobre el pavimento, pulverizada, como si alguien la estuviese tamizando desde el cielo con un colador. Ella se recogió el pelo maquinalmente en cuanto llegó a la calle. Para una vez que se lo alisaba y tenía que mojárselo nada más salir del portal. Por dentro se reía de la ironía de que una norteña fuese sorprendida por las nubes en aquella ciudad de calor infernal sin un mal paraguas que llevarse a la testa. Imposible comprarse uno de camino; incluso los chinos necesitan dormir.   

Caminó resignadamente por calles y avenidas, pegándose a los muros de los edificios y sintiendo que la lluvia la envolvía sin apenas tocarla. Supuso que para cuando llegase a su destino tendría una fantástica aureola rizada enmarcándole el rostro. De cuando en cuando algún reguero le resbalaba por las mejillas, que ella se apresuraba a secar para que no se le formasen surcos en el maquillaje.  Sólo hay una oportunidad para causar una primera impresión, dicen.

Entre gota y gota, la ciudad se desplegaba ante ella gris y húmeda. Ambas se conocían desde hacía años y estaban acostumbradas a vigilarse por el rabillo del ojo con desconfianza mutua. Los escenarios que recorría volvían a ser los mismos de antaño; los ruidos ensordecedores, los olores, las texturas: todo seguía igual. Hasta la ardilla que llevaba en el bolso era exactamente la misma. Quizás fuese ella la que había cambiado, independientemente de cómo llevase el pelo o de las capas extras que se aplicase sobre el cutis.

Sus pasos la condujeron bajo los árboles de un paseo familiar. Un gigante todavía somnoliento y vacío la aguardaba en mitad del sendero revestido de incredulidad. ¿De verdad estaba allí? Ella lo rodeó con cautela, casi de puntillas, para evitar despertarlo, y se dirigió a una puerta mucho menos solemne pero mucho más real.

Hizo una pausa antes de franquear el umbral. Respiró hondo. Ya eran las nueve.

Las segundas oportunidades pueden empezar un lunes. Lloviendo.



¡Feliz Día del Libro!

martes, 15 de abril de 2014

Bienvenue chez les chats

Lo he dicho ya en múltiples ocasiones y creo que jamás me cansaré de repetirlo: a los humanos les encanta complicarse la vida. Es por esto que mi ama - junto con otra bípeda que pronto me hará la competencia como Santa Chop – decidió embarcarse una vez más en la siempre entretenida y a menudo exasperante tarea de buscar un lugar de residencia.

Traducido, el párrafo anterior significa trece pisos en cuarenta y ocho horas y una ardilla asfixiada en una Samsonite. Si alguien necesita una definición perfecta de un déjà vu para roedores, es esa.

Narrar la crónica de los trece apartamentos, con sus trece caseros barra comerciales, con sus trece cajas de escaleras (los ascensores son un lujo en el centro de Madrid), con sus veintiséis habitaciones – algunas de pesadilla -, con sus trece cocinas flamantes o destartaladas, con su ausencia de calefacción, su mobiliario caduco o sus cláusulas de alquiler inabordables, sería probablemente una empresa demasiado larga y agotadora para mis pobres garras, y dado que estoy deseando que llegue el buen tiempo para ponerme de nuevo en forma trepando por los árboles del Retiro referiré simplemente mis dos avatares favoritos como muestra extrapolable a todo lo demás: el comercial inagotable y el apartamento surrealista.

El comercial inagotable entró en la vida de mi ama a golpe de viernes por la mañana, si bien su futura compañera de piso ya había tenido el gusto de entablar conversación con él la mañana anterior. Este cordial caballero resultó ser joven, alto, delgado, de cabellos y ojos oscuros y, en general, bastante atractivo según los cánones humanos aunque para mi gusto no fuese lo suficientemente peludo y le faltase cola. El comercial, tan trajeado y formal, resultó ser probablemente el bípedo más insistente que me haya cruzado desde que empecé a frecuentar los círculos simiescos de mi ama. Estoy segura de que si hubiese tenido las llaves de los inmuebles de medio Madrid nos habría arrastrado por todos ellos con tal de que le alquilásemos alguno, cualquiera, ya fuese un garaje o un carromato cíngaro. Por desgracia para él, ninguno de los apartamentos que vimos se ajustaban a lo que mis humanas estaban buscando, lo que no impidió que siguiese intentando persuadirlas. En revancha, mi dueña se ha propuesto dar la lata incansablemente hasta que consiga que las invite a tomar algo en el local de copas en el que se pluriemplea como relaciones públicas los fines de semana. Esto es la guerra.

El apartamento surrealista recibe su apelativo de su distribución, completamente desprovista de ningún vínculo con la lógica o la racionalidad. Digamos que si hubiésemos aplicado los principios de la escritura automática a un piso, seguramente nos habría salido algo bastante parecido. Imaginemos un ático de estancias de idénticas dimensiones flanqueando un largo pasillo oscuro, cada una con un ventanuco blanco y estrecho en el extremo superior derecho. Imaginemos una estancia triangular al fondo, bajo el tejado, que deja paso a otros dos habitáculos en las bajantes de ese mismo tejado en los que se amontona un peculiar desorden de objetos de lo más variopinto y que engloban desde somieres a impresoras  (susceptibles de ser utilizados por los inquilinos si consiguen sacarlos de su escondrijo sin perder un brazo). Imaginemos entonces lo más epatante de todo: una cocina con su despensa, sus fogones, su horno, sus electrodomésticos… y una ducha. No, no me refiero a una portezuela que da paso a un baño. Me refiero a un plato de ducha con una mampara. En el interior de la propia cocina. En una esquina junto a la ventana. Todavía no entiendo cómo mis dos humanas no decidieron quedárselo ipso facto. Sin duda Dalí lo habría encontrado hilarante.

Allá por septiembre del año pasado declaré que mi dueña tiene una suerte inexplicable en el sector inmobiliario, pero lo cierto es que esta vez la fortuna ha sido bastante más esquiva que en ocasiones anteriores. Menos mal que un minipiso minúsculo pero coquetón se cruzó en la vida de mis dos humanas para salvarlas de tener que ducharse oliendo a fritanga. Ahora lo que me pregunto es si en 40 metros cuadrados habrá también sitio para una ardilla. Dudo que mi ama y su sufrida compañera estén listas para vivir juntas sin mi supervisión. Por el bien de esta última, sobre todo.