Era lunes y llovía.
Los manuales literarios repiten incesantemente que comenzar
un relato hablando del tiempo (atmosférico o metafísico) es uno de los peores
lugares comunes en los que puede caer un escritor novel. Es una suerte que los
manuales literarios no se escriban para ardillas porque yo no tuve la culpa de
que aquel día fuese lunes y, efectivamente, lloviese. De hecho, es probable que
si no se hubiese producido esa conjunción de tiempos nuestro relato se hubiese
desarrollado de un modo distinto.
Era, pues, lunes. Y llovía.
Ella llevaba una gabardina de color crema. De esas que tan
pronto pueden trasladarte a una Casablanca bicromática como a la orilla del
Sena para dar un paseo con falda y tacones. A veces hay gabardinas así.
La lluvia caía suave y mansamente sobre el pavimento, pulverizada,
como si alguien la estuviese tamizando desde el cielo con un colador. Ella se
recogió el pelo maquinalmente en cuanto llegó a la calle. Para una vez que se
lo alisaba y tenía que mojárselo nada más salir del portal. Por dentro se reía
de la ironía de que una norteña fuese sorprendida por las nubes en aquella
ciudad de calor infernal sin un mal paraguas que llevarse a la testa. Imposible
comprarse uno de camino; incluso los chinos necesitan dormir.
Caminó resignadamente por calles y avenidas, pegándose a
los muros de los edificios y sintiendo que la lluvia la envolvía sin apenas
tocarla. Supuso que para cuando llegase a su destino tendría una fantástica
aureola rizada enmarcándole el rostro. De cuando en cuando algún reguero le
resbalaba por las mejillas, que ella se apresuraba a secar para que no se le
formasen surcos en el maquillaje. Sólo
hay una oportunidad para causar una primera impresión, dicen.
Entre gota y gota, la ciudad se desplegaba ante ella gris y
húmeda. Ambas se conocían desde hacía años y estaban acostumbradas a vigilarse por
el rabillo del ojo con desconfianza mutua. Los escenarios que recorría volvían
a ser los mismos de antaño; los ruidos ensordecedores, los olores, las
texturas: todo seguía igual. Hasta la ardilla que llevaba en el bolso era
exactamente la misma. Quizás fuese ella la que había cambiado, independientemente
de cómo llevase el pelo o de las capas extras que se aplicase sobre el cutis.
Sus pasos la condujeron bajo los árboles de un paseo familiar.
Un gigante todavía somnoliento y vacío la aguardaba en mitad del sendero
revestido de incredulidad. ¿De verdad estaba allí? Ella lo rodeó con cautela,
casi de puntillas, para evitar despertarlo, y se dirigió a una puerta mucho
menos solemne pero mucho más real.
Hizo una pausa antes de franquear el umbral. Respiró hondo. Ya
eran las nueve.
Las segundas oportunidades pueden empezar un lunes.
Lloviendo.
¡Feliz Día del Libro!