miércoles, 18 de febrero de 2015

Halvdele

Hay una perplejidad danesa que me tiene tan boquiabierta que prefiero hablar de ella más detenidamente en lugar de limitarme a citarla en una lista.

En el trabajo de mi ama hay dos humanas que tienen caballos. Eso no me sorprende: a los simios les encanta sentirse propietarios de todo lo que les rodea. Como ejemplo ahí tengo a mi dueña, a la que denomino así por comodidad y para no dañar su frágil autoestima, pero no porque verdaderamente considere que tiene cualquier tipo de aspiración legítima a poseerme. Solo me faltaba eso.

El caso es que estas humanas tienen caballos, sí, pero no los tienen enteros. Tienen solamente medio caballo. Y lo grave es que no se trata del mismo, sino de jamelgos distintos, lo que implica que en algún lugar de Copenhague hay otros dos simios que también poseen otros dos medios caballos. Si eso lo extrapolamos a una sección amplia de la población de la ciudad, obtenemos que la capital de Dinamarca está plagada de humanos altos y rubios que comparten sus corceles con otros tantos humanos altos y rubios.

Honestamente, esto de poseer animales en régimen de multipropiedad se me antoja una verdadera rareza. ¿Cómo dirimirán con qué pedazo se queda cada uno? ¿Tendrá más prestigio el propietario de la parte delantera de un equino que el poseedor de los cuartos traseros? ¿Pagará más? ¿Qué sucede si dos dueños se enemistan? ¿Acuden acaso a un mediador que, cual Salomón, se pone voluntario para partir al noble bicho en dos mitades con una sierra eléctrica? Se me pone el pelaje de punta solo de pensarlo. ¿Existirá este cooperativismo con otros animales? ¿Se podrá tener un tercio de perro, o un quinto de gato? Y sobre todo, ¿qué pasa con las ardillas? ¿También nos venden por partes?

Creo que es vital obtener una respuesta a esta pregunta antes de que mi ama se asiente demasiado en el país y un día me salga con que le ha vendido mi cola a un vikingo que pasaba por la calle, que yo de estos vikingos todavía no me fío un pelo (nunca mejor dicho) y no me extrañaría que la quisiese para forrarse el cuello de un abrigo. 

domingo, 15 de febrero de 2015

Skyderier

Los simios a veces se comportan de maneras que, por mucho que lo intente, creo que jamás llegaré a comprender plenamente. Precisamente por ello he decidido limitarme a narrar asépticamente los hechos tal y como los vivimos nosotras, sin interpretaciones de ningún tipo.
Ayer pasamos el día fuera de Copenhague. Nos marchamos sobre las 10:30 de la mañana y no regresamos hasta después de las 18. Fue un día fantástico para todas porque mi ama y su amiga bípeda aprendieron cosas muy interesantes sobre realidades teñidas de rosa y humanas innovadoras, mientras que yo me divertí de lo lindo corriendo, saltando y trepando por los árboles de un jardín con vistas al mar.
Cuando regresamos a la ciudad caminamos desde la Estación Central hasta un café donde mis simias pudieran avituallarse convenientemente de un chai latte y un muffin de ruibarbo, y allí permanecimos hasta pasadas las nueve de la noche. Fue en ese lugar donde nos llegaron (desde España) las primeras noticias de lo que había sucedido aquella tarde en otro café, situado justo detrás de la piscina donde va a nadar mi ama pero afortunadamente bastante alejado de donde nos encontrábamos. Por lo que pudimos observar, ni la ciudad ni los ciudadanos daban muestras de haber sufrido conmoción alguna. La vida a nuestro alrededor seguía como siempre, hasta el punto de que nos preguntamos si los daneses que compartían espacio con nosotras estaban al corriente de las novedades.
Volvimos a casa andando tranquilamente, comentando los eventos, y nada más llegar sintonizamos la CNN –dado que intentar seguir los informativos en danés habría resultado completamente inútil– para enterarnos mejor de lo ocurrido. Quizás fuese producto de que el presentador hablase en otro idioma, pero al menos yo tenía la sensación de que todo aquello había ocurrido a mucha distancia de nosotras, en una Copenhague paralela inmersa en un drama cuya onda expansiva no podía alcanzarnos.
Esta mañana, al levantarnos, la sensación volvió a ser similar. Esta vez las balas habían volado aún más cerca de nosotras: vivimos apenas a cuatro calles de la sinagoga atacada. Sin embargo, a las diez de la mañana la ciudad ofrecía el mismo aspecto que un domingo cualquiera: las agujas de las iglesias zaherían las nubes con sus pináculos verdes, las campanas rasgaban el aire pesado del invierno danés y la luz lechosa de los días fríos invadía todo. Lo único que era distinto era el ocasional zumbido de los helicópteros y que, por un instante, pude leer el miedo en la cara de mi dueña. Duró poco, el tiempo que tardó en repetirse que el presunto asesino había sido identificado y abatido durante la madrugada, pero vi la sombra de una pregunta recorrer su entrecejo: “¿De verdad ha terminado todo?”.

¿Lo ha hecho?

No lo sé. Solamente puedo cruzar las garras para que así sea. No me gusta ver a mi ama alarmada. Se vuelve escalofriantemente seria y silenciosa.


[Gracias a todos los que en las últimas veinticuatro horas se han inquietado por nosotras y se han tomado la molestia de hacer visible su preocupación a través de todos los medios de comunicación a nuestra disposición].

Velata

Cada chasquido del obturador era un pequeño estallido de curiosidad y esperanza. Curiosidad producto de la expectativa al no poder ver inmediatamente una fotografía sacada con una cámara analógica –las nuevas tecnologías generan seres impacientes. Esperanza en que la imagen capturada en aquella película fotosensible le devolviese, por sorpresa, un reflejo digno de ser contemplado.
Siguiendo las instrucciones de los ojos y los dedos parapetados tras el visor, su mirada recorría puntos invisibles del espacio y sus manos se entrelazaban ocultando parcialmente pedazos de su rostro. Su sonrisa fluctuaba entre el escepticismo y la picardía, mientras sus labios se curvaban en muecas ridículas, porque construirse una máscara ficticia sobre la propia piel resultaba mucho más sencillo que exponerse con completa seriedad a que el objetivo penetrase hasta lo más profundo de sus pensamientos.
Permanecer así, frente a la cámara, estática, a la luz de una vela, le inspiraba una especie de pudor extraño, una sensación de desvalimiento, incluso un leve miedo absurdo e irracional. Exigía un grado de abandono ante la voyeur del otro lado del cristal, un sometimiento a sus dictados, la concesión del permiso para observarla y verdaderamente verla. Hay desnudeces para las que no es preciso quitarse la ropa.  
Entre ella y la lente flotaban el eterno interrogante inconfesable, el mismo anhelo silencioso. Quizás fuese una súplica. Por favor, enséñame a mirar. Muéstrame. O mejor, demuéstrame. Conviértete en prueba tangible de las concesiones que jamás realizan los espejos. Golpéame con la certeza suficiente para que no pueda negarte –negarme–, para que no logre parapetarme tras subterfugios técnicos o acusarte de falacia. Persuádeme, convénceme. Por favor.

Gira un poco la cabeza. 
Vista al frente. 
No sonrías tanto. 
Quieta. 
Ahora mírame.

[Click]. 

Arengas mormonas

¡He recibido a mi primera visitante! Y sí, lo digo en primera persona porque, mal que le pese a mi ama, la bípeda que estuvo con nosotras hasta esta tarde vino a verme a mí en primer lugar y después, por esto de tener a alguien que le abriese la puerta de casa, a mi dueña. No en vano, cuando ambas humanas se encontraron, y una vez se hubieron saludado convenientemente, la recién llegada preguntó inmediatamente por mí. Set y partido para la ardilla.
Mi invitada es, por tanto, la responsable indirecta de que desde el lunes no haya habido actualizaciones en el blog. He estado ocupada ejerciendo de anfitriona perfecta porque visto que mi ama tenía que trabajar entre semana yo me encargué de acompañar a nuestra amiga por las calles de Copenhague, escondidita en su bolso, que afortunadamente es algo más amplio que el de mi dueña y me permite estirarme con mayor comodidad.
Hemos pasado cuatro días recorriendo vías empedradas y cruzando canales, visitando museos de todo tipo, participando en conciertos y performances barrocas, probando comidas típicas y no tan típicas, mutando el chai latte de placer en adicción, intercambiando confidencias, equívocos lingüísticos o recuerdos y, en general, descubriendo que formamos un buen trío viajero. No habremos comido arenques, pero eso podemos dejarlo para la próxima vez que nuestros caminos se crucen en un puerto de mar, o en sus inmediaciones.
Lo único que no me convence de deberle una visita a esta simpática humana es que me consta que convive, además de con otro simio, con un par de criaturas peludas y felinas a las que los lectores de este blog recordarán que no les tengo demasiado aprecio. Por esto del instinto de conservación, principalmente. Me parece que el día que me decida a ir a verla voy a tener que ir armada con un casco y un escudo. Volunti, la ardilla vikinga.
Pues ahora que lo pienso me gusta el título.
Salgo un momento a conseguirme un drakkar  y vuelvo. 

lunes, 9 de febrero de 2015

Begivenhed

Ayer, ocho de febrero, se cumplía un mes de nuestra llegada a Dinamarca y, para celebrarlo, nos fuimos a pasar el día a Malmö. Porque qué mejor modo de festejar tu lunaversario (por llamarle algo, visto que tildarlo de aniversario me parece excesivo) en un país que marchándote al de al lado.
Por si alguien se está preguntando qué tal la excursión, solamente diré que Malmö es como Copenhague: el idioma es igual de incomprensible, la arquitectura es prácticamente la misma, los canales siguen ahí y también pagan en coronas, aunque las suyas valen menos que las danesas. Será que sus reyes tienen cabezas más pequeñas.
En fin, el caso es que haciendo balance de estos primeros treinta y dos días perdidas entre las nieves nórdicas, los canales y las casas de colorines, he decidido elaborar dos listas para evaluar el nivel de adaptación de mi dueña a su nuevo lugar de residencia:

Detalles en los que mi ama se ha vuelta danesa:
  • Ha dejado de traducir los precios a euros. Todo es caro, y punto.
  • Tiene hambre a las 12 de la mañana y es capaz de pasar la jornada a base de ensaladas.
  • Mira por defecto dos veces antes de cruzar: una a la carretera y otra al carril de bicicletas.
  • Ha superado con éxito sus primeras dos sesiones en una sauna pública sin morirse de pudor al quitarse la toalla.
  • Se quita los zapatos al entrar en casa a pesar de que solamente conviva con una ardilla a la que le da exactamente igual cómo se desplace por el suelo con tal de que la alimente.

Detalles en los que mi ama continúa siendo incorregible:
  • Sigue cenando a las 8 y pico o a las 9. De hecho, el plato nacional danés (el smørrebrød) todavía le inspira cierta desconfianza.
  • No es capaz de decir más de cuatro o cinco palabras en el idioma local, ni de entender nada de lo que le digan.
  • Recuerda con nostalgia aquellos tiempos en los que en su vida había un plato de ducha.
  • No acaba de caberle en la cabeza que los daneses puedan ir a trabajar en bici todos los días sin a) pillarse una triple pulmonía y b) matar a todos sus colegas de oficina en cuanto levantan un brazo.
  • Se niega a no poder preparar comida casera durante un mes, por lo que le ha pedido a una bípeda amiga suya que se apiade de ella y le preste la cocina. Este ha sido el resultado: casi cuatro horas entre fogones, dieciséis tuppers y un congelador lleno hasta los topes.

[A la luz de este último dato, me permito advertir una única cosa a los daneses respecto a mi señora humana: podréis castigarla sin cama o sin electrodomésticos, podréis condenarla a sentir síndrome de Estocolmo cada vez que sale el sol y podréis resfriarla hasta que se quede sin nariz o congelarla hasta que se le caigan los dedos, ¡pero jamás le quitaréis sus lentejas!]

Y con esto, el catarro, la bípeda y yo nos vamos a la cama. ¡Feliz lunes a todos!

lunes, 2 de febrero de 2015

Træk

Hay un dicho que sostiene que hay una primera vez para todo. Los humanos son así de exagerados. Prefieren abarcar la totalidad de experiencias que pueden cruzarse en la vida de un bípedo antes de plantear la frase como es debido: cualquier cosa tiene su primera vez.
Las primeras veces tienen casi siempre algo de emocionante: un cosquilleo en la punta de las patas, un erizamiento en los pelos de la cola, una sensación de curiosidad y expectación por lo que está por venir y la duda de si los recursos que poseemos en el presente serán suficientes y adecuados para superar airosamente ese primer encuentro con un futuro que desconocemos.
Todo este circunloquio viene a preludiar la aventura del día: mudarse.
Cambiarse de casa en Copenhague no es como cambiarse de casa en Venecia, evidentemente. También hay puentes y canales, pero aquí sortearlos resulta mucho más sencillo. En este caso lo que complicó la gymkana para mi dueña fue que empezase a nevar a las 8:30 de la mañana y ya no decidiese parar en el resto de la jornada. Di tú que a mí la nieve me importaba más bien poco porque a) mi medio de transporte habitual en una mudanza es mi detestada Samsonite y b) soy peludita, calentita y adorable, pero por las miradas intranquilas de mi ama cada vez que se acercaba a la ventana deduje que ella no opinaba lo mismo que yo.
Era la primera vez que nos mudábamos bajo la nieve.      
La cosa resultó menos penosa y más breve de lo esperado. En apenas dos viajes mi dueña me depositó sana y salva en nuestra nueva morada, afortunadamente para mí sin que se rompiese la crisma durante el traslado (de los dos patinazos que pegó rumbo al supermercado un par de horas más tarde mejor no hablamos).
Nuestra nueva casita es chiquitina pero muy acogedora. Los daneses la definirían como hyggelig, que es una palabra de la que están muy orgullosos porque dicen que es un concepto que no existe en ningún otro idioma. Ocupamos un apartamentito en la planta baja de un edificio muy antiguo en el que nació, hace mucho tiempo, un señor barbudo que acabó fundando la institución para la que trabaja mi ama. Bueno, imagino que cuando nació no tendría barba porque estos simios del norte son muy lampiños. La ciudad antes debía de ser mucho más pequeña, o el señor muy rico, o ambas cosas, porque estamos al lado de una de las vías comerciales más importantes de Copenhague. A pesar de ello, nuestra calle es silenciosa y tranquila, y el dormitorio da a un gran patio de color anaranjado protegido por un portón, bordeado de más viviendas y con alguna que otra bicicleta.
¡Nuestra primera vez viviendo solas en Dinamarca!
Explorar la casa nos llevó verdaderamente poco porque es ciertamente pequeña, de modo que resulta perfecta para una humana de talla media como la mía. Abrimos todos los cajones, todas las alacenas y hasta la trasera de un sofá. Menos mal que resultó ser una cama, porque de lo contrario nos lo habríamos cargado. Constatamos, para nuestro alivio, que había edredones como para escenificar el cuento de la princesa y el guisante (algo que, dado que estamos en la patria de Andersen, habría sido de lo más pertinente) y que incluso teníamos equipo de música y televisión (que mi ama aún no ha logrado ver porque las instrucciones están en danés y no encuentra el botón de encendido).
Sin embargo, las primeras veces no habían terminado todavía. Se amontonaban todas detrás de una puerta. Será nuestra primera vez en una casa sin vasos y sin lavadora. También será nuestra primera vez en una casa sin plato de ducha y cuyo desagüe se encuentra del lado opuesto del que está la columna, lo que implica que todo el suelo del baño está inclinado hacia el lavabo. Puede parecer una tontería, pero sentarse en un inodoro en ángulo agudo tiene su técnica.
No obstante, sin lugar a dudas el mayor desafío será sobrevivir a nuestra primera vez en una casa sin cocina. Solamente hay un microondas, un calentador de agua, una tostadora y un fregadero. No cabe nada más. Ah, y la luz de ese habitáculo y la del espejo del baño están conectadas, de modo que si vas a calentar un vaso de leche de paso te puedes depilar las cejas. Que conste que a mí este es un tema que ni siquiera me afecta, pero mi dueña parecía verdaderamente consternada.
Se me ha ocurrido, para animarla, que la propuesta interactiva de esta temporada sea el envío de recetas que se puedan preparar en el microondas. Las iré publicando en una pestaña específica por si hay algún otro bípedo por ahí que tampoco tenga cocina, o no sepa usarla. Como siempre, esta ardilla de cuatro garras está disponible aquí.
Por suerte para ambas, mi humana se olvidó temporalmente del drama culinario cuando descubrió un libro bastante voluminoso y un poco ajado en la estantería del salón. Lo tomó con cuidado y lo abrió sobre la mesa. Empezaba en 1982 y sus páginas estaban llenas de cientos de caligrafías diferentes: se trataba del libro de visitas del apartamento. En sus hojas los anteriores ocupantes del piso daban las gracias por su tiempo en Copenhague, contaban algunas de las cosas que habían hecho (visitar museos, investigar, escribir…) y firmaban no solamente con su nombre, sino también con el cargo que ocupaban cuando estuvieron aquí. Mi ama se encogió un poco en la silla al ir leyéndolos. ¡Han pasado muchos bípedos importantes por este sitio! Y todos, sin excepción, han sido felices; simplemente con un microondas y un calentador de agua.
Tras leer unas cuantas páginas llenas de agradecimiento y de entusiasmo, mi ama levantó la vista del libro y se quedó un instante mirando por la ventana. Afuera seguía nevando, pero los copos solamente se veían cuando algún coche los iluminaba con sus faros. De pronto, su ensimismamiento se transformó en un gesto de incredulidad y me di cuenta de que acababa de percatarse de que, en aquel preciso momento, ella estaba del otro lado de una de las ventanas iluminadas de sus paseos sin rumbo. La paciente del síndrome de Copenhague había recibido, sin pedirlo, el regalo de conocer qué se siente del otro lado del cristal.
A partir de esa revelación dejaron de importar las lavadoras o los desagües. Las primeras veces pueden, en ocasiones, resultar abrumadoras, pero eso es porque casi siempre constituyen un reto. El nuestro será que dentro de un mes, cuando nos toque marcharnos de nuevo, dejemos también nosotras un rastro de palabras lleno de genuina gratitud. Nuestro desafío será intentar ser tan felices como los fantasmas inalcanzables que mi ama imaginaba, tras vidrios empañados, en la penumbra de un salón con velas. 


domingo, 1 de febrero de 2015

Galehus

Llevo en torno a una semana dudando sobre si escribir esta entrada o no, pero en vista de acontecimientos recientes finalmente he decidido ponerme garras a la obra. Aviso: esta va a ser una narración larga y bastante farragosa, por lo que pido disculpas por adelantado. Es aconsejable leerla con calma y con un par de arrobas de paciencia.
A lo largo de su vida mi ama ha vivido en la nada desdeñable cantidad de quince casas, contando la de sus señores progenitores. Ha tenido compañeros de piso de lo más variopinto y se ha encontrado en situaciones cuanto menos curiosas, pero creo que el lugar en el que hemos pasado las últimas tres semanas quedará en los anales como uno de los sitios más peculiares que jamás haya habitado.
Hace cuatro entradas ya adelanté que nuestra primera casita danesa, con sus maderas crujientes, era una residencia provisional y en transición entre inquilinos entrantes y salientes. Se trataba entonces de una declaración neutra e informativa, pero creo que es preciso aclarar más pormenorizadamente las implicaciones de esta transitoriedad.
Que unos inquilinos salgan y otros entren implica, en primer lugar, varias mudanzas. En una casa con cinco dormitorios, significa concretamente diez mudanzas: cinco salientes y cinco entrantes. Cuando nosotras llegamos tres de los inquilinos anteriores ya se habían marchado, por lo que nunca llegamos a conocerlos, pero quedaban todavía otros dos: una bípeda y un vikingo rubio de 193 centímetros, de los cuales el último todavía residiría en el piso hasta finales de enero, o sea, ayer. Por otro lado, había cinco inquilinos nuevos que tenían que entrar en el piso y, dado que en enero la mayoría de sus ocupantes anteriores no iban a estar, decidieron hacerlo escalonadamente.
Cabe puntualizar una curiosidad que no he mencionado hasta ahora entre las perplejidades danesas: en este país las habitaciones y las casas se alquilan mayoritariamente vacías. Vamos, tienen neveras, cocinas y bastantes de ellas lavadoras, pero hasta ahí. Eso quiere decir que cuando te cambias de lugar de residencia te lo llevas todo. Absolutamente todo. Es por esto que cuando mi ama entró en el piso tenía tazones y platos y cuarenta y ocho horas más tarde, cuando la bípeda que faltaba se marchó, de pronto había desaparecido una alacena de la cocina, la ducha ya no tenía barra ni cortina, faltaban sillas y solamente quedaba una sartén, propiedad del vikingo restante. Como efecto colateral, mi dueña heredó una mesa en la que apoyar el ordenador –hasta ese momento en su habitación solamente había una cama, un espejo y una lámpara que no funcionaba, así que pasamos nuestra primera noche a oscuras hasta que pudimos pedir prestado un flexo en la oficina–­ y la posibilidad de utilizar una bicicleta –a la que todavía no ha tenido el coraje de subirse–, así que se dijo que la cosa no empezaba mal.
La cosa se volvió completamente surrealista en el momento en el que el baile de objetos se convirtió en un baile de individuos. Tras una primera semana en solitario con el vikingo de la habitación de al lado –que por cierto comunicaba con la nuestra– el fin de semana siguiente se mudó uno de los nuevos inquilinos que, casualidades de la vida, se llamaba exactamente igual que el vikingo. Durante una semana estuve convencida de que todos los daneses se llamaban igual, algo que me parecía al tiempo confuso y muy práctico en términos mnemotécnicos y organizativos.
Ese segundo danés lleva dos semanas viviendo en cada habitación de la casa porque la suya es, en realidad, la nuestra, pero como no la puede ocupar hasta mañana se ha ido instalando en los espacios vacíos y se ha ido desplazando conforme el resto de bípedos han ido tomando posesión de sus respectivos habitáculos. Con él se ha traído millones de cajas y, en mi opinión de ardilla, un ligero síndrome de Diógenes, de modo que la habitación contigua a la nuestra –que no es la misma que ocupaba el vikingo rubio sino la otra porque tenemos dos puertas– parece un enorme trastero. También se ha traído una hermosa colección de camisas que, por arte de magia, aparecieron en nuestro armario mientras estábamos en Odense sin que mediase ninguna explicación para su repentina presencia entre nuestras perchas.
Por el medio de todo esto, en un punto indeterminado de la segunda semana de pronto llegamos a casa por la tarde y descubrimos que la cama que hacía las veces de sofá en la sala ahora estaba colocada en la habitación-trastero porque la bípeda que teóricamente se había ido el primer fin de semana había decidido venir a dormir un par de noches al apartamento. Creo que fue más o menos a esas alturas cuando comenzamos a darnos cuenta de que resultaba imposible predecir la cantidad de personas que dormían cada noche en nuestra casa porque no todos aparecían siempre, así que dejamos de llevar la cuenta.
El tercer fin de semana llegamos a casa tras un paseo por la ciudad y encontramos que en el salón había una familia danesa al completo comiendo pizza, con dos niños menores de seis años correteando por la casa incluidos. Mi dueña se quedó paralizada en el umbral de la puerta, mirando a derecha e izquierda, porque durante unos instantes creyó que se había metido en el piso equivocado. Pero no, se trataba de la mudanza de una nueva bípeda que, mira tú por dónde, también compartía nombre con la chica que vivía antes en nuestra habitación y a la que nunca llegamos a conocer en persona, pero con la que cruzamos varios e-mails.
Recapitulando: la primera semana vivimos juntos el vikingo, mi dueña y yo. La segunda semana ya éramos cuatro: mi humana, los daneses tocayos y yo, con la aparición estelar de la increíble bípeda fluctuante ahora-me-ves-ahora-no-me-ves. Finalmente, esta última semana hemos sido cuatro humanos y una ardilla: los dos simios con nombres repetidos, la humana nueva, mi ama y yo.
Ayer terminaba enero y, con él, el contrato antiguo, de modo que el vikingo rubio se pasó la jornada empaquetando sus cosas. En breve explicaré por qué esto es relevante. Simultáneamente, los otros dos daneses nuevos aprovecharon la jornada para mudarse también. Lo hicieron con un séquito de amigos, familiares y latas de cerveza, de manera que cuando mi ama se puso hacer la comida había seis daneses completamente desconocidos sentados en el salón bebiendo Tuborg, un maremágnum de muebles distribuido de cualquier forma por habitaciones y pasillos y un guirigay considerable (e incomprensible).
Volvamos al vikingo rubio. Dado que era el único que quedaba del grupo de inquilinos previos quedó encargado de disponer de los muebles que los ocupantes anteriores hubiesen dejado allí porque, repito, en Dinamarca las casas se entregan vacías. Después de reclamar muy justamente la almohada que nos había prestado durante este tiempo nos informó de que hoy, domingo, un amigo suyo vendría a recoger las cosas que él no podía llevarse consigo.
Así nos plantamos en esta mañana, a eso de las 10:30, cuando nos despertó un leve toque en la puerta: venían a llevarse nuestra cama. Así, tal cual. Le quitaron las patas y se la llevaron escaleras abajo.
No es que nos pillase por sorpresa, lo reconozco. Sabíamos que la cama no era nuestra y que por tanto vendrían a por ella, pero ruego a la audiencia que por favor nos imagine a mi ama y a mí, yo hecha un ovillo y ella enfundada en un pijama de franela y con ojeras hasta los pies, recién levantadas y observando la situación desde la habitación-trastero. En serio, mi ama ha vivido en lugares muy extraños, pero en ninguno le habían quitado directamente el lecho mientras lo estaba usando.
En el momento de escribir estas líneas la cocina vuelve a estar llena de tazas, platos y vasos, y la casa ya tiene a cuatro de sus cinco habitantes definitivos. La vida se reanuda tras una cesura; es como si mi ama y yo nos hubiésemos colado en este lugar a través de una rendija en el tiempo. Mañana dormiremos en nuestra decimosexta casa y el ciclo de aventuras surrealistas en el mercado inmobiliario seguirá su curso. Por lo pronto, en nuestra última noche en este piso dormiremos en la cama que antes era sofá y que, por suerte para nosotras, todavía no ha reclamado nadie –aunque, visto lo visto, yo no cantaría victoria todavía.