Érase una vez una ciudad. Se trataba de una de estas
ciudades perezosas y letárgicas, que de tanto hibernar se habían vuelto
completamente horizontales y planas. Su sol, en vez de vertical, se alzaba
diagonal sobre calles empedradas, y cuando se ocultaba una luz lechosa y densa
lo invadía todo.
Esta ciudad, además, tenía una peculiaridad que no muchas de
sus hermanas compartían: su piel estaba agrietada y surcada por un sinfín de
quebradas que, con los años, se habían ido llenando de agua. La ciudad había
oído hablar de una de sus primas lejanas del sur, también anciana y arrugada, o
de su medio hermana del norte, pero las imágenes que había visto de ambas le
habían devuelto un reflejo con el que no se sentía en absoluto identificada.
La ciudad era distinta porque tenía un sueño. Era uno de
esos sueños modestos, de los que uno arrulla por las noches antes de dormirse
porque no se atreve a perseguirlos durante las horas de vigilia: quería
aprender a silbar. Puede parecer un anhelo absurdo y, de hecho, la ciudad se
avergonzaba un poco de perder el tiempo con semejantes quimeras. ¡Una ciudad
silbando, valiente tontería! ¡Las ciudades no están para eso! Y, sin embargo,
cada vez que el viento del norte venía a visitarla y se enredaba torpemente
entre sus calles empedradas y sus surcos salados, la ciudad cerraba por un
momento los ojos y se imaginaba a sí misma aprendiendo a domeñar aquellas
ráfagas caprichosas que la sacudían sin orden ni concierto (nunca mejor dicho,
por otro lado). Pero ¿cómo aprender? ¿Quién podría enseñarla? Que ella supiera,
no existían manuales para los silbidos urbanos, de modo que se limitaba a pasar
los largos meses de invierno sumida en sus ensoñaciones mientras la oscuridad
velaba sus fantasías.
A veces la vida cambia de la noche a la mañana. En aquel
caso, no obstante, cabe advertir que la noche era tan larga que su transición a
la mañana duró unos cuantos meses. En ocasiones, también, las cosas cambian sin
que uno sea consciente de que están cambiando. Sucede poquito a poco, con
golpecitos pequeños que, de pronto, un día se descubren como virajes de timón
que han alterado completamente el rumbo de las circunstancias.
A pesar de que la ciudad tenía mucha experiencia en lances
náuticos (al fin y al cabo, el agua era una parte indisociable de ella), era
bastante torpe en lo tocante al uso de sextantes y astrolabios. De esta forma
no resulta sorprendente que se le fueran pasando, una por una, las indicaciones
marcadas en las estrellas. Cabe añadir en su defensa que aquel invierno en
concreto el cielo estaba cubierto tan a menudo que hacía muy difícil escudriñar
el firmamento.
La primera señal fue un tamborileo constante y monocorde:
taca-taca-taca-taca-taca. Procedía de las ruedas de sendas maletas, una grande
y otra pequeña, al arrastrarse pesadamente por los pavimentos adoquinados que formaban
su piel urbana. Cada traqueteo tenía un timbre distinto, acorde con los
diversos tamaños de sus causantes. Inmersa como estaba en su letargo, la ciudad
entreabrió un ojo, chistó a la recién llegada para que se callase y siguió
durmiendo a plaza suelta.
Después vinieron las incidencias melódicas. Al más puro
estilo blitzkrieg, la ciudad empezó a
sentirse agitada en los momentos más inesperados por ondas sonoras procedentes
de los rincones más variopintos: baladas en hindi, canciones españolas, percusiones
orientales… Las guerrillas de redondas y corcheas se apostaban entre la niebla
que rodeaba la torre del Rådhus, flotaban sobre sus grietas líquidas y se le
colaban entre las dobles ventanas blancas de sus casas. ¡Menuda pesadez! ¡Así
no había quien durmiera tranquilo! Como a moscas, la urbe las espantaba a base
de farolazos o de estornudos, pero las muy recalcitrantes continuaban
asediándola sin descanso.
Por fin, cuando los días comenzaron a crecer y la ciudad
empezó a desperezarse y a sacudirse las telarañas que le habían ido creciendo
sobre las barandillas, aparecieron los velocípedos. Los velocípedos se
desplazaban sobre ella a una velocidad endemoniada, haciéndole cosquillas y
provocando que de vez en cuando se le escapasen carcajadas similares al
estallido de fuegos artificiales. Pero los velocípedos eran mucho más que
plumeros de caucho o rascadores de espaldas: los velocípedos eran domadores de
vientos. Cuando las ráfagas de aire del norte se deslizaban alocadamente por
las calles de la ciudad, los velocípedos las atrapaban entre los radios de sus
ruedas, las retorcían, les imprimían un movimiento giratorio y cuando estaban
convenientemente mareadas las propulsaban hacia atrás para que quedasen
prendidas de los filamentos del portabultos. De ese modo, los velocípedos
llevaban tras de sí una larga estela de brisas y corrientes, céfiros y
boreales, hasta el punto de que resultaba complicado establecer si su celeridad
provenía de ellos mismos o del viento que soplaba por sus colas.
Lo más importante de todo, sin embargo, era que los
velocípedos tenían tripulantes. Los tripulantes estaban acostumbrados al
repiqueteo de su equipaje contra los suelos de otros lugares y, a fuerza de
viajar, habían amoldado el ritmo de sus pasos al de la percusión de su bagaje.
Las guerrillas musicales que tanto habían perturbado el sueño urbano de su
nueva residencia no eran sino ellos mismos intercambiando frecuencias en las
que reconocerse los unos a los otros como miembros de la misma colonia de aves
migratorias. Eran algo así como los cantos de las ballenas.
Los tripulantes, además, sabían silbar. Sabían aspirar aquel
aire frío y rebelde que tanto azotaba los costados de ladrillo de la cuarteada
ciudad para devolverle de nuevo la libertad convertido en melodías. No se arredraban
cuando este los vapuleaba, cuando les abofeteaba la cara al doblar una esquina
ni cuando pasaba a su lado ululando sin control y amenazando con hacerlos caer
al suelo. Resistían pacientemente, dividían cada torbellino en hebras y los
convertían en canciones mansas y dóciles.
La ciudad los admiraba en silencio, similar al de las aguas
tranquilas y esmeriladas de Islands Brygge al atardecer. Quizás también los
envidiase un poco, quién sabe. Con las ciudades acuáticas uno nunca tiene claro
a qué atenerse. El caso es que tal vez por timidez, o tal vez por orgullo, la
ciudad se resistía a preguntarles cómo lo hacían.
Por suerte para ella, no le hizo falta: en ocasiones el
universo conspira a tu favor. Aquella recién llegada de las maletas, la
caminante intempestiva que la había despertado tan desconsideradamente un
jueves de enero por la tarde, no dominaba las artes velocipédicas tan
perfectamente como el resto de tripulantes. A lo mejor no las había aprendido
de pequeña, o puede que sus aptitudes rodantes no fuesen tan buenas como las de
sus congéneres. Probablemente nunca lo sepamos, si bien los motivos de su
ignorancia no vienen al caso de esta historia.
Lo realmente relevante es que la recién llegada tuvo que
aprender ella también a doblegar vientos, a combatir tempestades y a enfrentar
muros de aire. Ella también tuvo que plantearse cómo malear un torbellino, cómo
redondearlo y cómo domesticarlo para pasearlo tras ella por el borde de un lago
o entre bosques habitados por ciervos blancos. Junto a ella, la ciudad
observaba. Medía. Calculaba. Comprobaba que la agudeza o la gravedad de una
nota dependían de la anchura del hueco por el que transitara, del caudal que lo
atravesase y de la presión que adquiriera.
Hasta que un día, por fin, la ciudad empedrada y quebrada se
dio cuenta de algo: silbar era mucho más sencillo de lo que creía. Ya tenía los
huecos, los canales y los caudales; ahora solamente era cuestión de destreza.
Ella, por sí misma, era un órgano horizontal.
La recién llegada, que ya no lo era tanto y que finalmente
había aprendido a frenar con los pedales en los semáforos en rojo, se
sorprendió un amanecer al escuchar un extraño trino de pájaros junto al
Kastellet. No era capaz de reconocer a aquella especie. ¿De qué clase de ave se
trataría? ¿Un gorrión, una garza, un cisne? La ciudad, mientras tanto, reía por
lo bajo entre gorjeos.
La vida, en efecto, oculta giros
inesperados: a partir de aquel momento su canto se quedaría enredado entre los
cabellos broncíneos de una sirenita que, seis meses antes, había surcado los
mares para ir a buscar a aquella torpe amazona de velocípedos que, por azares
del destino, acabaría ayudándola a cumplir su sueño.