sábado, 31 de enero de 2015

Perplejidades danesas (II)

  • En Dinamarca todas las cerraduras giran invariablemente en dirección contraria a lo que te indica tu instinto.
  • Las crías de los bípedos daneses acostumbran a dormir al fresco dentro de sus cochecitos (y con “al fresco” me refiero a 1 o 2ºC) mientras sus progenitores comen o compran en el interior de los establecimientos.
  • Los daneses son un pueblo apacible hasta que se suben a una bici y el ciclista de delante de ellos se olvida de indicar que va a detenerse.
  • Un paraguas es un artilugio superfluo que sirve para distinguir a los turistas de los locales. Dado que mi ama rompió el suyo en su primer paseo por Copenhague, lleva tres semanas siendo danesa.
  • El equivalente danés de Boots se llama Matas, lo que para un hispanoparlante resulta muy poco tranquilizador.
  • Mientras en los demás países la leche se agrupa en entera, semidesnatada y desnatada, en Dinamarca la cosa va por porcentajes: 0,1, 0,3, 0,5, 1,5, 1,8… Mi humana todavía no tiene muy claro si compra leche o agua blanca.
  • El té de membrillo es una realidad.

miércoles, 28 de enero de 2015

København syndrom

Mi ama lleva un par de semanas aquejada de una rara enfermedad que yo, en mi ignorancia de la fisiología humana, desconozco completamente. Dado que sé que algunos de los lectores de este blog están más versados en medicina simia que una servidora, he decidido proceder a la descripción de sus síntomas por si alguien desea darme algún consejo al respecto. He bautizado este extraño estado como síndrome de Copenhague, visto que Estocolmo ya estaba cogido.
El síndrome de Copenhague, también conocido como síndrome Ikea, suele manifestarse en adultos de ambos sexos, con mayor incidencia en aquellos individuos instalados en la precariedad económica y vital. Aqueja especialmente, pero no exclusivamente, a personas en la veintena o la treintena, y algunos estudios apuntan a que podría tener mayor impacto en grupos poblacionales migrantes. Se trata de un mal todavía muy poco estudiado y del que existe aún poca bibliografía específica.  
En el caso de mi ama, los síntomas aparecen predominantemente tras la caída de sol y la duración de los episodios oscila en función de lo que tarde en llegar a casa. La paciente observa inquisitivamente las ventanas brillantes de los edificios de la ciudad y curiosea disimuladamente tras los cristales de los hogares, cafés y restaurantes que se va topando en su camino. Cuando lo hace suele descubrir residencias impecablemente decoradas e interiores iluminados con velas porque, para agravar aún más su situación, en Dinamarca no existen las persianas. La moral protestante impone que, aunque no tengas nada que ocultar en tu entorno, tampoco tengas la manera de hacerlo.
El síndrome de Copenhague viene acompañado de un constante sentimiento de extrañamiento puesto que el enfermo tiene la sensación de ser un mero espectador de las vidas que suceden ante sus ojos y que, al igual que las existencias perfectas que intenta vender cada decorado de Ikea, percibe que no están a su alcance y que, inevitablemente, son más felices y completas que la suya. A pesar de que no se han registrados casos de delirio ni de pérdida de contacto con la realidad, una persona que sufre de síndrome de Copenhague tiene la impresión de que puede intuir nítidamente esas otras vidas que se desarrollan en una dimensión paralela a la suya.
A consecuencia de este razonamiento, la paciente experimenta simultáneamente algo de envidia, cierta frustración y un leve complejo de inferioridad porque es consciente de que, de todos modos, no podría costearse una vida como las que atisba entre los vidrios empañados del invierno danés. Desde fuera, se imagina a sí misma con las manos y la naricilla pegadas al escaparate de una panadería, una chocolatería o una tienda de tés –porque las debilidades son las debilidades, por mucho síndrome que se tenga – como si acabara de escaparse de las páginas de Oliver Twist o se hubiera transformado temporalmente en Sara Crewe.
Al término de la crisis, la paciente recupera el sentido común, abandona su universo literario y se ríe de sí misma (sobre todo en sueños), dejando a su ardilla patidifusa y desorientada. Hasta la fecha los únicos tratamientos descritos prescriben dosis variables de chai latte y sangrías de tinta, pero si alguno de los presentes conoce cualquier otro remedio más efectivo soy toda orejas. Temo que el día menos pensado le dé por llamar a una puerta cualquiera y suelte un “Me gusta tu vida, ¿puedo pasar?” que haga que me la expulsen definitivamente del país.


domingo, 18 de enero de 2015

Odense

Dinamarca está llena de islas. Algo así como Venecia pero a nivel nacional. En las islas habitan varios cientos o miles de bípedos agrupados, generalmente, por ciudades. Una de esas agrupaciones de simios se llama Odense y es la ciudad natal de un humano aparentemente bastante famoso apellidado Andersen.
Todo esto, sin embargo, me importaba más bien poco o nada cuando sonó el despertador ayer a las seis de la mañana y mi ama me sacudió enérgicamente (después de sacudirse a sí misma) para que despertara. Para un día que se estaba calladita en sueños…
Todavía bostezando atravesamos a paso ligero una Copenhague prácticamente desierta y oscura hasta llegar a la estación central, donde nos subimos a un tren junto con otros dos bípedos. Bueno, en realidad junto a muchos más bípedos, pero mi ama solamente conocía a aquellos dos.  
Cuando amaneció, el paisaje que nos recibió parecía tener tanto frío como nosotros al levantarnos. Los árboles se recortaban contra el cielo, estáticos y desnudos, mientras casitas de techos empinados se sucedían aquí y allá. De pronto, todo desapareció, y cuando salimos de la oscuridad a derecha y a izquierda solamente había mar y una carretera que, como la vía, discurría casi al nivel del agua.
Odense nos recibió de la forma menos acogedora posible: nevando. A las nueve de la mañana de un sábado la ciudad todavía dormía, de modo que vagamos ateridos y titubeantes por varias callejuelas hasta que dimos con un café en el que sentarnos a desayunar y a aguardar a que parasen de caer copos.
Afortunadamente las primeras impresiones a veces son erróneas. Odense resultó ser un lugar entrañable, pequeño pero vivo (aunque hay que admitir que las rebajas contribuían al hervidero de gente de las calles comerciales) y sembrado de casitas bajas de colorines como si acabasen de escaparse de las ilustraciones de un cuento de hadas. Y precisamente de cuentos iba la cosa, puesto que medio casco histórico está invadido de esculturas relacionadas con las historias del señor ese que mencioné antes. ¡Si hasta tiene un museo que cuenta su vida! Tendré que leerme alguno de sus relatos, a pesar de que tengo entendido que en sus cuentos hay más cisnes que ardillas; no sé si me caerá demasiado bien.
Tras dar vueltas por las calles, refugiarnos en tiendas de lo más inverosímil cada vez que llovía, morirnos de frío, sacar algunas fotos y en general ver todo lo visible, acabamos recalando en un café recomendado por un amigo de mi dueña. Allí pasamos el rato hasta la hora de volver a la estación, rodeados de objetos completamente aleatorios que sin embargo conformaban un conjunto armonioso: radios antiguas, asientos de autobuses, patines de hielo, muebles viejos, cabezas de muñecos con lámparas dentro… Los daneses tomaban café, jugaban al ajedrez y charlaban en su lengua incomprensible, mientras mi ama y los otros dos bípedos llegaban a la conclusión de que aquel era el colofón perfecto para una excursión genial.
Apenas recuerdo nada del viaje de regreso a casa. Creo que entre el traqueteo y el calorcito me quedé dormida dentro de la mochila de mi humana. Cuando desperté estaba de nuevo en la cama de nuestra primera casita danesa con mi ama durmiendo a mi lado. Murmuraba algo sobre patitos feos y zapatillas rojas. Creo que esto de la noche perpetua me la está volviendo todavía más tarumba.

jueves, 15 de enero de 2015

Første uge

Hoy se cumple una semana desde nuestra llegada a Dinamarca. La verdad es que como apenas hemos visto la luz del sol en los últimos siete días tengo la sensación de que vivo en una especie de noche sin fin, con lo cual se me hace raro pensar que ya haya pasado tanto tiempo. Es como si el día de la marmota se hubiera convertido en la noche de la ardilla.
Veamos, entonces, ¿qué ha pasado en esta última semana?
Mi dueña y yo vivimos en una casa muy grande y muy antigua, de las del Copenhague de antes. Para llegar a nuestro tercer piso hay que atravesar un portón negro y subir por unas escaleras estrechitas y empinadas. Más adelante hay un patio, y detrás del patio hay más apartamentos. Nos han dicho que allí es donde vivían antaño las familias pobres, mientras que la gente pudiente tenía vistas a la calle.
Nuestra casa está toda pintada de blanco por dentro y es completamente de madera. Tanto es así, que los suelos están un poco inclinados y cuando los pisas se quejan. Se quejan mucho. Y deben de tener frío ellos también –no es que los culpe– porque se pasan la vida temblando. Las habitaciones dan las unas a las otras, sin un pasillo intermedio salvo entre el salón y la cocina, e incluso una de ellas da directamente al descansillo, con lo cual si su ocupante quiere ir al baño tiene que salir a la escalera del edificio (o pasar a través de nuestra habitación, pero como hay un armario delante de la puerta no suele darle por hacer viajes a Narnia).
La casa en sí está prácticamente vacía porque sus inquilinos han decidido marcharse y los nuevos no entrarán hasta el mes que viene, de modo que tengo mucho espacio libre para brincar y correr. Mi ama, que anda escasa de platos y tazas, no está tan contenta como yo del minimalismo del espacio, pero como se trata de un alojamiento temporal creo que tampoco lo piensa demasiado.
Mi bípeda trabaja en un sitio también muy antiguo y bastante grande, pero tengo que reconocer que me gusta porque dentro tiene árboles por los que trepar y una fuente con peces de colores. Sus pasillos huelen a polvo, están cubiertos de moqueta azul y son tan laberínticos que incluso yo, con mi orientación de roedor experimentado, todavía me confundo con las puertas. En mi defensa diré que son todas iguales: blancas y pesadísimas. Un día casi me quedo sin cola por no darme suficiente prisa.
Mientras yo exploro, mi humana se pasa el día mirando imágenes de señoras marrones y amarillas. En fin, a cada cual sus vicios. A mí me resulta admirable que con la de simios que pululan por ese lugar mi dueña siempre encuentre el baño libre: solamente hay uno y se tiene que cruzar medio edificio para llegar. Está claro que, o tiene muy buena suerte, o la estadística me falla en algo.
Cuando no estamos en nuestra casa de paredes blancas ni en el edificio de suelos enmoquetados, mi ama y yo estamos o bien en el supermercado o bien pegándonos a las paredes para no mojarnos o no salir volando. Y cuando digo volando, lo digo literalmente. El fin de semana pasado las autoridades danesas aconsejaron a la población que se quedase en casa leyendo algún buen libro. Con lo bien mandados que son en este país, las bibliotecas debieron de quedarse vacías.
Por el contrario mi dueña, que tendrá lo suyo de lectora pero tiene aún más de temeraria, me metió en el bolso y me llevó a ver a una señora con el pelo largo y cola de pescado que no hacía más que mirar al vacío desde una roca. Por el camino llegué a la conclusión de que Copenhague es la ciudad en la que más guantes se emancipan de sus dueños. O en la que más mancos hay, quién sabe. 

martes, 13 de enero de 2015

Svømmehal

Ayer mi ama fue a nadar. Esta declaración no debería sorprender a ningún seguidor asiduo de este blog –si acabas de sintonizarnos, bienvenido/a, me llamo Volunti, un placer conocerte– porque lo novedoso del asunto no era nadar en sí, sino hacerlo en Dinamarca.
¿Qué tiene de especial Dinamarca, se preguntarán algunos, si el agua está igual de mojada en todas partes? Eso mismo pensábamos nosotras, de modo que al salir del trabajo nos encaminamos a la piscina más cercana, compramos una entrada y nos fuimos a cambiar. Evidentemente yo iba oculta en la mochila de mi dueña puesto que los daneses no admiten animales  en las instalaciones –que no sean simios, se entiende–. Ni siquiera aunque sean tan adorables como yo.
Llegar a la piscina desde los vestuarios fue algo similar a una carrera de obstáculos, debido, entre otras cosas, a que descifrar letreros en un idioma que se escribe de una forma y se pronuncia de otra completamente distinta lleva su tiempo, por no mencionar que mi ama necesitaría una piedra de rosetta entera para lograr enterarse de algo. El caso es que tras atravesar una zona de duchas (en la que es obligatorio enjabonarse de pies a cabeza antes de ponerse el bañador), una puerta, un vestíbulo chiquitín, otra puerta, bajar por unas escaleras circulares y cruzar otra puerta, mi ama finalmente entró en la zona de natación. En el centro se encontraba la piscina para nado libre. Una piscina, para más señas, redonda.
Sí, efectivamente, redonda.
Mi dueña parpadeó un par de veces y, quizás producto de la desorientación previa o porque se le hubiera filtrado jabón en el cerebro mientras se lavaba la cabeza, decidió acercarse a la socorrista, con la mejor de sus intenciones, para preguntarle cuál era el funcionamiento de tan heterogéneo espacio. La socorrista la miró como si acabase de caerse de un guindo y, muy amablemente  –  y probablemente con cierta compasión – , le explicó que tenía que nadar en el mismo sentido que los demás bañistas. Mi ama se mordió el labio inferior mientras se debatía entre explicarle que ella se refería a si había alguna división por velocidades, si se podía utilizar el material de apoyo disponible en las playas, etc. Finalmente optó por limitarse a sonreír con cara de inmigrante pánfila y a darle las gracias.
Llegados a este punto de la narración cabe aclarar que la piscina en cuestión realmente no estaba dividida de forma alguna, de manera que todo el mundo nadaba por el espacio disponible como podía y al ritmo que buenamente alcanzase, con o sin gorro, con o sin aletas, con o sin tabla e, incluso, con o sin bombonas. Mi ama, obediente, se sumergió en el agua y se sumó a la corriente de nadadores.
Una hora más tarde, sus conclusiones eran las siguientes:
  1.  Es complicado mantener un ritmo estable  –y por lo tanto no asfixiarse –  cuando tienes que estar esquivando cuerpos constantemente.
  2. Hacía años que no pasaba tanto tiempo analizando tipos de rectas: paralelas, secantes, tangentes, perpendiculares… hasta fue víctima de alguna bisectriz.
  3. ¿Cómo se nada a espalda y se traza un círculo al mismo tiempo?
  4. Por mucho que encima del puentecillo ponga que una vuelta completa al vaso son 100 metros, si se nada por la parte cercana al centro (y a veces no queda otro remedio) evidentemente se nada una distancia mucho menor.
  5. “Patada” en danés se dice igual que en cualquier otro idioma: ¡ay! seguido de imprecación entre dientes. La cara compungida del danés que se la propinó a ella, no obstante, fue de genuino arrepentimiento; eso fue lo que lo salvó de que me lanzase a su cuello.
  6. Si las piscinas redondas fuesen un prodigio de funcionalidad y eficiencia, el mundo estaría lleno de circunferencias llenas de agua. No es el caso.

Cuando salió del agua mi dueña tuvo que reconocer que estaba un poco mareada. Jamás sabremos si fue a causa de dar tantas vueltas en un tiovivo acuático o si fue porque se dejó los tapones de silicona en la taquilla.


viernes, 9 de enero de 2015

Perplejidades danesas

Pequeño inventario ardillil tras cuarenta y ocho horas en Copenhague.
  • Todos los daneses se llaman Kasper hasta que no se demuestre lo contrario. Y cuando se demuestra, entonces se llaman Jan.
  • Las perchas de los baños femeninos del aeropuerto de Copenhague han sido colocadas por un trabajador masai montado sobre una jirafa.
  • Los ciudadanos daneses, a efectos de transporte metropolitano, se dividen en adultos, niños, perros y bicicletas.
  • En Dinamarca la lateralidad es importante. A un lado, un kilo de Nesquik cuesta 20 coronas. Del otro lado de la calle, medio kilo de Nesquik cuesta casi 40.
  • La tradicional novatada a un nuevo inquilino cuando el actual está ausente incluye dejar el lavavajillas lleno hasta los topes de loza sucia para que la recién llegada se vuelva loca buscando los vasos.  
  • Para hablar danés, cójanse unas cuantas letras, barájense como se desee y pronúnciese de la forma más improbable posible. 
  • Las tomas de luz en los plafones de los techos de las casas antiguas son totalmente innecesarias puesto que Dinamarca se distingue por su cantidad de horas diarias de sol.
  • Las ardillas con abrigos de piel natural estamos mucho mejor adaptadas para sobrevivir a los inviernos daneses que sus dueñas, por muchos abrigos y edredones de plumas que se pongan encima.