–Mxxxx, Mxxxx.
–Dime, abuela.
–Adiós, hija. Adiós.
El susurro rasgó
el silencio ficticio de aquella habitación de hospital. En la oscuridad, la
nieta se incorporó sobre la butaca como si acabara de atravesarla un rayo.
¿Adiós? Creyó no haber oído bien.
–Abuela, ¿cómo
que adiós?
Quizás más bien
deseara no haber oído bien.
–Es demasiado. No
puedo más –logró descifrar entre bisbiseos apenas inteligibles.
–¿Qué es
demasiado? ¿El dolor? ¿Te duele la pierna?
–No. Sí. No sé. Esto
se acaba.
Un escalofrío le
recorrió la espalda y el corazón comenzó a latirle más deprisa. Necesitaba un
calmante. ¿No habían prometido ponérselo enseguida? Tenía que avisar a una
enfermera. Hizo ademán de encaminarse hacia la puerta entreabierta. Se detuvo.
Giró sobre sí misma. Miró a su alrededor, dudando ante la posibilidad de
dejarla con su delirio. Qué solas estaban. Las ocupantes de las otras dos camas
y la acompañante de una de ellas parecían dormir. Dio un paso atrás y se quedó
de pie junto al lecho de la anciana, pasándole la mano derecha por la frente
macilenta.
–Perdóname, hija,
por todas las cosas malas que haya podido hacerte–murmuró esta a continuación –.
Ruega a Dios por mí.
El pulso le
tembló un poco. No estaba preparada para una disculpa de tal magnitud precisamente
en aquel momento. “A buenas horas” se dijo con amargura mientras se le hacía un
nudo en la garganta. Pese a su proverbial descreimiento, durante unos segundos
sopesó la opción de desempolvar alguna de las oraciones del catecismo para
cumplirle el gusto, pero de pronto se le ocurrió que a aquellas horas Dios no
estaría despierto para recibir plegarias. Además, por qué demonios iba a
prestarle atención a ella, visto que ni siquiera las empleadas del hospital
parecían hacerle caso.
–Llama a tu madre.
–Abuela, está en casa
durmiendo, ¿para qué quieres llamarla?
–Para despedirme.
La angustia pugnaba
por escapársele por los ojos cuando respondió con quebrada ligereza:
–¡Ni de broma! Si
la llamo a la 1 de la mañana para que te despidas por teléfono la que se muere
del susto es ella.
–Despídeme de tus
tíos –siguió la enferma tras una pausa, como si no la hubiera escuchado.
Entretanto, los
pensamientos de su nieta se sucedían a toda velocidad: “¿Y si no es una crisis de
ansiedad? ¿Y si esto va en serio y yo no estoy sabiendo reconocer la agonía? ¿Y
si le estoy negando su última voluntad? ¿Y si se marcha y me quedo para siempre
con el remordimiento de saber que no pudo decirle adiós a nadie?”. Tomó el
móvil, indecisa, pero en lugar de llamar optó por enviar un mensaje implorando
consejo porque necesitaba sentir que, más allá de los seres dormidos que la
rodeaban y las enfermeras que la ignoraban, había alguien, en alguna parte, con
quien compartir el miedo que la atenazaba. Tuvo suerte: hubo ojos que
intentaron serenarla y que la hicieron sentirse menos desamparada.
–Esto es mucho,
es mucho. Se escapa –. Dejó el teléfono inmediatamente sobre la mesilla.
–¿Qué es lo que
se escapa, abuela?
–La vida –gimió
esta.
Propulsada como
un autómata, la nieta abandonó rápidamente la habitación y, casi sin voz, pidió
a la primera auxiliar que encontró que le llevase un calmante a la paciente de
la 413. Ella, que no era supersticiosa, había reparado enseguida en la presencia
de aquel número trece que durante años había perseguido a sus bisabuelos y que ahora
planeaba como una sombra sobre la vigilia de su única hija, ya nonagenaria.
La habitación
seguía igual de inmóvil y queda cuando regresó acompañada de la auxiliar. Esta
preguntó a la paciente cómo se encontraba y la segunda replicó con exclamaciones
inconexas y ominosas. La auxiliar prometió regresar pronto con la medicación y
abandonó silenciosamente el cuarto. La anciana, con el pelo revuelto empapado
en sudor, el ceño fruncido y los labios apretados, parecía batirse contra algún
enemigo encapsulado bajo sus párpados mientras no cesaba de emitir susurros
incomprensibles. Su nieta acercó la oreja a su mejilla cerúlea y le pidió que
repitiera lo que acababa de decir:
–Siento mucho que
te haya tocado a ti estar hoy aquí. Yo no quería que vivieras esto.
–Abuela, no te
vas a morir esta noche, ¿me oyes? No te voy a dejar.
Ella misma se
daba cuenta de la futilidad de cada una de sus frases conforme las iba
pronunciando. ¿Qué clase de prohibición, o de amenaza, supone denegarle a
alguien la autorización para descansar en paz? Vista desde fuera, se reprochó
su completa ridiculez y su absoluta insuficiencia. ¿Qué hacía allí, si
claramente estaba fracasando en la misión de cuidar de otra persona?
–Yo no quiero que
sufras –añadió la enferma.
A la desesperada,
ella se oyó decir:
–Yo tampoco
quiero sufrir, así que hagamos un trato: tú no te mueres y yo no sufro. ¿Te
parece bien? –. Otra banalidad, a falta de algo mejor.
Una especie de
suspiro angustiado surgió de la cama de al lado. Otra de las pacientes había
despertado y llevaba unos minutos presenciando la escena con la misma mirada de
impotencia con la que la nieta contemplaba a su abuela.
El silencio se
abatió sobre ellas durante un rato, desprovistas como estaban de palabras con
las que continuar la conversación. Ella buscaba frenéticamente excusas para
renovar un intercambio verbal que mantuviese a la anciana consciente. Mientras,
escrutaba en la penumbra el vaivén agitado de su pecho, sin apartar la vista
por temor a que se detuviese de improviso. Cuando le entraban las dudas,
entrelazaba sus propios dedos con los de la mano que yacía sobre las sábanas y
los acariciaba hasta que lograba que reaccionasen al contacto. ¿Por qué no
llegaba aquel maldito calmante?
Transcurrieron
los minutos con una lentitud casi sádica. El bisbiseo constante de la enferma
la desazonaba, pero era preferible a la nada porque suponía la prueba
fehaciente de que todavía respiraba. Sentada lateralmente sobre la butaca, con
el cuerpo apoyado en la barandilla de la cama y los brazos por almohada, la
nieta descansó el mentón en una postura que le permitiese vigilar a la
paciente. El sueño la acechaba, apostado en los rabillos de sus ojos, pero no
quería dormirse.
Sabía que no
podía ayudarla más pero, a pesar de todo, no podía evitar preguntarse si
aquello era realmente cierto; tal vez estuviera pasando algo por alto, quizás
se hubiera olvidado de algún detalle importante. Sabía también que la muerte
venía sin manual de instrucciones, pero maldijo que no existieran cursillos o
protocolos de actuación para acompañar a los que se están marchando.
Lo peor, sin
embargo, era el miedo. Un miedo paralizante y brumoso compuesto de inexperiencia
y desconcierto, pero también de culpabilidad. Tardó un tiempo y 3,5 carillas de
cuaderno en descubrirlo. De pronto, mientras garabateaba pensamientos prácticamente
a ciegas para evitar rendirse al sueño, acudieron las palabras exactas para
expresar la inquietud, la congoja, la debilidad: “Perdóname, tú a mí, por no
saber hacerlo mejor”.
Por fin, la
enfermera apareció con la medicación. Ella devoró con la vista el frasquito
transparente como si poseyera cualidades taumatúrgicas. Respiró hondo, repitiendo
en voz alta y repitiéndose a sí misma que a partir de aquel momento todo iría
mejor. Entonces miró el reloj: había transcurrido apenas media hora. Todavía
quedaban seis horas hasta el alba.
De repente, un
sonido grave suplantó a los murmullos anteriores en los labios de su abuela.
Qué estupidez que
un ronquido consiga hacerte llorar.