jueves, 17 de septiembre de 2015

Adeus

–Mxxxx, Mxxxx.
–Dime, abuela.
–Adiós, hija. Adiós.
El susurro rasgó el silencio ficticio de aquella habitación de hospital. En la oscuridad, la nieta se incorporó sobre la butaca como si acabara de atravesarla un rayo. ¿Adiós? Creyó no haber oído bien.
–Abuela, ¿cómo que adiós?
Quizás más bien deseara no haber oído bien.
–Es demasiado. No puedo más –logró descifrar entre bisbiseos apenas inteligibles.
–¿Qué es demasiado? ¿El dolor? ¿Te duele la pierna?
–No. Sí. No sé. Esto se acaba.
Un escalofrío le recorrió la espalda y el corazón comenzó a latirle más deprisa. Necesitaba un calmante. ¿No habían prometido ponérselo enseguida? Tenía que avisar a una enfermera. Hizo ademán de encaminarse hacia la puerta entreabierta. Se detuvo. Giró sobre sí misma. Miró a su alrededor, dudando ante la posibilidad de dejarla con su delirio. Qué solas estaban. Las ocupantes de las otras dos camas y la acompañante de una de ellas parecían dormir. Dio un paso atrás y se quedó de pie junto al lecho de la anciana, pasándole la mano derecha por la frente macilenta.
–Perdóname, hija, por todas las cosas malas que haya podido hacerte–murmuró esta a continuación –. Ruega a Dios por mí.
El pulso le tembló un poco. No estaba preparada para una disculpa de tal magnitud precisamente en aquel momento. “A buenas horas” se dijo con amargura mientras se le hacía un nudo en la garganta. Pese a su proverbial descreimiento, durante unos segundos sopesó la opción de desempolvar alguna de las oraciones del catecismo para cumplirle el gusto, pero de pronto se le ocurrió que a aquellas horas Dios no estaría despierto para recibir plegarias. Además, por qué demonios iba a prestarle atención a ella, visto que ni siquiera las empleadas del hospital parecían hacerle caso.
–Llama a tu madre.
–Abuela, está en casa durmiendo, ¿para qué quieres llamarla?
–Para despedirme.
La angustia pugnaba por escapársele por los ojos cuando respondió con quebrada ligereza:
–¡Ni de broma! Si la llamo a la 1 de la mañana para que te despidas por teléfono la que se muere del susto es ella.
–Despídeme de tus tíos –siguió la enferma tras una pausa, como si no la hubiera escuchado.
Entretanto, los pensamientos de su nieta se sucedían a toda velocidad: “¿Y si no es una crisis de ansiedad? ¿Y si esto va en serio y yo no estoy sabiendo reconocer la agonía? ¿Y si le estoy negando su última voluntad? ¿Y si se marcha y me quedo para siempre con el remordimiento de saber que no pudo decirle adiós a nadie?”. Tomó el móvil, indecisa, pero en lugar de llamar optó por enviar un mensaje implorando consejo porque necesitaba sentir que, más allá de los seres dormidos que la rodeaban y las enfermeras que la ignoraban, había alguien, en alguna parte, con quien compartir el miedo que la atenazaba. Tuvo suerte: hubo ojos que intentaron serenarla y que la hicieron sentirse menos desamparada.
–Esto es mucho, es mucho. Se escapa –. Dejó el teléfono inmediatamente sobre la mesilla.
–¿Qué es lo que se escapa, abuela?
–La vida –gimió esta.
Propulsada como un autómata, la nieta abandonó rápidamente la habitación y, casi sin voz, pidió a la primera auxiliar que encontró que le llevase un calmante a la paciente de la 413. Ella, que no era supersticiosa, había reparado enseguida en la presencia de aquel número trece que durante años había perseguido a sus bisabuelos y que ahora planeaba como una sombra sobre la vigilia de su única hija, ya nonagenaria.
La habitación seguía igual de inmóvil y queda cuando regresó acompañada de la auxiliar. Esta preguntó a la paciente cómo se encontraba y la segunda replicó con exclamaciones inconexas y ominosas. La auxiliar prometió regresar pronto con la medicación y abandonó silenciosamente el cuarto. La anciana, con el pelo revuelto empapado en sudor, el ceño fruncido y los labios apretados, parecía batirse contra algún enemigo encapsulado bajo sus párpados mientras no cesaba de emitir susurros incomprensibles. Su nieta acercó la oreja a su mejilla cerúlea y le pidió que repitiera lo que acababa de decir:
–Siento mucho que te haya tocado a ti estar hoy aquí. Yo no quería que vivieras esto.
–Abuela, no te vas a morir esta noche, ¿me oyes? No te voy a dejar.
Ella misma se daba cuenta de la futilidad de cada una de sus frases conforme las iba pronunciando. ¿Qué clase de prohibición, o de amenaza, supone denegarle a alguien la autorización para descansar en paz? Vista desde fuera, se reprochó su completa ridiculez y su absoluta insuficiencia. ¿Qué hacía allí, si claramente estaba fracasando en la misión de cuidar de otra persona?
–Yo no quiero que sufras –añadió la enferma.
A la desesperada, ella se oyó decir:
–Yo tampoco quiero sufrir, así que hagamos un trato: tú no te mueres y yo no sufro. ¿Te parece bien? –. Otra banalidad, a falta de algo mejor.
Una especie de suspiro angustiado surgió de la cama de al lado. Otra de las pacientes había despertado y llevaba unos minutos presenciando la escena con la misma mirada de impotencia con la que la nieta contemplaba a su abuela.
El silencio se abatió sobre ellas durante un rato, desprovistas como estaban de palabras con las que continuar la conversación. Ella buscaba frenéticamente excusas para renovar un intercambio verbal que mantuviese a la anciana consciente. Mientras, escrutaba en la penumbra el vaivén agitado de su pecho, sin apartar la vista por temor a que se detuviese de improviso. Cuando le entraban las dudas, entrelazaba sus propios dedos con los de la mano que yacía sobre las sábanas y los acariciaba hasta que lograba que reaccionasen al contacto. ¿Por qué no llegaba aquel maldito calmante?
Transcurrieron los minutos con una lentitud casi sádica. El bisbiseo constante de la enferma la desazonaba, pero era preferible a la nada porque suponía la prueba fehaciente de que todavía respiraba. Sentada lateralmente sobre la butaca, con el cuerpo apoyado en la barandilla de la cama y los brazos por almohada, la nieta descansó el mentón en una postura que le permitiese vigilar a la paciente. El sueño la acechaba, apostado en los rabillos de sus ojos, pero no quería dormirse.
Sabía que no podía ayudarla más pero, a pesar de todo, no podía evitar preguntarse si aquello era realmente cierto; tal vez estuviera pasando algo por alto, quizás se hubiera olvidado de algún detalle importante. Sabía también que la muerte venía sin manual de instrucciones, pero maldijo que no existieran cursillos o protocolos de actuación para acompañar a los que se están marchando.
Lo peor, sin embargo, era el miedo. Un miedo paralizante y brumoso compuesto de inexperiencia y desconcierto, pero también de culpabilidad. Tardó un tiempo y 3,5 carillas de cuaderno en descubrirlo. De pronto, mientras garabateaba pensamientos prácticamente a ciegas para evitar rendirse al sueño, acudieron las palabras exactas para expresar la inquietud, la congoja, la debilidad: “Perdóname, tú a mí, por no saber hacerlo mejor”.
Por fin, la enfermera apareció con la medicación. Ella devoró con la vista el frasquito transparente como si poseyera cualidades taumatúrgicas. Respiró hondo, repitiendo en voz alta y repitiéndose a sí misma que a partir de aquel momento todo iría mejor. Entonces miró el reloj: había transcurrido apenas media hora. Todavía quedaban seis horas hasta el alba.

De repente, un sonido grave suplantó a los murmullos anteriores en los labios de su abuela.

Qué estupidez que un ronquido consiga hacerte llorar.