jueves, 6 de octubre de 2016

Journey to the Past

Hace unos días viajamos al pasado. Los martes son días infaustos para matrimonios y travesías oceánicas, dicen, pero aparentemente neutros cuando se trata de atravesar tejidos espacio-temporales.

Nos marchamos con poco equipaje: solamente un par de mudas y varias decenas de recuerdos. Volveríamos enseguida; apenas tendríamos tiempo de zambullirnos en nuestra propia memoria.

Viajamos al pasado y el pasado nos aguardaba con la impresión ilusoria de que nada había cambiado: la misma ciudad, las mismas sonrisas en rostros familiares, la misma lluvia concediéndonos una tregua de veinticuatro horas. Incluso nosotras nos sentíamos iguales, como si no hubiera pasado un solo día desde la última vez que nos vimos. Como si hubiésemos regresado a reclamar un espacio que antaño ocupamos y al que ahora nos resultaba sencillo reintegrarnos.

La verdad, sin embargo, era otra muy distinta: habían transcurrido tres años y cuatro ciudades. Tiempo más que suficiente para que los contornos de nuestras imágenes mentales se difuminasen, dándoles ventaja a las calles para que jugasen al escondite con nosotras. El enorme reptil plateado tumbado al sol junto a la ría nos recibió con sus escamas azules y su Cerbero guardián cabeceó levemente, agitando su cabellera florida en señal de bienvenida. Dentro esperaban a una persona procedente de Albión, uno de esos individuos rositas con chaquetas de tweed y calcetines con sandalias.

Viajamos atrás con la certeza de que nosotras, como el entramado urbano de nuestros recuerdos, también nos habríamos desdibujado -si no borrado completamente- en la memoria de aquellos que nos conocieron. ¿Qué son tres meses de permanencia frente a tres años de ausencia? Olvidarnos habría sido lo más lógico. ¿No es ese el sino inevitable de las aves migratorias? No es justo exigir (o anhelar) improntas mentales cuando solamente se puede ofrecer transitoriedad. Nadie nos aguardaba y así debía ser, pensábamos.

En nuestro rol de entes altamente prescindibles no encajaba que alguien nos saliese al paso y pronunciase nuestros nombres. No contábamos con que nadie nos hiciese una pregunta que pusiese de manifiesto que éramos blanco de una curiosidad personalizada. No esperábamos reencuentros sino indiferencia. Pese a que ayer fuese, efectivamente, ayer, nos pilló desprevenidas que todavía no se hubiera convertido en entonces.

Nosotras, que somos expertas en cerrar puertas con cuidado de no hacer ruido cuando nos marchamos, que procuramos no depender de nada ni de nadie porque jamás sabemos cuándo tendremos que volver a irnos, nos sorprendimos de pronto con un nudo en la garganta y preguntándonos si quizás fuimos menos invisibles, anodinas e intrascendentes de lo que creímos. De lo que creemos.

En ocasiones los viajes fortuitos al pasado plantean desafíos al presente: hay mucho de catártico en descubrir la opacidad de la propia sombra.


martes, 20 de septiembre de 2016

Aux barricades!

Cosas que hacer cuando tu piso se rebela contra ti:
  • Cocinar bizcochos compulsivamente para intentar reemplazar el olor a humedad por el de pan de plátano.
  • Frotar. Oh, mira, una araña. Matarla. Seguir frotando.
  • Forrar los armarios con bolsas y trampas antihumedad y los cajones con velas perfumadas y bolas de cedro.
  • Evitar sentarte en el sofá hasta que logres comprar uno nuevo.
  • Organizar contrarrelojes con la nevera para ver quien llega antes, si ella con su incontinencia urinaria o tú con tu bayeta secándole los bajos.
  • Reñir a la lavadora cuando esté perezosa. Hacer lo propio con la ducha.
  • Poner la calefacción una o dos horas sueltas por las noches a golpe de mediados de septiembre para evitar amanecer húmeda de rocío inmobiliario.
  • Conseguirte un deshumidificador lo antes de posible.
  • Salir a pasear en cuanto notes que están a punto de crecerte setas en las orejas.
  • Tomártelo con humor. Sobre todo que no huela tu miedo.

miércoles, 14 de septiembre de 2016

Eel-y

Este fin de semana en Ely aprendimos que:
  • Ely era una isla y los isleños llevan 2000 años intentando que deje de serlo: eso es la perseverancia llevada a otro nivel. Quizás Ely también encarne la definición práctica de optimismo, si bien de práctico la estrategia tenga más bien poco.
  • En Ely hay galileas, y cualquiera que haya compartido banco de universidad con mi dueña será consciente de las implicaciones de este hallazgo.
  • O los nativos son muy bajitos o entran en sus casas de rodillas. Y les encantan las anguilas.
  • Ante la duda un maniquí siempre lo explica todo mucho mejor.
  • Un pato sano es un pato feliz.
  • Es posible saber qué se siente cuando te pasa un tren por encima y sobrevivir para contarlo.
  • El chocolate y los calabacines son como esos dos humanos que jamás esperarías que se hicieran amigos pero luego los pruebas en una tarta y saben bien. No es que yo me dedique a catar humanos habitualmente, entendámonos.
  • Si tu nombre es Etheldreda, además de mi más sentido pésame por tu difícil infancia (aunque puede que la de tu hermana Sexburga fuese todavía más dura) deberías saber que tienes cierta predisposición a los maridos con edades absolutamente dispares a la tuya, por arriba y por abajo. Yo también me habría escondido en un pantano.
  • Cromwell en realidad no era de Ely, pero sorprendentemente todos en Ely son parientes de Cromwell.
La catedral y su fascinante (e indefinible) galilea.

Moving On... (II)

Esta ardilla lleva un tiempo desaparecida, pero quisiera aclarar que mi silencio no se debe a la desidia sino al agotamiento: desde hace tres semanas mi ama me tiene al borde de la extenuación. Justo cuando comenzaba a confiarme y a pensar que quizás se había rehabilitado, mi dueña ha sufrido una recaída en sus antiguos hábitos:

Se ha vuelto a mudar.

Además no ha sido una mudanza cualquiera, qué va. La muy desgraciada se lo ha tomado con parsimonia y ha tardado una semana enterita en trasladarse desde nuestra habitación de los suburbios a nuestro nuevo apartamento al lado del centro.

He aquí, pues, la hoja de ruta de una mudanza isleña:

Días -5 a -1: empaquetado y recogida de ropa y objetos personales. Entre cajas y maletas varias mi humana se fue dedicando a notificar de su cambio de residencia a un nutrido grupo de simios a los que no conocía de nada, aunque no he acabado de entender para qué dado que ninguno de ellos ha venido a visitarnos por ahora.

Día 1: recogida de llaves e inventario. La primera tarde en el piso mi dueña, una amiga suya y yo estuvimos entretenidísimas jugando a las siete diferencias si bien, en este caso, se trataba más bien de setecientas porque cualquier parecido entre la descripción del estado del piso contenida en el documento y sus condiciones reales eran pura coincidencia. Ahora tenemos un bonito álbum en el portátil con fotos de paredes, mesillas de noche y armarios. Y de mugre. Mucha mugre.

Día 2: limpieza. Las muestras estratigráficas obtenidas de las varias capas de grasa del horno nos permitieron afirmar sin lugar a dudas que los primeros contactos entre dicho electrodoméstico y un estropajo tuvieron lugar cuando mi ama introdujo una mano enguantada hasta el codo dentro del habitáculo. Veinticuatro horas más tarde y una botella de líquido corrosivo, inflamable y altamente tóxico después, teníamos un horno nuevo y una bípeda un poco colocada por inhalación de productos químicos (la bañera también se pasó más de un día marinando en lejía).

Día 3: compra de mobiliario y más limpieza. Lamento decir que una ardilla no es el animal de carga más eficiente para mover bultos; somos casi perfectas, pero la perfección no pasa por arrastrar cajas. Por suerte para mi ama, uno de sus nuevos amigos bípedos se ofreció generosamente a ayudarla. Allí nos fuimos a por lámparas y espejos, microondas y armaritos de baño. Al volver, como premio, más limpieza. ¡Estoy de limpiar cristales con la cola hasta la punta de las orejas!

Día 4: el colchón. Gracias a la desinteresada ayuda de otra humana, mi dueña consiguió al cuarto día tener una superficie mullida sobre la que poder dormir cuando lográsemos que todo lo demás estuviese habitable. Lo celebramos con una brownie de chocolate y, cómo no, limpiando. También hubo que redactar un inventario nuevo, esta vez basado en hechos reales, informando a la agencia de que a) son miopes y b) esas cosas amarillas absorbentes se llaman bayetas.

Día 5: traslado de cajas y maletas, abastecimiento de comestibles. En su línea de seguir abusando de la amabilidad de los simios (y roedores) de su entorno, mi ama reclutó a otro bípedo distinto con coche para llevar sus efectos personales desde nuestro antiguo piso al nuevo. Cuando llegamos a la casa nueva el repartidor del supermercado estaba esperándonos a la puerta porque había llegado diez minutos antes de la hora pactada para la entrega. Nos congratulamos de la puntualidad de ambas partes fregando el interior de la nevera y del congelador.

Día 6: recepción y montaje de un escritorio y, por supuesto, más limpieza. Por suerte a última hora de la tarde mi ama me permitió echarme una carrera por la hierba que tenemos delante de casa, porque no todo en este piso podía ser malo.

Día 7: adquisición de menaje y término oficial de la limpieza. Y al séptimo descansó, que suele decirse. Pero no. Mudarse a una casa nueva al parecer es bastante más laborioso que crear un universo, probablemente porque el universo viene limpio de fábrica.


El caso es que, con algunas salvedades, nuestra casita nueva ya está más o menos en marcha, así que a partir de este momento se admiten oficialmente reservas para Volunti’s Bed & Breakfast.

sábado, 20 de agosto de 2016

Reminiscences

El año pasado, cuando mi ama vino de visita a la capital de esta isla, yo me tuve que quedar en Copenhague. Es difícil justificar la presencia de una ardilla en una reunión de negocios, lo entiendo. Tampoco tenía mayor interés en meterme en una ciudad inmensa, con la de verde que hay en Dinamarca.

Ahora veo edificios altos y acristalados al borde del agua y por un instante me pregunto si hemos regresado a Nueva York, pero no puede ser porque aquí los taxis son negros en vez de amarillos y los autobuses, de color rojo, parecen variantes camélidas de aquellos que yo creía conocer.

Bípedos, bípedos, bípedos por doquier.

Mi humana, en cambio, no observa mi pánico cada vez que un coche o un ciclista nos pasa rozando por el lado equivocado (¡con lo que me costó aprender que los simios circulan por la derecha!) porque tiene la mente en otro sitio. Bueno, tal vez en otro sitio sea una expresión inexacta dado que el lugar es el mismo; es el tiempo el que cambia.

Donde yo veo marabuntas de gente y flashes, ella ve a una adolescente de catorce años, flequillo y pelo corto sacándose una foto junto a dos señores uniformados a caballo. Lo que yo percibo como un estanque anodino en mitad de un parque para ella es el océano en el que dos primas casi naufragan aferradas a unos remos. Yo salto calle abajo ignorando que hay paseos que pueden resultar eternos para una universitaria que acaba de cumplir los veinte y se ha torcido el tobillo. Me resulta indiferente ese escaparate en el que dos amigas compraron un cuaderno de tapas verdes. Tampoco presto atención a una cafetería, como tantas de la misma franquicia (hasta en Norwich hay una), en donde pararse a beber un chai latte le costó a un joven llegar tarde a despedirse de una madre que se iba para siempre. A mí no me dice nada esa plazoleta en la que un ser hecho pedazos aguardó tres cuartos de hora por alguien que jamás vendría. Yo nunca he temido toparme con unos ojos al subirme a un vagón de metro.

Yo no sé, yo no capto, yo no entiendo, porque mi tablero urbano no está formado de estancias superpuestas. Las ardillas no solemos dejar fantasmas de nosotras mismas flotando entre una calle y la de al lado. Para mi dueña, por el contrario, la ciudad está compuesta de memorias estratificadas; a poco que escarbes sale una. Para ella, la ciudad existe en infinitos universos paralelos, cada uno con su propia cronología, que la asaltan en forma de destellos (o de ventanas, quién sabe, quizás algún día se pueda viajar marcha atrás a través de ellas), como si fuesen una obra de teatro representándose permanentemente ante su mirada cada vez que pisa sus aceras. Con cada estancia la obra se enriquece y complejiza, y un nuevo estrato se incorpora a los anteriores. Cada vez que la ciudad la llama, además, suele ser señal de que hay una bisagra vital en ciernes.

No, no comprendo, cómo podría. A mí ninguna ciudad ha venido jamás a buscarme cuando me pierdo. Cierto es que me pierdo poco. Será por esto, tal vez, que a mi dueña no le llega con una brújula ordinaria y para asegurarse de que va por el sendero correcto el universo le envía astrolabios urbanos.

Sospecho, sin embargo, que algún día llegaré a entender el fenómeno de la estratificación memorística de mi humana. Tengo la sensación de que los vientos que la arrastran a ella están empezando a incluirme a mí también: desde el viernes pasado poseo el primer cromo para mi álbum de recuerdos de esta ciudad camaleónica y multicolor. En él aparece un café forrado con paneles de madera y sembrado de mesas de mármol con patas de hierro forjado caprichosamente. Es uno de esos rincones que invitan a sacar un cuaderno, un bolígrafo y a ponerle un tapón a la clepsidra mientras un earl grey nos contempla serenamente con su ojo de limón. Desde hace una semana hay una versión treinteañera de mi ama sentada en una esquina con una maleta a su vera, la cabeza apoyada en el panel que le sirve de respaldo, la cara orientada hacia el sol matutino de la derecha, los ojos cerrados y una sonrisa dibujada en los labios. Etimológicamente, recordar significa volver a pasar por el corazón.

Mientras ella no mira, el roedor que la acompaña está horadando galerías dignas de un pozo minero astur en la tarta de zanahoria que hay sobre la mesa.

¿A qué vienen esas expresiones reprobatorias? ¡Tiene nueces por dentro y sustentarse de recuerdos ofrece un aporte calórico demasiado bajo para mi gusto!


lunes, 8 de agosto de 2016

The Coast is Clear

Tras tres fines de semana recorriendo la costa de Norfolk, esta ardilla ha observado que:

  • En esta isla el apelativo de playa se concede a cualquier extensión de terreno no escarpado bañado por el mar, sea cual sea la composición geológica del terreno en cuestión.
  • Cuando baja la marea hay que buscar el mar con prismáticos.
  • Cuando sube la marea hay sirenas que alertan de que si no espabilas puede que tengas el agua al cuello en cuestión de minutos sin siquiera estar tumbado sobre la toalla.
  • Un Fish & Chips es el negocio más rentable de cualquier localidad costera, seguido tal vez por una heladería.
  • El helado de saúco está sorprendentemente bueno.
  • Tener tu propia caseta de dos metros cuadrados al borde de un paseo marítimo en donde guardar tus bártulos playeros es la aspiración de todo veraneante de pro.
  • Don Quijote jamás habría podido cargar contra los molinos de viento isleños porque estos están plantados en mitad del océano.
  • Los conductores del Coasthopper están cansados de vivir y quieren llevarse por delante a la mayor cantidad de veraneantes posible.
  • Los isleños son rosas pero cuando se ponen al sol se vuelven rojos.
  • Mi ama, en su afán por asimilar las costumbres locales, ha pasado de tener la tez aceitunada a rojiza para desentonar menos. Le está bien empleado por infravalorar el sol británico. [Que nadie se inquiete, no pienso permitir que abrace el culto a las sandalias con calcetines].
  • Las máquinas tragaperras abundan en los pueblecitos de veraneo. Será para que los isleños ludópatas que no pueden dedicarse a las apuestas hípicas no las echen de menos durante las vacaciones.
  • Tener un rebaño de ciervos es mucho más sofisticado que uno de vacas o de ovejas.
  • Permitir que tus invitados se bañen en una fuente dieciochesca otorga un toque de distinción (levemente decadente) a toda casa de campo que se precie.
  • La única forma de personalizar una casa decorada hace casi trescientos años es colocando un marco con fotos de tu familia (y tu loro) en cada superficie que encuentres libre.
  • Los vigilantes de sala isleños se aburren tanto como los continentales y son igual de parlanchines y dicharacheros cuando se les pregunta algo. 
  • La edad del pavo humana (pobres pavos, qué culpan tendrán ellos) produce bípedos que intercambian pedradas en mitad de una playa o bípedas que se aplican base y sombra de ojos mientras son azotadas por ráfagas de arena.
  •  Las sombrillas son artilugios inútiles por estos pagos, lo que se lleva son los parapetos cortavientos.
  • Estaciones de tren y grandes superficies de cadenas alimentarias: una historia de amor por escribirse.


miércoles, 3 de agosto de 2016

A fine city

[Esto no lo digo yo, que conste en acta, así es como se autodenomina la ciudad].

Hemos concluido con éxito nuestro primer mes en Inglaterra y, para celebrarlo, creo que ha llegado la hora de hacer una breve semblanza del lugar al que hemos ido a parar:

Norfolk es la tierra de los cielos infinitos y las nubes veloces, del tiempo cambiante, de las cuatro estaciones en veinticuatro horas. Posee un aire a enclave remoto y alejado del mundo que parece haberse quedado varado en el tiempo; un tiempo de muelles decimonónicos en metal y madera, casetas de colores al borde del mar y casitas de campo con muros hechos de cantos rodados.

Norwich es una ciudad chiquitina, pero disimula para que no se le note. Tengo entendido que las urbes de este país son bastante dadas a jugar al despiste: se desparraman tanto por el suelo que dan la sensación de ser mucho más populosas de lo que realmente son. En verdad Norwich cuenta aproximadamente con unas ciento cuarenta mil almas, y eso si asumimos que cada cuerpo tiene una, cosa que a veces dudo a juzgar por el comportamiento de los humanos.

Dicen los lugareños que esta es la ciudad con un pub para cada día y una iglesia para cada domingo. De hecho, le han contado a mi ama que solamente en el centro hay más de treinta edificios religiosos, así que si sumamos los del resto de barriadas a lo mejor la sabiduría popular está en lo cierto. Una aseveración, por otra parte, que estoy por apostar que fue enunciada por primera vez mientras se procedía al recuento de locales de ocio. Lo que ya no me queda muy claro es cómo funciona el cómputo de pubs. Si tienen 365, ¿qué hacen con los años bisiestos? ¿Tendrán un pub comodín que solamente abre un día cada cuatro años?

Se rumorea también que Norwich es llana, pero quien sostenga tal idea miente cual bellaco. Como nos dijo un venerable simio levemente empapado en alcohol que se sentó un día a descansar a nuestro lado: “Norfolk es plano hasta que llegas a la vejez. ¡Entonces sí que encuentras las cuestas!”. Mi dueña claramente pertenece a ese sector poblacional.

Norwich huele a madreselva y tiene la piel de ladrillo. En ella hay cafés bonitos, rincones escondidos, arcos umbríos, ruinas perdidas y un río serpenteante al borde del que pasear. Está rodeada de parques por los que corretean varios de mis parientes lejanos y muchas de mis primas (¡creo que no había hecho tantas amigas de golpe desde Nueva York!) y mi dueña almuerza con vistas a un lago. Norwich bulle de actividad cada sábado y haraganea los domingos después de comer, y te regala atardeceres violetas y naranjas si levantas la vista del móvil cuando tu autobús de dos pisos dobla una curva.

Si hubiera que definir esta ciudad con una palabra, creo que sería apacible. Norwich no tiene prisa y nosotras, por una vez, tampoco. Tenemos margen para aprendernos de memoria cada recoveco y cada arruga. Es pronto aún para afirmarlo, pero quizás este sea el comienzo de una hermosa amistad. And a very fine one at that, of course.


domingo, 24 de julio de 2016

Ausencia

A veces los seres humanos se disocian. Lo he observado con frecuencia. Se quedan quietos y silenciosos, inertes, con la mirada fija en un punto inexistente del espacio. Sus ojos se vacían, sus oídos se cierran y, de repente, dejan de ser un todo unitario. Puede que solo dure un instante, lo justo para que alguien o algo los despierte de su trance, pero durante ese breve intervalo han abandonado la habitación dejando sus cuerpos atrás. Su espíritu está en otra parte.

A dónde o por qué se hayan marchado no me corresponde a mí averiguarlo. Quién sabe por qué uno decide evadirse momentáneamente de sí mismo. Como a las ardillas no nos pasa, la única explicación que se me ocurre es que, en ocasiones, los bípedos sienten que no están donde deberían e intentan remediarlo como buenamente pueden.  

Esta noche sé que en nuestra habitación habrá solamente un roedor y un cuerpo sin alma. Lo sé porque desde hace unas horas mi ama tiene esa mirada de humana disociada que presagia viajes inminentes sin moverse del sitio. Hoy ella tampoco está donde debería y es consciente de ello, pese a que mantuvo hasta el último momento la fe en los milagros en forma de pájaros de metal. Esta vez no ha podido ser.

Por eso, porque me consta que este año mi dueña ha perdido su eje, cada vez que recorre el pasillo de nuestra casa enmoquetada sé que ella pisa granito. Cuando devora ávidamente las fotos que otros han ido subiendo a las redes sociales sé que está pensando en el azul del cielo, en la luz interminable del verano, en la brisa que comenzará a soplar cuando el sol se ponga, en el barullo de las atracciones y la orquesta. En el silencio de nuestro cuarto sereno flotan palabras que sé que no pronunciará: Subid a la noria por mí. Id a la plaza en mi nombre. Decidle a mi ciudad de estrellas que espero no perderme su fiesta el año que viene. Decidle a Doña Berenguela, si os la cruzáis, que aquí no hay quien me preste su belleza.

También por todo esto, cuando dentro de un rato le brillen los ojos sin venir a cuento mientras cena escuchando música sabré que no es la cebolla la culpable, sino toda la lluvia de la que está hecha y que, cuando su espíritu está ausente, se le escapa por los lagrimales para volver borrosa una pantalla inundada de estallidos de colores. 

miércoles, 20 de julio de 2016

Be Water, My Friend

Estoy preocupada por el bípedo que comparte espacios con mi ama. La primera vez no le di importancia porque no establecí ninguna correlación entre el suceso y él, pero desde ayer siento verdadera inquietud:

Sospecho que el compañero de piso de mi dueña se desintegra al contacto con el agua.

Antes de que alguien se piense que me he vuelto majareta a causa del calor [aclaración: parece ser que este año el verano cayó en lunes, el 18 de julio concretamente, lo que ha provocado un trastorno de personalidad en Norwich, que temporalmente se cree una isla del Mediterráneo. Ya se le ha administrado prozac y el clima volverá a su normalidad primaveral a partir del jueves], la situación es la siguiente: cada vez que se ducha, el humano con el que vivimos deja tras de sí, en la bañera, un rastro absolutamente inédito. En mi convivencia con homínidos he tenido la dudosa fortuna de apreciar todo tipo de restos orgánicos, desde vello a deyecciones, pero es sin duda la primera vez que me encuentro con un bípedo que cuando se lava produce carbonilla. Si el chico todavía tuviese un saludable colorcillo moreno a lo mejor podría comprender que apareciese un cerco negro alrededor del desagüe de la ducha, pero teniendo en cuenta que su piel es casi traslúcida no me explico de dónde puede proceder tanta negrura. Por eso he llegado a la conclusión de que el agua tiene efectos nocivos sobre su salud.

Esta hipótesis, además, explicaría muchas otras cosas. Por ejemplo, la pila de loza y cubiertos sucios que va tomando altura a la derecha del fregadero a intervalos regulares hasta que su propietario decide fregarla toda junta varios días después. Es lógico que si el agua te perjudica intentes evitarla lo máximo posible. Yo tampoco limpiaría los baños si corriese el riesgo de que se me desprendiese el pelaje. Del mismo modo, es totalmente comprensible su alegría al descubrir que todavía queda cerveza en la nevera o que la botella de vino que abrió la semana pasada y que ahora decora la mesa de la cocina todavía no se ha convertido en vinagre. Claramente el agua le hace el mismo daño por fuera que por dentro.  

A pesar de todo, lo que no acabo de entender muy bien es cómo sigue vivo, con lo que llueve en este país. Ya debería haberse disuelto o, como mínimo, apolillado. No se puede ir por la vida soltando carbonilla de forma regular sin erosionarse un pelín, digo yo. Claro que nosotros hace poco que lo conocemos, a lo mejor está tan delgado porque se ha ido limando por los lados. 

Sea como sea, estoy verdaderamente intranquila: ¿qué hacemos si de aquí a finales de agosto se nos pulveriza del todo? ¿Lo aspiramos con cuidadito y se lo devolvemos a la casera en una bolsa de basura?


domingo, 17 de julio de 2016

Atlanta

Atlanta llegó a nuestras vidas una tarde soleada de julio. Estaba esperándonos al fondo de un jardín. Venía cojita y un poco sucia, como si le hubiera llovido encima, y con muchos años a cuestas. Se notaba que sus anteriores dueños habían debido de quererla bastante, pero ya no podían hacerse cargo de ella.
Cuando nos la llevamos nos dimos cuenta de que era más corpulenta de lo que parecía a simple vista. Quizás fuese porque avanzaba pesadamente, arrastrando su parte trasera lo mejor que podía pese a su lesión. Cubrimos lenta y penosamente el camino que nos separaba de nuestro hogar y al llegar la instalamos en su caseta.
A la mañana siguiente la recogimos temprano y la arrastramos, cada vez con mayor dificultad, hasta un especialista que pudiese evaluar objetivamente su estado de salud. Cuando regresamos, cuatro horas más tarde, la mirada circunspecta de nuestro interlocutor nos heló la sangre: la cosa era mucho más grave de lo que creíamos. Atlanta no solamente no podía andar, sino que tenía una serie de daños internos producto de la edad que hacían que la recuperación completa fuese imposible. “¿Cuánto puede aguantar en estas circunstancias?” le preguntamos. “No mucho”, nos dijeron. Los tratamientos paliativos, además, eran caros y de efectividad limitada. Con una frialdad casi despiadada, el especialista nos recomendó que nos deshiciésemos de ella. 
Volvimos a casa con el alma en los pies. Devolvimos a Atlanta a su caseta y nos pusimos a pensar. ¿De verdad la situación era irreversible? ¿Realmente teníamos que deshacernos de ella? La mirábamos, tan solita en su rincón, tan inmóvil, y, pese a que nosotras no sepamos nada de salvamentos ni de eutanasias, nos resultaba difícil creer que no tuviese remedio. Decidimos no precipitarnos de momento. Si efectivamente había que buscar un nuevo hogar para Atlanta no tenía por qué buscarse ya mismo. Con nosotras estaría seca y a cubierto todo el tiempo que fuese necesario.   
Atlanta descansó con nosotras una semana mientras intentábamos tomar una resolución sobre su futuro. Las personas con las que hablábamos se dividían entre el pragmatismo del especialista al que habíamos consultado y nuestra indecisión rayana en la tozudez.
Entonces apareció alguien que, desinteresadamente, se ofreció a echarle un vistazo a la enferma. No era ningún técnico, alquimista, curandero o sanador, pero sí tenía cierto talento como componedor de miembros dañados. Tomó a Atlanta y la tendió boca arriba, inspeccionó sus extremidades, palpó sus articulaciones y su veredicto fue radicalmente diferente: por supuesto que algunos de los problemas no podían resolverse, pero no estaba todo perdido. Por Atlanta también han pasado los años del mismo modo que los humanos coleccionan arrugas, y eso no solamente es imposible de borrar sino que resulta cuestionable hasta qué punto sería deseable hacerlo (cosa que mi ama debería recordar cada vez que se arranca una cana).
Mientras nuestras esperanzas aumentaban por momentos, contemplamos admiradas cómo aquel druida alto y rubio aplicaba un ungüento sobre la parte que no permitía que Atlanta caminase, recolocaba cada sección en su lugar y ajustaba meticulosamente la posición de cada pequeña juntura. Cuando terminó, Atlanta seguía panza arriba pero podía patalear en el aire.
Esa noche nos dormimos emocionadas, deseando que llegase el día siguiente para ver qué tal había reaccionado Atlanta al tratamiento. Cuando fuimos a buscarla a su caseta nos recibió casi tan expectante y pizpireta como nosotras. La sacamos, rodeamos despacito el jardín y cuando vimos que parecía avanzar con soltura decidimos llevarla a dar una vuelta por las avenidas en torno a nuestra casa.
Puede que todavía fuese demasiado pronto, o quizás aquel fuese un periplo excesivamente largo para una convaleciente, no lo sabemos, pero a mitad de camino Atlanta trastabilló y la lesión de su parte trasera le pasó factura. De nuevo se quedó clavada al suelo, incapaz de moverse. Volvimos sobre nuestros pasos lenta y lastimeramente.
Cuando ya estábamos dejándola otra vez en la caseta, el druida apareció ante nosotras como por arte de magia. Con una rápida ojeada evaluó la situación e inmediatamente nos tranquilizó: aquel revés entraba dentro de las posibilidades del proceso de recuperación. De nuevo con Atlanta boca arriba le hizo unas cuantas cosquillas en los costados y nos la devolvió. Nos dijo que intentásemos hacerla caminar. Seguimos sus instrucciones, pero ella volvió a cojear y a paralizarse. El druida frunció los labios con obstinación, la reconvino suavemente y reposicionó y aseguró su parte maltrecha con mayor firmeza. Nos instó a llevarla de nuevo de paseo. Se repondría, nos prometió.
Y Atlanta se repuso. Aquella tarde corrimos las tres juntas bajo los árboles y al día siguiente nos la llevamos de excursión al río. Sabemos que su salud es frágil y sabemos también que puede que este sea el otoño de una vida de (creemos) casi dos décadas pero, si finalmente es así, procuraremos cuidar de ella lo mejor que podamos.
Así fue como Atlanta llegó a nuestras vidas. Y así fue como se quedó.


viernes, 15 de julio de 2016

Divider Over Troubled Water

Es cosa sabida que mi dueña va nadando allá por donde pasa y, por una vez, no me refiero a sus poderes mágicos climatológicos para anegar ciudades. Poderes, por otra parte, que siguen plenamente vigentes: habrá que ver lo que pasa este año en Norfolk al llegar el invierno.
Norwich tampoco podía ser una excepción en sus aventuras acuáticas, de modo que antes incluso de tener casa mi ama ya se había informado de la localización, horarios y precios de la piscina más cercana a su trabajo. Es más, ya se lo traía mirado desde España porque ella es así. Techo, irrelevante; bañador y chanclas, fundamental.
Es cosa también sabida que mi humana tiene cierta tendencia a toparse con situaciones (o instalaciones, o personajes) desconcertantes cuando va a nadar. En el caso concreto que nos ocupa, el desconcierto surgió antes incluso de poner un pie en el edificio: para empezar, ¿cuántas piscinas había allí dentro? En algunas partes se hablaba de una piscina olímpica y en otras de dos piscinas de 25 metros cada una, todas con horarios distintos. Después, ¿cómo funcionaban las tarifas? Yo personalmente no veía nada claro que mi bípeda tuviese que convertirse en un metal precioso o en una aleación sin piedra filosofal de por medio. Además, ¿no se supone que los metales no flotan? Vamos, que para mí toda la lista de precios era un despropósito desde el inicio.
El misterio de la(s) piscina(s) quedó desvelado una vez mi dueña se hubo cambiado en unos vestuarios muy ingleses (es decir, con unos estándares de limpieza diferentes) y hubo asegurado su taquilla con un candado alquilado, porque entre todas las cosas que metió en sus Samsonites y en sus cajas no se le ocurrió traerse el que se compró para el mismo efecto en Nueva York. Resulta que la piscina, en realidad, es una sola. Consiste en un vaso único con un divisor sobre raíles que la parte en dos mitades de 25 metros cada una y de distintas profundidades, si bien lo primero habría que medirlo porque cuando mi dueña hace el mismo número de largos en una de las mitades tarda más que si los hace en la otra, y me resulta muy difícil de creer que tenga días supersónicos. La disparidad de horarios surge del hecho de que cada sección está destinada a usos distintos excepto cuando se elimina el divisor y queda convertida en una única piscina.
Una piscina olímpica.
Espero que este detalle haya quedado claro porque es importante. De hecho, los arquitectos que la diseñaron lo tenían clarísimo también: 50 metros de largo, 25 de ancho. Ni uno más, ni uno menos. Y así la trazaron, sin desperdiciar centímetros, con la típica solvencia que caracteriza a los isleños.
Terminada la obra, se felicitaron ante el feliz acontecimiento: Norwich tenía una piscina olímpica en la que poder celebrar competiciones relevantes como, por ejemplo, las de los Juegos Olímpicos de hace cuatro años. Además, la compartimentación otorgaba flexibilidad al espacio para diversificar el abanico de actividades disponibles y, con ellas, los clientes. Todo era ganancia.
Entonces midieron la anchura del divisor que, cosas de la vida, no es de papel de fumar precisamente; entonces se dieron cuenta de que, por unos centímetros, al desplazar este hacia un lateral del vaso los 50 metros de longitud ya no eran exactamente 50. Se habían olvidado de incluir la pantalla separadora en sus cálculos. ¡Recibamos con una ovación a los egregios técnicos responsables de la criatura, herederos del linaje de Paxton, geniales vástagos de la patria de Stephenson!
Para despistar, decidieron poner a los usuarios a nadar alternadamente en sentido horario y antihorario. Es decir, en una calle se nada en sentido de las agujas del reloj, mientras que en la de al lado se nada a la inversa. Hay unos dibujitos con flechas muy ilustrativos en la cabecera de cada calle para que quede claro si estás en una calle europea o en una calle británica. Pese a que se aprecia el esfuerzo por conciliar tradiciones natatorias diversas, es probable que esta sea la organización más ineficiente de la historia de las piscinas (solo superada, quizás, por la abierta anarquía). ¿Por qué? Porque tanto si vas como si vienes siempre hay alguien nadando a tu vera del otro lado de la corchera, con el riesgo que eso conlleva. Ahora bien, esto obliga a los nadadores a estar tan pendientes de no golpearse mutuamente de una calle a otra que no les queda tiempo de reflexionar sobre el molesto asunto de las medidas.
Si alguien cree que exagero, he aquí la prueba de los peligros que acechan a mi ama cada vez que se mete en el agua: en cuatro sesiones ya ha salido coja del pie izquierdo, con un golpe en el costado derecho y con una patada en la mano izquierda. Por su parte, ella ha repartido también un par de puntapiés, de modo que el marcador se va igualando paulatinamente. Aún así, se admiten apuestas de lo que tarda en ganarse una tendinitis o un dedo roto.
Así fue como Norwich se quedó sin participar en Londres 2012 y mi bípeda encontró una piscina no apta para simios con problemas de lateralidad. Eso sí, todo el mundo sigue llamándola olímpica, supongo que porque cambiar la rotulación a pensamosqueeraolímpicaperono debe de ser costoso, amén de consumir mucho más espacio.



miércoles, 13 de julio de 2016

Home, sweet? home

Buscar casa: deporte extremo que practica mi ama cada vez que se cambia de país.
No, ni la RAE ni el María Moliner lo definen así, pero deberían.

Terminé mi entrada anterior diciendo que en la estación de Norwich nos aguardaba un ancianito. Este bípedo canoso nos trasladó a una habitación luminosa y clara en lo alto de una casa de tres plantas, con nuestro propio baño y una salita repleta de objetos de otros continentes donde nos servía el desayuno cada mañana. Durante diez días esa fue la base de operaciones desde la que mi dueña coordinó el operativo de caza y captura de alojamiento permanente. Nuestro anfitrión se convirtió en nuestro asesor (y en chófer voluntario cuando finalmente nos mudamos) y tres bípedos generosos y amables se erigieron en nuestras escoltas.
En ese tiempo vimos muchas menos casas de lo que nos habría gustado. Si por algo se distingue el mercado inmobiliario de Norwich es por su celeridad: tomarte dos horas para pensarte las cosas puede redundar en que la propiedad que has visto ya no esté disponible cuando te decidas (como, de hecho, nos sucedió). También están, por supuesto, los pisos compartidos con personajes peculiares, como el publicista cuyo gato era más limpio y ordenado que él (y para que una ardilla diga esto de un felino pueden ustedes imaginarse la cantidad de mugre que tenía el lugar) o el electricista obsesionado con aprender italiano el cual, cuando mi dueña le dijo que le interesaba su habitación, respondió que había encontrado a un nativo con el que practicar y que lo sentía mucho. En Dinamarca me quedó claro que hay una primera vez para todo, y esta fue la primera ocasión en la que un criterio lingüístico y un pasaporte nos dejaron sin techo. Curiosamente, esto fue el día en que Italia eliminó a España de la Eurocopa, así que mi simia se sintió doblemente agraviada por el mismo país.

Al precio que se cotiza el metro cuadrado en Norwich,
estoy segura de que hasta las palomas pagan alquiler.
Tras dar vueltas arriba y abajo por la ciudad durante una semana se volvió evidente que no podíamos permanecer con nuestro ancianito afable eternamente porque mi bípeda le tiene aprecio a sus riñones y una servidora a su pelaje, de modo que le propusimos a la casera de uno de los pisos que habíamos visto (que parecía la más normal y razonable, además de pulcra) una solución intermedia: dos meses de contrato en los que seguir buscando una casa más tranquilamente. Pese a que nosotras no estábamos plenamente convencidas de la decisión, la casera aceptó. Ante la falta de opciones viables a corto plazo nos mudamos, pues, a un piso compartido con otros dos humanos, cercano al trabajo de mi dueña pero en mitad de la nada.
Un día antes de la mudanza, mi ama fue a ver una casita amueblada (dato importante: aquí casi todo se alquila vacío) que se quedaba libre a finales de agosto y nada más salir de la visita decidió que esta no se la quitaban: llamó inmediatamente a la agencia, les dejó un mensaje en el buzón de voz, les envió un e-mail y a la mañana siguiente, tras una breve negociación y antes siquiera de mudarse a nuestro alojamiento temporal, fue a la inmobiliaria a cubrir el papeleo.
En resumidas cuentas, si todo sale según lo planeado viviremos retiradas del mundo hasta finales de agosto, mientras que septiembre ya lo empezaremos cerquita del centro. De aquí a entonces, compartiremos casa con una puerta cerrada (tras la cual se supone que hay una habitación cuya ocupante está de vacaciones) y con un humano isleño que nunca sabemos si está o no está porque tiene unos horarios de trabajo completamente anárquicos.
¿Se volverá Volunti una ardilla de suburbio tras este retiro monacal? ¿Acabará sintiendo la necesidad imperiosa de comprarse el equivalente para roedores de un Volvo?
Lo descubriremos en el siguiente episodio…


viernes, 8 de julio de 2016

On your marks, ready… go!

Un lunes por la tarde, a eso de las seis, mis odiadas Samsonites, mi dueña, un portátil y una servidora nos encontramos recluidas en la terminal de un aeropuerto. El avión que tendría que haber salido hora y media después decidió que no era procedente cumplir su horario; de hecho, consideró pertinente aparecer rodando por la pista allá sobre las nueve. Su tripulación, que debía de tener ganas de cenar como todo hijo de vecino, cogió sus bártulos y abandonó la aeronave aduciendo que habían llegado al límite de sus horas de vuelo. Pasajeros y roedores asistimos boquiabiertos al fantástico absurdo de disponer de un avión pero no contar con nadie para pilotarlo. Tuvimos que esperar a que otro vuelo de la misma compañía llegase desde un destino distinto con una tripulación diferente para poder despegar a eso de las diez y media de la noche.
Ahí podría haberse terminado esta aventura, pero con mi ama de por medio las cosas nunca pueden ser tan sencillas. En Inglaterra hay una hora menos con respecto a España, así que pese al retraso mi dueña todavía se las prometía relativamente felices: llegaríamos a Gatwick, cogeríamos el primer tren al centro de Londres y desde allí iríamos a casa de los humanos que nos hospedarían aquella noche.
Sedientas y hambrientas, hicimos nuestra entrada triunfal en la Gran Bretaña un par de horas después. Logramos esquivar las colas del control de pasaportes, recogimos nuestra Samsonite facturada, saltamos en el primer trenecito que conecta las terminales del aeropuerto y nos plantamos en la estación de trenes con el objetivo de abordar el primero que fuese hasta London Bridge.
Primer problema: no hay trenes a London Bridge pasadas ciertas horas de la noche. Segundo problema: los trenes que sí funcionan van hasta London Victoria, que queda prácticamente en la punta opuesta de la ciudad a la que teníamos que ir nosotras. Tercer problema: a medianoche empezaba una huelga ferroviaria que afectaba a las conexiones entre Gatwick y Londres. Cuarto problema: eran las 23:56.
Por si alguien lo dudaba, efectivamente, nos pilló la huelga. Tras la correspondiente cola para comprar billetes, llegamos a un andén atestado de gente y de maletas y esperamos por un tren que, ya de por sí, llegaba retrasado. La idea era coger el más rápido para llegar cuanto antes, pero no hubo manera. Por fortuna dentro del infortunio la cafetera a la que nos subimos logró cubrir el trayecto que nos separaba de Victoria en poco más de cuarenta minutos y sin averiarse.
Ya en Victoria, y rodeadas por conductores de minicabs que nos ofrecían sus servicios, buscamos por callejuelas laterales a una amiga de mi ama. Esta, ya fuese por piedad hacia nosotras o porque empezaba a desconfiar de que fuésemos a salir enteras de tantos retrasos consecutivos, había optado por venir a recogernos en coche. Finalmente concluimos la primera parte del periplo rozando las dos de la madrugada.
La segunda parte dio comienzo a la mañana siguiente. Mi ama me despertó tras cinco horas de sueño y, por esto de seguir sumando medios de transporte, me encaramó a un autobús rojo que nos llevó hasta otra estación de tren distinta de todas las anteriores. Pensándolo bien, me sorprende que no se le ocurriese cubrir el trayecto hasta Norwich en patinete o en globo aerostático.
Esta vez, menos mal, no hubo incidencias. Nuestro tren pertenecía a una empresa diferente que no estaba en huelga, de modo que salimos puntuales y no sufrimos ningún percance. En la estación de Norwich nos aguardaba un anciano delgado y sonriente cubierto con un gorro rojo de lana (para que lo reconociésemos). Nos condujo hasta su coche, nos ayudó a meter los bultos en el maletero y nos dio un breve paseo por el centro de la ciudad antes de dejarnos en el que sería nuestro primer alojamiento temporal: su casa.

Dos días más tarde, aquel nuevo país al que habíamos llegado de forma tan accidentada decidía que ya no quería seguir formando parte del resto del continente. Esa mañana me levanté imaginando a una nación entera armada con remos intentando navegar en dirección opuesta al Canal de la Mancha.
Cinco días más tarde, nuestro país, el que acabábamos de abandonar con tanta dificultad, se instalaba nuevamente en el día de la marmota sin que quedase muy claro si la cosa tenía visos de cambiar de roedor. Que, por sugerir, digo yo, podría ser tranquilamente una ardilla, que somos bastante más ágiles.
Recién llegadas y casi apátridas. Empezamos bien.

¡No se pierdan nuestras próximas entregas!


martes, 5 de julio de 2016

Smelly Cat

Es sábado por la tarde y ella está plantada en mitad del pasillo de un supermercado; un lugar tan válido como cualquier otro para echar raíces. Examina detenidamente varias botellas de plástico con líquidos de colores hasta que finalmente toma una del estante. Su contenido es viscoso y de color amarillo. La destapa con cuidado y la acerca despacio a sus orificios nasales.

Ahí está. Ahí sigue. El mismo perfume de hace siete años. Aquel en el que perderse al cerrar los ojos y que aspirar ávidamente entre brazos ajenos. El que la recibía al subir las escaleras de una casa que llegó a denominar hogar y la embriagaba con promesas de reencuentros. El mismo que hubo que reemplazar con aromas distintos cuando su pervivencia se convirtió en recordatorio permanente de la ausencia: es demasiado doloroso vestirse de deserción cada mañana.

Dicen que el olfato es el sentido con mayor poder de evocación. Es una lástima que uno no pueda elegir a qué huele cada memoria.

Ella devuelve el envase amarillo a su balda y alarga la mano hacia una botella de color azul. Una apuesta segura. Además, la elección debería ser evidente si nos atenemos a la gama cromática. Entonces se detiene. Duda. ¿Seguro que no se puede elegir? Quizás sea el momento de hacer la prueba: los recuerdos puede que estuviesen en régimen de gananciales, pero desde hoy su fragancia va a pasar a pertenecer a un presente todavía en construcción. Da un paso atrás, coge de nuevo el contenedor amarillo y lo coloca en su cesta de la compra antes de encaminarse resueltamente hacia la caja.

Es sábado por la tarde y, a veces, en un supermercado cualquiera, hay pequeños actos de valentía que pasan completamente desapercibidos.

lunes, 20 de junio de 2016

Faragullas

Mi dueña me leyó un cuento hace tiempo, cuando vivíamos en Madrid. En él dos niños salían con su padre al bosque en jornadas sucesivas, dejando tras de sí un sendero marcado inicialmente con piedrecitas y después con migas de pan. La primera vez lograron regresar a casa sin problemas, pero en la segunda ocasión los pájaros se comieron las migas y los dos hermanos se perdieron irremisiblemente en la espesura.
Nosotras también nos vamos a internar en un sitio verde y lleno de árboles. Pese a que a priori esta perspectiva no debería disgustarme (y no lo hace), soy consciente de que mi dueña no es tan buena rastreadora como yo. Cada vez que nos vamos nunca sé si lo que arroja tras sus pasos son piedras o migas.
Si son piedras, entonces no hay de qué preocuparse y esta entrada por sí misma no tiene razón de ser. Si son migas, en cambio, temo que la lluvia incesante de nuestro nuevo destino las disuelva y, de ese modo, confunda nuestro camino. Por esto, porque no me fío de mi humana para ser capaz de volver sola, es por lo que os pido vuestra colaboración:
Enviadnos migas de celulosa plagadas de garabatos, rígidas y satinadas, o dentro de sobres de colores (sabéis de su debilidad por el azul). Enviadnos migas que hagan vibrar un móvil y dibujen sonrisas. Migas que suenen a vuestro último descubrimiento musical, que nos enseñen nuevos pasos de baile y que comenten el episodio semanal de una serie que seguimos a la vez aunque estemos a más de mil kilómetros de distancia. Enviadnos migas con sabor a casa y a otras estaciones, migas que nos cuenten qué ha cambiado y qué no, en dónde beberemos nuestro próximo chai juntos, quiénes sois ahora que no podemos presenciar vuestra evolución diaria. Enviadnos migas con nimiedades, con tonterías, con detalles insignificantes y cotidianos que os parezcan irrelevantes pero que nos sirvan para transportarnos allá donde estéis. Porque cuando estemos lejos y solas necesitaremos saber que todavía no nos habéis olvidado, que todavía no nos hemos borrado por completo de vuestro presente, que aún importamos. Enviadnos migas que nos recuerden que todavía tenemos un hueco porque, para querer encontrar el camino de vuelta, lo primordial es tener un destino al que regresar.
Lo mismo funciona a la inversa. No hay que olvidar que cada dirección tiene dos sentidos. Enviad migas, por favor, que yo corresponderé con bellotas, castañas y palabras, y mi dueña, conociéndola, con retahílas de sinsentidos, onomatopeyas y tulipanes de papel. Me comprometo a morderla en las orejas cuando parezca no escucharos y a guiar sus dedos con mis garras si tarda en responderos, pero no dudéis de su memoria ni siquiera en los silencios. Enviadle migas dentro de seis meses, de un año, o de cinco, porque ella seguirá preguntándose qué tal estáis. Ambas somos endiabladamente tercas sumando y rematadamente malas restando. De este modo tal vez dentro de seis meses, de un año, de cinco, os narraremos otro cuento en el que una viajera y una ardilla lograron volver a su hogar siguiendo las ráfagas luminosas de los faros que encendieron aquellos que nunca permitieron que se marchasen del todo.

Próximas entregas del otro lado del Canal de la Mancha.

[Por cierto, también aceptamos migas sin franqueo y con entrega en mano].


jueves, 16 de junio de 2016

Vertixe (II)

[Disclaimer: esta entrada estaba pensada para ser publicada a continuación de Vertixe, pero los recientes acontecimientos han provocado que quede cronológicamente desubicada].

Suena el teléfono y se te pasa la parada del bus.
Cuelgas y tu vida ha vuelto a ponerse patas arriba.

Las emociones se suceden y se superponen mientras tu mente se inunda de cientos de pensamientos simultáneos. Dentro de ti hay pánico, hay frustración, hay tristeza, hay expectación y en algún rincón, todavía pequeño, hay alegría. Ha sido tal la sobreexposición a sentimientos contradictorios de los últimos tiempos que aún no has recuperado la capacidad de experimentar una única cosa.
¿Pánico? ¿Por qué? Porque te vas, y esta vez te vas de verdad. Te vas ya, inminentemente, casi sin margen para respirar hondo antes de la zambullida. Vuelves a dejarlo todo, un todo que está en el lugar y con la gente adecuada pero que desgraciadamente no da de comer. Vuelves a empezar de cero. Y no es que temas no saber hacerlo porque estás cansada de reiniciarte en latitudes diversas: lo que temes es lo definitivo que parece. Te aterra el desarraigo de saberte extranjera en donde vives y foránea donde naciste.
Sin embargo, ¿no buscabas eso? ¿Permanencia? ¿Estabilidad? Sí. Llevas tanto tiempo siendo ave migratoria que tienes curiosidad por saber qué se siente cambiando de especie. La frustración procede, entonces, de la incapacidad para conciliar sueños. Por qué no aquí. Por qué no yo. Por qué debo tirar la toalla en este maldito país si siempre he intentado ser la mejor versión de mí misma para poder aportar mi granito de arena.   
Pero peor que admitir la derrota es asumir las ramificaciones de la deserción. Hay demasiadas cosas que ni caben en maletas ni se pueden meter en cajas: hogueras que no saltarás y fuegos artificiales que estallarán sin ti, ciudades que no son plegables, personas que seguirán adelante cuando ya no estés y a las que no podrás cuidar del mismo modo, o que desaparecerán -literal y figuradamente- sin que puedas hacer nada por evitarlo salvo llorar de impotencia del otro lado de la línea.
¿Línea? ¿Qué línea? Todavía no te has ido. Esa línea a través de la que recibir noticias distantes, por ahora, no existe. Aún no sabes cómo será vivir en tu nueva ciudad, ni qué tal te encontrarás en tu nuevo empleo. No conoces bien a tus compañeros de oficina, ni has visto las caras de los que serán tus futuros amigos -porque los habrá, no lo dudes. Todavía no has encontrado un hogar por el que aprender a moverte con soltura en la oscuridad. Admite que te pica el gusanillo de descubrir si serás capaz de volver a pedalear por la izquierda sin que te atropellen.
Ahí, al fondo, al lado de tu potencial bici de segunda mano, está esa sensación remolona que se resiste a aflorar, ahogada por el peso de todo lo demás: la alegría. Lo has logrado. Por fin un trabajo de verdad, por fin vas a poder ser lo que querías ser. Y te das cuenta de que si te cuesta tanto sentirte contenta es porque todavía no te lo acabas de creer. Con todo lo que ha ocurrido últimamente, quién podría culparte de temer gafarlo. Durante una temporada es probable que sigas acogiendo las buenas noticias con cierto recelo, no vaya a ser que el universo decida equilibrar la balanza arrebatándote a alguien más.
Por fortuna para ambas, mudanza tras mudanza hay algo que has aprendido a no sacar de tus alforjas porque, si lo hicieras, sencillamente serías incapaz de marcharte. No hay viaje ni aventura que den comienzo sin ella, por muchas contradicciones que quepan en tu metro sesenta y cuatro. Sospecho que cualquier emigrante te dirá que las tuyas ni siquiera son mínimamente originales.
¿Sabes lo que es?
Te daré una pista: dicen que es del mismo color que la tierra a la que vas. Del mismo color que aquella que dejas a tu espalda.  

Saca tus propias conclusiones.   

domingo, 5 de junio de 2016

Sit tibi terra levis

Hay palabras por escribir. Palabras que no quieren salir, que se enquistan en las garras y se adhieren a la caja torácica para ponerle la zancadilla a los latidos del corazón. Palabras que resecan los ojos, crispan las manos y endurecen el perfil de una mandíbula. Palabras inconexas, etéreas, sin destinatario:

La han llevado a críticos. Familiares de XXX, acudan para informar. Está sola del otro lado de la puerta. No he podido despedirme. ¿Qué fue lo último que le dije?
Irreversible. Hemos hecho todo lo posible. Hay que ir haciéndose a la idea. Id a descansar un poco. Nosotros hacemos el primer turno.
¿Alguna novedad? Dicen que ha abierto los ojos, ¿es verdad?
Estamos en la primera planta. Nos oye, pero no nos entiende. Está sedada. No tiene dolor. Es cuestión de tiempo.
No me lo puedo creer, si ayer estaba bien. Sí, fue de repente.
Me voy a casa. Qué suave tienes el pelo. Por si no nos vemos antes: buenos días, buenas tardes y buenas noches.
Se acabó.
¿Está libre? Al hospital, por favor.  
¿Cuánto hace? ¿Ya vienen a llevársela? Todavía estaba caliente cuando le puse la mano en la frente.
Llevo dos noches olvidándome de cenar. Deberías comer algo. No tengo hambre.
Lo siento mucho. Os acompaño en el sentimiento. Mi más sentido pésame. Hablaba mucho con ella. Era muy mayor. Es lo que toca. De esto nadie escapa. Vivió una buena vida. Al menos no sufrió. Tuvo una buena muerte.
Gracias por venir. Cuánto tiempo, siento que sea en estas circunstancias. Cómo habéis crecido, estáis desconocidos. Muchas gracias. Qué bonitas flores.
No voy a llorar. Hay demasiada gente a la que consolar a mi alrededor, tengo que aguantar. Soy la nieta mayor. Debo estar entera. ¿Cómo estás? ¿Cómo te encuentras? Ojalá supiera cómo aliviaros. Sólo puedo abrazaros, pero no es suficiente. Tengo miedo de que os rompáis.
Os lo agradezco sinceramente pero no vengáis, en serio. Sé que estáis conmigo en espíritu. No quiero pararme a pensar si yo también necesito consuelo. Ahora mismo soy un autómata: no siento nada.
¿Pero qué hacéis aquí? ¿No os dije que no vinierais? - ¿Desde cuándo te hacemos caso?

Desde hace unos días este blog tiene una lectora menos.
Y sí, quedan palabras por escribir, pero su volumen nos sobrepasa de tal modo que por ahora solo alcanzamos a inventariarlas y regurgitarlas, sin elaboración. Asfixia por sobreexposición vital, supongo. De todas ellas, mi dueña lleva días aferrándose tenazmente a una que no se le va de la cabeza. Cuando todas las demás hayan salido, sabe que esa permanecerá.
Ella era la única persona que la llamaba larafuzas.

Que la tierra te sea leve.

sábado, 21 de mayo de 2016

Vertixe

“Would you tell me, please, which way I ought to go from here?'
'That depends a good deal on where you want to get to,' said the Cat.
'I don't much care where -' said Alice.
'Then it doesn't matter which way you go,' said the Cat.
'- so long as I get SOMEWHERE,' Alice added as an explanation.
'Oh, you're sure to do that,' said the Cat, 'if you only walk long enough.”

Lewis Carrol, Alice’s Adventures in Wonderland.

Choices. Scelte. Decisiones.

De ellas depende el sonido de la llave en tu próxima cerradura, tu siguiente código postal, la marca de la leche en tu nevera, los adaptadores de enchufes, el idioma que usarás para pedir un té (avec du citron, s’il vous plaît Tusind tak, perdón, graciñas) y la moneda con la que lo pagarás.

Ellas definen el peso y el número de maletas y cajas –si las hubiera o hubiese–, condicionan en qué piscina nadarás pasado mañana y dictan la fuerza con la que abrazarás a quienes dejes atrás –si llegas a irte. Salvo que no son ellas quienes definen, condicionan o dictan, sino tú.

Las decisiones severas cursan con síntomas febriles: causan escalofríos, sequedad bucal, taquicardia e incluso (a veces) dolores de cabeza. En el prospecto pone que también pueden provocar vértigo. De pronto suena el móvil, o recibes un correo electrónico, o te subes a un tren (o todo al mismo tiempo) y te das cuenta de que no tienes más alternativa que optar. La ubicuidad no existe. You can’t have everything te repetía a menudo alguien que, finalmente, decidió no elegirte a ti. Ahora tampoco puedes tenerlo todo.

Intentas ganar tiempo. Necesitas racionalizar y analizar, o sea, engañarte un rato convenciéndote que eres capaz de controlar todas las variables. Las preguntas del test tienen una única solución, ¿verdad, profe? Seguro que si lo pienso un poco lo saco. Eres consciente de que cada respuesta afirmativa implica también un montón de negativas tácitas y las áreas grises siempre te han dado miedo. Decidir hacia adelante sería mucho más sencillo si lograses eliminar de la ecuación todo lo que no estás eligiendo. Las opciones son unos malditos animales gregarios y tú eres una malabarista desastrosa cuando se trata de descartar mazas.

El teléfono vuelve a sonar. El correo necesita una contestación. El tren no se detiene. No puedes seguir escondiéndote. Del otro lado del Whastapp vibran los consejos de quienes escriben con dedos menos temblorosos que los tuyos. No estás segura de lo que vas a hacer, pero cómo podrías estarlo si las únicas bolas ocho que has comprado en tu vida han sido regalos (aunque, en realidad, bastaría con que alguien te abrazase y te dijese que todo va a salir bien; lástima que en este vagón no te conozca nadie). Temes equivocarte pese a que objetivamente sepas que, dado que nunca sabrás cómo habrían salido las cosas si hubieses elegido la otra puerta, jamás tendrás información suficiente como para definir esta encrucijada como acierto o fracaso.

Finalmente devuelves la llamada. Tu interlocutora electrónica por fin recibe una respuesta. La cobertura oscila entre embalses y montañas mientras el paisaje se va volviendo verde y tú piensas en lo bonita que es tu esquina del mundo. Al menos puedes disfrutar de ella unos días más. El alma se te encoge un poco. Intentas respirar hondo pero es demasiado pronto para eso: la semana todavía no ha terminado y aún quedan decisiones por tomar. Como Alicia, tú tampoco encuentras tu camino porque no tienes claro cómo conciliar los dos destinos, aparentemente divergentes, a los que te gustaría llegar. Lo sé, ojalá todo(s) aquello(s) (a los) que adoras en tu entorno fuese(n) igual de fácil(es) de transportar que esta ardilla que te psicoanaliza. 

Siamo spiacenti, the show must go on.


sábado, 7 de mayo de 2016

Gira il mondo gira...

¿Dónde estoy? ¿Qué está sucediendo? Hace un momento todo estaba en calma y yo dormitaba, pero de pronto estoy rodeada de un ruido ensordecedor. No oigo la voz de mi ama. No nos movemos. ¿Me habrá dejado sola? Tengo miedo de asomar la cabeza por la rendija de la cremallera: no sé quién hay del otro lado.

Siento una sacudida. Escucho un chirrido. Un golpe. Inmovilidad de nuevo. Risas. El barullo atronador se intensifica. Sigo sin ser capaz de identificar voces familiares.

Un impulso repentino me empuja hacia atrás, hacia la pared del bolso. ¡Algo me arrastra! Durante un breve instante parece que voy a estrellarme contra la fuente de ese sonido terrorífico. Me siento entonces oprimida contra la base de mi habitáculo, como si de improviso pesase varias toneladas. Miro hacia arriba y la rendija iluminada que me conecta con el exterior me resulta lejana e inalcanzable. Tengo que hacer un esfuerzo sobreardillil para volver a incorporarme sobre las patas. El ruido se va alejando paulatinamente y es reemplazado por un rumor sordo semejante a un soplido.

El movimiento se detiene lentamente. No sé cuánto tiempo permanezco estática, intentando deducir mi posición en función de las ráfagas de viento. No recordaba que la brisa fuese tan intensa cuando salimos de casa. ¿Cuánto tiempo he dormido? A mi alrededor sigo escuchando risas y varios chasquidos. No entiendo nada. ¿Le habrán robado el bolso a mi dueña?

¡Me caigo! Siento un vacío horroroso en el estómago y me doy cuenta de que me estoy precipitando hacia abajo. Oigo unos gritos en el exterior. Intento agarrarme inútilmente a uno de los bolsillos internos, pero todo cae conmigo. Tengo la garganta seca y las garras crispadas. Tiemblo de las orejas a la cola. La algarabía se acerca vertiginosamente como si fuese a tragarme y la percusión de la música no me deja distinguir los latidos de mi propio corazón.

¡No quiero morir, no quiero morir!

¡Por favor, hay una ardilla en este bolso!

¿No me oyen?

¡No quiero morir!

Pero no muero. El sonido me engulle, mis sienes palpitan frenéticamente y mi pelaje está de punta, pero no muero. Siento de nuevo el empuje horizontal, atravieso de nuevo la cortina cacofónica y risueña, y me envuelve otra vez el silencio ficticio del viento. Me siento mareada.

Solo entonces escucho por fin la voz de mi ama. “Nueve años” dice en un susurro cuya inflexión estoy demasiado aturdida para interpretar debidamente. Aún no comprendo, continúo aterrada, pero jamás me he sentido más aliviada de tenerla a mi lado. Por alguna extraña razón me siento menos desamparada sabiendo que, de morir, moriremos juntas. Haciendo acopio de valor, trepo dificultosamente por el interior del bolso (tiemblo demasiado para hacer gala de mi agilidad habitual) y asomo despacito la cabeza al exterior.

Estamos altas, muy altas. Mucho más altas que sobre cualquier árbol al que hubiera podido subirme. La ciudad a nuestras patas se extiende serena y pétrea como si fuese una maqueta de sí misma. El sol acaba de ocultarse y el cielo a nuestra izquierda se ha vuelto rosado. Mi primera reacción es el asombro, la segunda el vértigo, la tercera el pánico. Cierro los ojos. El estómago vuelve a encogerse, el corazón me da otro vuelco y la gravedad nos atrae nuevamente hacia la música chillona.

Mi cuarta emoción es la ira. ¿Qué hago yo allí? ¿Por qué me ha traído? ¿Pretende matarme de un susto? Sabe que odio volar, que no me inspiran confianza esos cacharros mecánicos con complejo de ave, y no se le ocurre mejor idea que meterme en un artilugio giratorio todavía más endeble. Ya se puede ir preparando: ¡en cuanto el mundo deje de dar vueltas tramaré mi venganza roedora!

Cuando abro los ojos volvemos a estar arriba, con el viento, rodeadas de azul. Su color favorito. Me tranquilizo un poco. Al tercer ascenso finalmente he constatado que mi vida no corre peligro. Mi dueña me mira disimuladamente y me sonríe. Las ardillas no palidecemos así que es incapaz de darse cuenta del miedo que tengo. Con un leve gesto me señala la ciudad y de pronto comprendo. Nueve años.

Casi una década es mucho tiempo para cualquier cosa, buena o mala. Mientras descendemos, esta vez más lentamente, la observo con la vista enredada en las callejuelas graníticas y me doy cuenta de que no nos limitamos a girar alrededor de un eje: el eje se ha quedado abajo, fragmentado en casitas blancas con tejados rojizos, ilusoriamente inmóvil, dolorosamente hermoso e inaprehensible en su materialidad. La veo repasar ávidamente los rincones conocidos y recorrer con curiosidad los nuevos, esforzándose por memorizar todo aquello que ha cambiado en su ausencia. Todo aquello que seguirá cambiando inexorablemente, estemos aquí o no para presenciarlo.

Por fin sé qué hacemos allí, mi humana y yo, encaramadas a una cabina amarilla a la luz crepuscular. No se trata de infartar roedores, ni de capturar la instantánea perfecta, ni de resucitar fantasmas o de inventariar recuerdos. Es mucho más sencillo que todo eso: simplemente, la única manera de abrazar a una urbe es abarcarla con la mirada.

Crédito foto: A.C.

viernes, 29 de abril de 2016

Danzad, danzad, malditos

Quienes me conocen desde hace tiempo saben que hay pocas cosas que envidie de los humanos. Al fin y al cabo, no es culpa mía que los roedores seamos claramente superiores a los simios. Reclamaciones a Sir Charles Darwin o, para los creacionistas, a su respectivo demiurgo.

De entre todas las especies de roedores, las ardillas concretamente somos bonitas, graciosas, livianas, gráciles y, así en general, adorables. Considero que todas estas virtudes de una servidora han quedado suficientemente demostradas en entradas previas con la humildad y modestia que me caracterizan.

De los bípedos, no obstante, envidio un detalle: su capacidad para la belleza deliberada. Nosotras no tenemos eso. Somos magníficas, en efecto, pero no lo hacemos aposta: simplemente somos así. Hay quien dirá que eso es una fortuna porque no tenemos que esforzarnos en ser deslumbrantes, nos basta con existir. No negaré que es muy cómodo levantarse cada mañana con un pelaje impecable y no necesitar maquillaje para tener una mirada cautivadora, pero ahí se queda todo.

Los humanos, en cambio, pueden generar belleza ex novo. Cierto, no siempre utilizan sus poderes para hacer el bien (mi ama lo ha probado con creces aquí y aquí), pero cuando lo hacen una les perdona momentáneamente lo irritantes que pueden llegar a ser. Tras casi cuatro años persiguiendo a mi dueña por eventos culturales de medio mundo he llegado a la conclusión de que mis patas de tres garras jamás poseerán el talento necesario para rozar siquiera el nivel de maestría de un hominino (con excepción de las dotes literarias de mi humana, a la que le sigo dando mil vueltas). Durante un tiempo incluso intenté dedicarme a la talla de nueces y bellotas, pero enseguida me di cuenta de que había prácticamente un continente entero de bípedos sacándome ventaja, así que dejé de desperdiciar comida y regresé a mis viejos hábitos recolectores.

Ah, pero después están las disciplinas intangibles, esas que se apoyan en ondas y en aire y que solamente existen en el presente. Posiblemente sean las que más me frustre no poder imitar. Siendo un roedor amante de los brincos y del movimiento, y encima melómano, tiene toda la lógica del mundo. Yo nunca sabré lo que se siente al enfrentarme a mi imagen en mil espejos, peleando con unas patas que parecen estacas o con un arabesco que no quiere salir. No me marearé ensayando giros, no apretaré los dientes con obstinación si no consigo aprenderme un paso concreto ni me reprocharé la torpeza de un boleo similar a una coz equina, como tampoco experimentaré el júbilo al reconocer mi primera maya contra los azulejos del baño, la emoción de componer una coreografía con la que expulsar demonios ni la trepidación de los segundos previos a pisar un escenario. Jamás aprenderé qué hay tras el miedo a exponerse a alma descubierta, ni probaré el riesgo de asirme a una garra para concederle el permiso de que me conduzca, de espaldas y a ciegas, alrededor de un staccato. Nunca me disolveré entre brazos ajenos para forjar juntos un ecosistema de tres minutos.

Os envidio, simios, porque podéis crear algo hermoso con tan solo moveros. Podéis transmitir vuestras emociones según os desplacéis por un espacio. Deberíais hacerlo más a menudo. Qué importa que seáis o no expertos bailarines: no encuentro ningún motivo para renunciar a la oportunidad de erizar una piel. Vosotros, que tenéis ese poder, aprovechadlo.

¡Feliz día internacional de la danza!



[Y ya que os ponéis, si no os importa, marcaos un baile también por esta ardilla celosa de vuestras habilidades psicomotrices].



miércoles, 13 de abril de 2016

Llonxana

La habitación estaba envuelta en una penumbra amarillenta y acogedora que emanaba de una lamparita encendida sobre la mesilla de noche. La cama tenía dos ocupantes, ambas tendidas boca arriba. Una estaba tapada hasta el pecho por la sábana y la colcha, con las manos entrelazadas sobre el vientre; la otra se había tumbado a su lado, en diagonal, con la sien a la altura de su hombro. Entre ellas, en apenas milímetros, cabían casi sesenta años.
Sin mirarse, las dos fijaban sus ojos en la misma dirección. Allá arriba, sobre sus cabezas, multitud de líneas pardas atravesaban caprichosamente el techo de la alcoba. Erráticas e imprevisibles, se cruzaban e interrumpían las unas a las otras como si todas intentasen hablar atropelladamente y al mismo tiempo. Se curvaban en circunferencias imperfectas e inacabadas o se diluían y desaparecían en las sombras. La luz, aprendiz de dibujante, parecía conferirles vida propia.
“Vaya un modo de pasar un viernes noche, aquí conmigo, en lugar de salir por ahí” dijo entonces una de ellas, la más mayor.
La otra se incorporó bruscamente, se giró y la miró con incredulidad mientras protestaba enérgicamente, aunque con menor vehemencia de lo que le habría gustado. ¿Cómo se le ocurría siquiera semejante idea? ¿Acaso pensaba que se aburría? ¿Qué estaba allí por obligación?
Se equivocaba.
Acababan de regresar de un viaje por aquellos senderos marrones que en los últimos tiempos se habían convertido en el firmamento de una de ellas. Un periplo fabuloso en el que se habían topado con bisontes (o vacas, no se habían puesto de acuerdo en ese punto), peces, cabezas de perro y hasta con un trasero enorme dándoles groseramente la espalda. Al volver de la excursión habían bailado un tango como los que sonaban cuando la madre de una de ellas recorría folixes vendiendo dulces. ¿Qué más se podía pedir?
De pronto, la más joven se percató de que la causa de su apasionada reacción al comentario de la primera había sido el miedo. Miedo a que las grietas del techo volviesen a ser solamente eso: grietas. Instintivamente cruzó fuerte los dedos y deseó que todavía quedasen muchos viernes como aquel.
“¡Mira, güela, bueyes!” exclamó tras una pausa la nieta, sonriendo y con voz cantarina. Sobre todo que no le leyese el pensamiento, pensó. Sobre todo eso. Puede que ninguna de las dos se apellidase Sanz de Sautuola, pero de momento todavía tenían su propia Altamira, bicromática y con olor a suavizante. 

sábado, 2 de abril de 2016

(…) la princesa persigue por el cielo de Oriente / la libélula vaga de una vaga ilusión

La princesa tiene veintidós años. Dentro de unos meses cumplirá los veintitrés.
Las muchachas de su edad hace tiempo que han encontrado un marido, pero ella sigue soltera. Sus padres, los reyes, se miran en silencio y mueven la cabeza con preocupación cuando su hija no los ve. Ya no es ninguna niña; comienza a ser hora de que encauce su vida. Los monarcas tienen miedo del paso del tiempo y de la velocidad progresiva que este adquiere al transcurrir los años. Temen dejarle en herencia incertidumbre y soledad.
La princesa, sin embargo, no vive cruzada de brazos. Atesora memorias de romances, siempre breves, al amor de cuya lumbre abrigarse en las noches de invierno. Son esos recuerdos a los que se aferra en las etapas de transición, como esta, en las que nada turba la imperturbable linealidad del horizonte. Se repite, cada vez con menor convicción, que no hay nada en el pasado que no permita intuir futuros luminosos y emocionantes.
La princesa reflexiona con la vista perdida en ese mismo horizonte inescrutable: cuatro pretendientes le han ofrecido su mano. Sus cuatro propuestas han sido cuidadosamente estudiadas pero todavía no han recibido respuesta.
“Si me elegís” dijo el primero de ellos, un patricio de buena familia, “os garantizo que en los próximos cuatro años no os faltará de nada. Me acompañaréis a mi tierra y allí me aseguraré de que podáis continuar la formación que deseéis. Cuando esta haya concluido os desposaré y de este modo recuperaré mi inversión”.
“No escuchéis a este charlatán, alteza” se adelantó un caballero engolado, mirando con desdén al patricio: “Sus lisonjas pueden resultar tentadoras, pero nada os certifica que este botarate vaya a seguir manteniéndoos una vez celebradas las nupcias. Yo, en cambio, os propongo algo mucho mejor: como sabéis, soy heredero de mi propia dinastía y poseo abundante patrimonio. Lo pongo a vuestros pies a condición de que cumpláis una condición: aún no sois lo suficientemente instruida como para ser mi esposa. Exijo, por tanto, que permanezcáis bajo la tutela de vuestros padres hasta que regrese a evaluar vuestros progresos. Si lográis satisfacer mis demandas me casaré con vos y me ocuparé de que podáis vivir con holgura el resto de vuestra vida”.
“¿Y cuánto tardaréis en regresar, señor?” replicó el patricio con sorna. “Conozco relatos de doncellas que llevan uno, tres, cinco e incluso diez años aguardando vuestra aprobación. ¿Qué sucederá si, tras haber empleado tiempo y esfuerzo en amoldarse a vuestro capricho, vos decidís que la dama no está a la altura del elevado concepto que tenéis de vos mismo?”.
El caballero lo miró con condescendencia, casi admirado de que el patricio osase dirigirle la palabra, e ignoró altivamente los interrogantes.
“Mi proposición es más humilde que las anteriores, mi señora” habló entonces un artesano corpulento de manos callosas: “Cierto es que deberíais aprender mi oficio y trabajar conmigo desde el primer día, mano a mano, para ganaros el sustento. Cierto es, sin duda, que no todos los meses percibiríamos el mismo salario, pero también lo es que, con suerte, viviríamos dignamente. Yo no os pido que me guardéis ausencias: si me aceptáis, estoy dispuesto a desposaros mañana mismo y a aceptaros tal y como sois”.
Los dos primeros pretendientes pusieron los ojos en blanco. La nobleza de espíritu quizás funcionase en los cuentos de hadas pero a todas luces el artesano no tenía nada que hacer en aquel caso.
Por último, dio un paso al frente el último candidato, entre murmullos y risitas disimuladas. A la princesa le costó un poco reconocerlo, pues hacía mucho que no se veían: se trataba del antiguo mozo de cuadra del palacio: “Alteza, yo no tengo fortuna que ofreceros, enseñanzas que impartiros, ni oficio que enseñaros. No puedo haceros ninguna promesa de futuro ni desterrar la posibilidad de padecimientos y estrecheces. A pesar de ello, os conozco desde que éramos niños y estoy convencido de que sería capaz de haceros feliz”.
Los otros tres aspirantes estallaron en carcajadas ante la ingenuidad del argumento de su competidor. La princesa no dijo nada. Los reyes agradecieron a cada galán su presencia y los despidieron con buenas palabras.
Esa misma tarde y en los días siguientes se sopesan las cuatro opciones. Entre los consejeros reales no hay un consenso: los hay que abogan por el primer candidato y por su estabilidad durante casi un lustro, mientras que otros ven mucho más interesante la seguridad vitalicia del segundo a pesar de la incierta fecha del matrimonio. Algunos más pragmáticos, no obstante, son firmes defensores del pájaro en mano y, por lo tanto, creen que el artesano sería una solución veloz y tangible al dilema sobre la mano de la joven. Ninguna voz se pronuncia en favor del mozo de cuadra.
La muchacha escucha las razones de unos y otros y reconoce que todas rebosan sensatez. El único problema es que ninguno de los pretendientes la convence plenamente. Siempre se ha imaginado casándose por amor y, de todos ellos, el mozo de cuadra es el único que podría ocasionarle taquicardias. “El amor está sobrevalorado” le dice alguien cuando expresa sus dudas en voz alta. “Se puede tener un matrimonio perfectamente satisfactorio sin necesidad de sensiblerías. Si tanto os preocupa el tema, alteza, podéis casaros con cualquiera de los otros tres y gozar del mozo discretamente, como vuestro amante”. Algunos de los presentes asienten, mostrándose en clara connivencia con esta alternativa híbrida. Incluso hay quien apunta, puestos a barajar opciones, que la princesa podría desposar al artesano mientras continúa su formación en secreto, con el fin de repudiar a este más adelante para aceptar al patricio o someterse a los dictados del caballero.
“Sea como fuere, debéis tomar una resolución” añade otra voz. “No podemos forzar vuestra mano pero es menester que entendáis que no podéis prolongar vuestra soltería indefinidamente. Tenéis que elegir a uno de ellos”. Pese a que no intervengan en el debate, la joven sabe que los monarcas tienen a sus favoritos y que son conscientes, como ella, de que los limbos no son lugares de residencia permanente.
Con la vista todavía fija en el horizonte, la princesa se rebela tácitamente contra su destino. Como Penélope, día tras día teje y desteje las mismas justificaciones ante sus interlocutores en un intento de ganar tiempo. Mientras, cada noche lanza al mar mensajes en botellas de vidrio con la esperanza de que algún amante del reciclaje encuentre sus peticiones de auxilio y le brinde la posibilidad de ilusionarse de verdad.