Se ha puesto de moda entre los humanos decir que la vida es
eso que sucede del otro lado de tu zona de confort. Aplicándose dicha máxima,
mi ama decidió rematar el 2015 haciendo una incursión en terreno inexplorado,
pero como con ella no hay término medio acabó por adentrarse como diez
kilómetros al oeste tras la frontera de sí misma, quedarse allí un rato y
volverse. En lo que respecta a mí, como sigo temiendo que el día menos pensado
se me pierda y me deje sin máquina expendedora de alimentos, me vi abocada a
seguirla a regañadientes.
En esta ocasión mi dueña nos llevó al sótano de un edificio
en la zona nueva de la ciudad. Había mucho ruido, música, comida y bípedos,
pero no se trataba de ninguno de esos antros de perdición con estridencias
cacofónicas a todo volumen a donde me lleva las noches en las que quiere
torturarme. Una hipoacusia es más que suficiente, gracias. Aquí, además de
haber menos gente, sonaba una música diferente. Para rematar la extrañeza del
caso, mi ama desapareció cinco minutos y volvió con un par de zapatos distintos
del que traía puestos. Sería que los otros le hacían daño, qué se yo. No
obstante, enseguida me di cuenta de que mi humana no tenía precisamente
intención de caminar con el nuevo par porque casi inmediatamente se sentó en
una silla al lado de una simia a la que parecía conocer.
He de decir que hasta ahí todo se me antojaba bastante
inofensivo. Entonces apareció ante nosotras un bípedo vestido de negro de pies
a cabeza con la mano tendida en dirección a mi dueña quien, muy educadamente,
se la cedió. Confieso que no me gustó un pelo (y tengo muchos) verla alejarse
con aquel individuo con pinta de enterrador, pero preferí mantenerme en un
discreto segundo plano. Tampoco me hizo ninguna gracia que el humano no
solamente no devolviese la mano que había cogido, sino que además rodease el torso
de mi ama con el brazo derecho y la atrajese hacia él porque percibí que ella
estaba visiblemente incómoda y nerviosa.
Lo que siguió fue un espectáculo dantesco. Las ardillas
tenemos un oído muy fino y yo, concretamente, poseo un muy buen sentido del ritmo.
Decir que mi dueña masacró sádicamente cada uno de los acordes de la pobre
melodía que aplastó bajo sus tacones es quedarse sustancialmente corto: aquello
fue una carnicería. Por momentos tuve que taparme los ojos porque no podía
seguir presenciando tamaños despropósitos.
Cuando regresó a su lugar, abochornada y temblorosa tras sus
primeras tres piezas en la pista de baile, mi bípeda me contó que había sido
incapaz de entender las indicaciones de su pareja, lo que no hizo sino tensarla
más, y que esta no dejaba de repetirle que no mirase al suelo y que hiciese lo
que le pidiese el cuerpo, sin sospechar que en aquel momento lo que el cuerpo
le ordenaba a gritos era salir corriendo escaleras arriba para perderse en la
oscuridad de la calle.
Por suerte para nosotras, para el caballero de aspecto
córvido y para el noble arte de la danza en general tomó cartas en el asunto
una bípeda a la que no había visto antes pero que se dedicó a presentarnos a un
pequeño grupito de humanos de su confianza que en adelante se hicieron cargo de
la desastrada de mi dueña. Fueron ellos, con paciencia y amabilidad infinitas,
los que consiguieron que superásemos la velada con un mínimo de dignidad.
Pese a todo, mi humana todavía tuvo unos cuantos momentos de
gloria a lo largo de la noche. Obviando los pisotones recibidos gracias a su
ineptitud (que fueron unos cuantos), creo que mi anécdota favorita se produjo
cuando, al bailar con uno de estos sufridos mártires de la causa, se dio cuenta
de que estaba sorprendentemente equilibrada. Ya estaba a punto de sentirse
levemente orgullosa de sí misma cuando súbitamente cayó en la cuenta de algo:
tenía un tercer punto de apoyo. Estaban sus dos piernas, por supuesto, pero a
mayores se estaba sirviendo de la tripa del señor que la guiaba.
Lo bueno de tocar fondo es que después de eso solo se puede
mejorar. Bueno, salvo que te quedes permanentemente en el fondo, evidentemente.
Todavía no tengo muy claro en qué punto está mi simia, pero mi resumen de esta
experiencia es que:
- Hay cinco acepciones para la palabra milonga antes de llegar a la de “engaño, cuento” (que es la que yo conocía) y mi ama es negada para todas ellas.
- Ante cualquier duda sobre indumentaria, el look fúnebre masculino es el último grito. En indumentaria femenina se admiten colores con tal de tener presente que la tensión genera transpiración.
- Es recomendable asegurarse del número de piezas de que consta una tanda antes de que tu pareja te lleve a la pista y os encontréis con que faltaba una canción antes de la cortina.
- Asimismo, conviene hacer un control de seguridad de apoyos antes de comenzar una tanda. Los aparatos digestivos ajenos no se consideran puntos válidos.