sábado, 5 de marzo de 2016

In somno veritas

Ayer mi ama soñó con vos. Lo sé porque soy una ardilla muy sufrida y me despierto con facilidad. Hacía tiempo que no le pasaba, cosa que resulta bastante comprensible porque sus sueños suelen girar en torno a sus peripecias cotidianas, y vos hace mucho que no intervenís en ellas.
La capacidad onírica de los bípedos es algo que siempre me ha fascinado. Será que cuando convives con una humana que te narra sus ensoñaciones noche sí y noche también tienes que entretener tus horas de vigilia de algún modo, y la interpretación de los sueños es un tema igual de válido para psicoanalistas barbudos que para roedores desvelados.
En ocasiones mi ama sueña con personas lejanas con tal intensidad que al despertar todavía es capaz de evocar su tacto, sus voces, su olor o incluso su sabor. A menudo me pregunto si, dada la rareza de los homo sapiens, semejante sinestesia es recíproca: si soñar con alguien implica que ese alguien también está soñando contigo. Sería bonito que así fuera, que bastase con cerrar los ojos y dejarse llevar para acortar el espacio entre la gente que quieres. Es una de las pocas cosas que estaría dispuesta a envidiar de estos simios pelones (por no mencionar el ahorro en billetes).
Permitidme, pues, realizar una pequeña comprobación a este respecto: mi dueña, en efecto, soñó con vos anoche. Sí, con vos, que me leéis pese a que no os atreváis a escribirme. No os preocupéis, sé que os caigo bien. La incógnita es si vos también la soñasteis a ella, si al recuperar la consciencia todavía recordabais haberla tocado y haberos reído juntos (algo que, visto desde fuera, doy fe de que puede dar incluso miedo).
Si no os molesta, por favor sacadme de dudas dado que, en el fondo, desearía que mi teoría fuese cierta. “¿Por qué?” os preguntaréis (quizás). Además de porque me gusta tener razón, porque sé que en su sueño mi ama os abrazó y os dijo que os echaba de menos, y me parece muy triste rodear con tus brazos el vacío que ocupaba alguien que ha dejado de extrañarte a ti.

viernes, 4 de marzo de 2016

(...) prós que viron chorar unha nena, prós que viron un barco marchar!

El capitán miró más allá de la proa del navío. A su espalda, los marineros bostezaban ociosos sobre la cubierta. Hacía dos días que el viento se había quedado sin fuerzas para soplar y las velas pendían desmadejadas, como colgajos inútiles, a la espera de que Céfiro viniese a enredarse entre ellas. El calor del estío golpeaba la quilla y se colaba, preñado de humedad, por las troneras de las baterías, empapando las camisas de la tripulación.
Más arriba, sobre el palo mayor, un grumetillo metido a vigía oteaba incansable un horizonte mudo. El sol caía en perpendicular sobre la lisa superficie del agua, arrancándole destellos intermitentes a distancias dispares. El capitán apartó de su mente el recuerdo ominoso que estos le inspiraban: náufragos desesperados provistos de cristales rotos a guisa de espejos; tan pronto podían suponer tu salvación como aliviarte ad aeternum del peso de tu alma.
Lo peor de la calma chicha, pensaba, no eran el tedio, ni la pesadez de la canícula o la humedad pegajosa y salada que parecía envolverlos como si hubiesen sido lamidos por una bestia gigante. Sin lugar a dudas, lo peor de todo era la incertidumbre de la espera; no saber cuánto tiempo transcurriría hasta que las velas volviesen a hincharse. Horas, días, semanas... Recordó que era menester imponer cierta mesura que racionase los alimentos y el agua en previsión de una parálisis prolongada.
Se volvió hacia la marinería. Eran hombres aguerridos y leales, curtidos en innumerables lances. No temía por su desgaste físico sino por un enemigo mucho más temible y sibilino: el desaliento. Qué hermosa palabra, se dijo fugazmente, que encapsulaba a la perfección la imagen de una apnea apenas perceptible, casi como un suspiro letal. Le preocupaba que aquella calma pudiese tener mayor capacidad torácica que cualquiera de ellos porque los vientos, tarde o temprano, siempre regresaban, pero él los había visto soplar sobre cadáveres. 
Como de costumbre, el sopor y la inacción traían en sus clepsidras, entre otras cosas, momentos de introspección. Resultaba mucho más complicado meditar sobre el tempus fugit con los cañones retumbando de fondo o con el oleaje barriendo furiosamente el castillo. En su camarote, al reparo del sol, el capitán escuchaba el quedo clac clac del agua contra el casco y viajaba mentalmente hasta los canales de la Serenissima, donde una dama embozada se apeaba de una góndola de felze negro acompañada del frufrú discreto de su vestido. Otras mareas, otras estaciones.
Sus misiones lo habían llevado desde las costas de la República hasta los lejanos puertos de las Indias pasando por las gélidas aguas del Mar del Norte, sin recalar jamás en Ítaca. Había visto perecer y claudicar a otros compañeros mientras que él, por quién sabe qué caprichosos designios del Destino, había logrado sobrevivir. Su áncora jamás había servido de criadero de corales puesto que rara vez permanecía echada más de unos meses antes de volver a zarpar. Ahora que sus sienes comenzaban a encanecer el marino bendecía que no hubiese una esposa aguardándole del otro lado de las galernas, ni retoños a los que no ver crecer entre cada retorno. Se felicitaba con la misma efusividad de quien se ha persuadido de que su suerte es la mejor de las posibles por no condenarse a la amargura de saberse insatisfecho.
Sobre su mesa, las cartas de navegación se desplegaban perezosas e indolentes. Tras una ojeada distraída, el capitán las apartó con gesto hastiado. Frente a ellos, más allá de ese horizonte que el grumete escudriñaba infructuosamente, existía la tierra. No necesitaba catalejos ni mapas para saberlo. Había oído hablar de varias de ellas en largas conversaciones a altas horas, a la luz de velas, cuando el vino difuminaba los contornos de los rostros y mezclaba las voces. Ninguna representaba una perspectiva halagüeña. Las había evitado deliberadamente en el pasado, cuando todavía quedaban fondeaderos y bahías ignotos por explorar, pero si aquella endiablada bonanza duraba demasiado la falta de víveres los obligaría a refugiarse en alguno de esos muelles.
¿Provisionalmente? Resopló con sorna. Si algo había aprendido el capitán a lo largo de sus años de servicio, es que hay transiciones que devienen permanencias. Incluso el nomadismo es un hábito crónico. Si precisamente había rehuido aquellas ensenadas durante tanto tiempo era porque se le antojaban un kraken de tierra firme: una vez entre sus tentáculos sería casi imposible zafarse. Tal vez su inquietud fuese también reflejo de aquella inmovilidad forzosa, pero el murmullo intimidante del mar no hacía sino devolverle, amplificados, sus propios interrogantes: ¿De qué habría valido presentar batalla, haber puesto tus brazos a disposición de esta o aquella armada, para rematar tus días sellando legajos en una aduana? ¿A qué sacrificar casa y patria, juventud y pujanza, para regresar al punto de partida? ¿No era esa una forma mucho más sutil de capitulación?
Pero ¿acaso podía permitirse el lujo de no rendirse? Apretó los dientes y crispó los puños sobre la mesa. ¿Y su tripulación? No podía someterlos a una deriva perpetua bajo la promesa, quizá ilusoria, de hallar una rada más benévola en la que atracar. Podría ser que esta no llegase nunca y los cantos de sirenas no hiciesen sino precipitarlos hacia escollos en los que zozobrar. ¿Qué derecho tenía él a exponerlos de aquel modo? ¿Por qué habrían de pagar ellos por su tozudez y su orgullo? Y si, pese a todo, así fuera, ¿cuánto tiempo lograría mantener la impostura que ocultase su total ausencia de certeza en arribar a buen puerto?
El capitán dudaba, dudaba como no había dudado nunca, como se duda cuando te encuentras en la necesidad de elegir un rumbo y ninguno de ellos es el deseado. Ocultó la cabeza entre las manos. Gotas de sudor se deslizaban por su nuca y corrían espalda abajo. Se sentía incapaz de tomar una decisión. Aquel maldito calor lo agotaba. Estaba sediento. Del otro lado de la puerta, el contramaestre golpeó suavemente con los nudillos para verificar que su superior se encontraba bien. Este replicó con una reafirmación seca y breve. No le apetecía ver a nadie. Sabía que lo abrumaría la confianza de los demás en que tomaría la decisión correcta. Por primera vez se dio cuenta de que el fin de la calma chicha lo atemorizaba casi tanto como su duración indeterminada. No había opción buena, en suma. Volvió a acordarse de los náufragos de los cristales rotos, en sus frágiles esquifes, y se preguntó si no sería posible también naufragar en seco, callada y estoicamente, manteniéndose en pie sobre el puente de mando pero sosteniendo una brújula sin aguja.