sábado, 20 de agosto de 2016

Reminiscences

El año pasado, cuando mi ama vino de visita a la capital de esta isla, yo me tuve que quedar en Copenhague. Es difícil justificar la presencia de una ardilla en una reunión de negocios, lo entiendo. Tampoco tenía mayor interés en meterme en una ciudad inmensa, con la de verde que hay en Dinamarca.

Ahora veo edificios altos y acristalados al borde del agua y por un instante me pregunto si hemos regresado a Nueva York, pero no puede ser porque aquí los taxis son negros en vez de amarillos y los autobuses, de color rojo, parecen variantes camélidas de aquellos que yo creía conocer.

Bípedos, bípedos, bípedos por doquier.

Mi humana, en cambio, no observa mi pánico cada vez que un coche o un ciclista nos pasa rozando por el lado equivocado (¡con lo que me costó aprender que los simios circulan por la derecha!) porque tiene la mente en otro sitio. Bueno, tal vez en otro sitio sea una expresión inexacta dado que el lugar es el mismo; es el tiempo el que cambia.

Donde yo veo marabuntas de gente y flashes, ella ve a una adolescente de catorce años, flequillo y pelo corto sacándose una foto junto a dos señores uniformados a caballo. Lo que yo percibo como un estanque anodino en mitad de un parque para ella es el océano en el que dos primas casi naufragan aferradas a unos remos. Yo salto calle abajo ignorando que hay paseos que pueden resultar eternos para una universitaria que acaba de cumplir los veinte y se ha torcido el tobillo. Me resulta indiferente ese escaparate en el que dos amigas compraron un cuaderno de tapas verdes. Tampoco presto atención a una cafetería, como tantas de la misma franquicia (hasta en Norwich hay una), en donde pararse a beber un chai latte le costó a un joven llegar tarde a despedirse de una madre que se iba para siempre. A mí no me dice nada esa plazoleta en la que un ser hecho pedazos aguardó tres cuartos de hora por alguien que jamás vendría. Yo nunca he temido toparme con unos ojos al subirme a un vagón de metro.

Yo no sé, yo no capto, yo no entiendo, porque mi tablero urbano no está formado de estancias superpuestas. Las ardillas no solemos dejar fantasmas de nosotras mismas flotando entre una calle y la de al lado. Para mi dueña, por el contrario, la ciudad está compuesta de memorias estratificadas; a poco que escarbes sale una. Para ella, la ciudad existe en infinitos universos paralelos, cada uno con su propia cronología, que la asaltan en forma de destellos (o de ventanas, quién sabe, quizás algún día se pueda viajar marcha atrás a través de ellas), como si fuesen una obra de teatro representándose permanentemente ante su mirada cada vez que pisa sus aceras. Con cada estancia la obra se enriquece y complejiza, y un nuevo estrato se incorpora a los anteriores. Cada vez que la ciudad la llama, además, suele ser señal de que hay una bisagra vital en ciernes.

No, no comprendo, cómo podría. A mí ninguna ciudad ha venido jamás a buscarme cuando me pierdo. Cierto es que me pierdo poco. Será por esto, tal vez, que a mi dueña no le llega con una brújula ordinaria y para asegurarse de que va por el sendero correcto el universo le envía astrolabios urbanos.

Sospecho, sin embargo, que algún día llegaré a entender el fenómeno de la estratificación memorística de mi humana. Tengo la sensación de que los vientos que la arrastran a ella están empezando a incluirme a mí también: desde el viernes pasado poseo el primer cromo para mi álbum de recuerdos de esta ciudad camaleónica y multicolor. En él aparece un café forrado con paneles de madera y sembrado de mesas de mármol con patas de hierro forjado caprichosamente. Es uno de esos rincones que invitan a sacar un cuaderno, un bolígrafo y a ponerle un tapón a la clepsidra mientras un earl grey nos contempla serenamente con su ojo de limón. Desde hace una semana hay una versión treinteañera de mi ama sentada en una esquina con una maleta a su vera, la cabeza apoyada en el panel que le sirve de respaldo, la cara orientada hacia el sol matutino de la derecha, los ojos cerrados y una sonrisa dibujada en los labios. Etimológicamente, recordar significa volver a pasar por el corazón.

Mientras ella no mira, el roedor que la acompaña está horadando galerías dignas de un pozo minero astur en la tarta de zanahoria que hay sobre la mesa.

¿A qué vienen esas expresiones reprobatorias? ¡Tiene nueces por dentro y sustentarse de recuerdos ofrece un aporte calórico demasiado bajo para mi gusto!


lunes, 8 de agosto de 2016

The Coast is Clear

Tras tres fines de semana recorriendo la costa de Norfolk, esta ardilla ha observado que:

  • En esta isla el apelativo de playa se concede a cualquier extensión de terreno no escarpado bañado por el mar, sea cual sea la composición geológica del terreno en cuestión.
  • Cuando baja la marea hay que buscar el mar con prismáticos.
  • Cuando sube la marea hay sirenas que alertan de que si no espabilas puede que tengas el agua al cuello en cuestión de minutos sin siquiera estar tumbado sobre la toalla.
  • Un Fish & Chips es el negocio más rentable de cualquier localidad costera, seguido tal vez por una heladería.
  • El helado de saúco está sorprendentemente bueno.
  • Tener tu propia caseta de dos metros cuadrados al borde de un paseo marítimo en donde guardar tus bártulos playeros es la aspiración de todo veraneante de pro.
  • Don Quijote jamás habría podido cargar contra los molinos de viento isleños porque estos están plantados en mitad del océano.
  • Los conductores del Coasthopper están cansados de vivir y quieren llevarse por delante a la mayor cantidad de veraneantes posible.
  • Los isleños son rosas pero cuando se ponen al sol se vuelven rojos.
  • Mi ama, en su afán por asimilar las costumbres locales, ha pasado de tener la tez aceitunada a rojiza para desentonar menos. Le está bien empleado por infravalorar el sol británico. [Que nadie se inquiete, no pienso permitir que abrace el culto a las sandalias con calcetines].
  • Las máquinas tragaperras abundan en los pueblecitos de veraneo. Será para que los isleños ludópatas que no pueden dedicarse a las apuestas hípicas no las echen de menos durante las vacaciones.
  • Tener un rebaño de ciervos es mucho más sofisticado que uno de vacas o de ovejas.
  • Permitir que tus invitados se bañen en una fuente dieciochesca otorga un toque de distinción (levemente decadente) a toda casa de campo que se precie.
  • La única forma de personalizar una casa decorada hace casi trescientos años es colocando un marco con fotos de tu familia (y tu loro) en cada superficie que encuentres libre.
  • Los vigilantes de sala isleños se aburren tanto como los continentales y son igual de parlanchines y dicharacheros cuando se les pregunta algo. 
  • La edad del pavo humana (pobres pavos, qué culpan tendrán ellos) produce bípedos que intercambian pedradas en mitad de una playa o bípedas que se aplican base y sombra de ojos mientras son azotadas por ráfagas de arena.
  •  Las sombrillas son artilugios inútiles por estos pagos, lo que se lleva son los parapetos cortavientos.
  • Estaciones de tren y grandes superficies de cadenas alimentarias: una historia de amor por escribirse.


miércoles, 3 de agosto de 2016

A fine city

[Esto no lo digo yo, que conste en acta, así es como se autodenomina la ciudad].

Hemos concluido con éxito nuestro primer mes en Inglaterra y, para celebrarlo, creo que ha llegado la hora de hacer una breve semblanza del lugar al que hemos ido a parar:

Norfolk es la tierra de los cielos infinitos y las nubes veloces, del tiempo cambiante, de las cuatro estaciones en veinticuatro horas. Posee un aire a enclave remoto y alejado del mundo que parece haberse quedado varado en el tiempo; un tiempo de muelles decimonónicos en metal y madera, casetas de colores al borde del mar y casitas de campo con muros hechos de cantos rodados.

Norwich es una ciudad chiquitina, pero disimula para que no se le note. Tengo entendido que las urbes de este país son bastante dadas a jugar al despiste: se desparraman tanto por el suelo que dan la sensación de ser mucho más populosas de lo que realmente son. En verdad Norwich cuenta aproximadamente con unas ciento cuarenta mil almas, y eso si asumimos que cada cuerpo tiene una, cosa que a veces dudo a juzgar por el comportamiento de los humanos.

Dicen los lugareños que esta es la ciudad con un pub para cada día y una iglesia para cada domingo. De hecho, le han contado a mi ama que solamente en el centro hay más de treinta edificios religiosos, así que si sumamos los del resto de barriadas a lo mejor la sabiduría popular está en lo cierto. Una aseveración, por otra parte, que estoy por apostar que fue enunciada por primera vez mientras se procedía al recuento de locales de ocio. Lo que ya no me queda muy claro es cómo funciona el cómputo de pubs. Si tienen 365, ¿qué hacen con los años bisiestos? ¿Tendrán un pub comodín que solamente abre un día cada cuatro años?

Se rumorea también que Norwich es llana, pero quien sostenga tal idea miente cual bellaco. Como nos dijo un venerable simio levemente empapado en alcohol que se sentó un día a descansar a nuestro lado: “Norfolk es plano hasta que llegas a la vejez. ¡Entonces sí que encuentras las cuestas!”. Mi dueña claramente pertenece a ese sector poblacional.

Norwich huele a madreselva y tiene la piel de ladrillo. En ella hay cafés bonitos, rincones escondidos, arcos umbríos, ruinas perdidas y un río serpenteante al borde del que pasear. Está rodeada de parques por los que corretean varios de mis parientes lejanos y muchas de mis primas (¡creo que no había hecho tantas amigas de golpe desde Nueva York!) y mi dueña almuerza con vistas a un lago. Norwich bulle de actividad cada sábado y haraganea los domingos después de comer, y te regala atardeceres violetas y naranjas si levantas la vista del móvil cuando tu autobús de dos pisos dobla una curva.

Si hubiera que definir esta ciudad con una palabra, creo que sería apacible. Norwich no tiene prisa y nosotras, por una vez, tampoco. Tenemos margen para aprendernos de memoria cada recoveco y cada arruga. Es pronto aún para afirmarlo, pero quizás este sea el comienzo de una hermosa amistad. And a very fine one at that, of course.