El año pasado, cuando mi ama vino de visita a la capital de
esta isla, yo me tuve que quedar en Copenhague. Es difícil justificar la
presencia de una ardilla en una reunión de negocios, lo entiendo. Tampoco tenía
mayor interés en meterme en una ciudad inmensa, con la de verde que hay en
Dinamarca.
Ahora veo edificios altos y acristalados al borde del agua y por un instante me pregunto si hemos regresado a Nueva York, pero no puede ser porque aquí los taxis son negros en vez de amarillos y los autobuses, de color rojo, parecen variantes camélidas de aquellos que yo creía conocer.
Ahora veo edificios altos y acristalados al borde del agua y por un instante me pregunto si hemos regresado a Nueva York, pero no puede ser porque aquí los taxis son negros en vez de amarillos y los autobuses, de color rojo, parecen variantes camélidas de aquellos que yo creía conocer.
Bípedos, bípedos, bípedos por doquier.
Mi humana, en cambio, no observa mi pánico cada vez que un
coche o un ciclista nos pasa rozando por el lado equivocado (¡con lo que me
costó aprender que los simios circulan por la derecha!) porque tiene la mente
en otro sitio. Bueno, tal vez en otro
sitio sea una expresión inexacta dado que el lugar es el mismo; es el
tiempo el que cambia.
Donde yo veo marabuntas de gente y flashes, ella ve a una
adolescente de catorce años, flequillo y pelo corto sacándose una foto junto a
dos señores uniformados a caballo. Lo que yo percibo como un estanque anodino
en mitad de un parque para ella es el océano en el que dos primas casi
naufragan aferradas a unos remos. Yo salto calle abajo ignorando que hay paseos
que pueden resultar eternos para una universitaria que acaba de cumplir los veinte
y se ha torcido el tobillo. Me resulta indiferente ese escaparate en el que dos
amigas compraron un cuaderno de tapas verdes. Tampoco presto atención a una
cafetería, como tantas de la misma franquicia (hasta en Norwich hay una), en
donde pararse a beber un chai latte le costó a un joven llegar tarde a
despedirse de una madre que se iba para siempre. A mí no me dice nada esa
plazoleta en la que un ser hecho pedazos aguardó tres cuartos de hora por
alguien que jamás vendría. Yo nunca he temido toparme con unos ojos al subirme
a un vagón de metro.
Yo no sé, yo no capto, yo no entiendo, porque mi tablero
urbano no está formado de estancias superpuestas. Las ardillas no solemos dejar
fantasmas de nosotras mismas flotando entre una calle y la de al lado. Para mi
dueña, por el contrario, la ciudad está compuesta de memorias estratificadas; a
poco que escarbes sale una. Para ella, la ciudad existe en infinitos universos
paralelos, cada uno con su propia cronología, que la asaltan en forma de
destellos (o de ventanas, quién sabe, quizás algún día se pueda viajar marcha
atrás a través de ellas), como si fuesen una obra de teatro representándose
permanentemente ante su mirada cada vez que pisa sus aceras. Con cada estancia
la obra se enriquece y complejiza, y un nuevo estrato se incorpora a los
anteriores. Cada vez que la ciudad la llama, además, suele ser señal de que hay
una bisagra vital en ciernes.
No, no comprendo, cómo podría. A mí ninguna ciudad ha venido
jamás a buscarme cuando me pierdo. Cierto es que me pierdo poco. Será por esto,
tal vez, que a mi dueña no le llega con una brújula ordinaria y para asegurarse
de que va por el sendero correcto el universo le envía astrolabios urbanos.
Sospecho, sin embargo, que algún día llegaré a entender el
fenómeno de la estratificación memorística de mi humana. Tengo la sensación de
que los vientos que la arrastran a ella están empezando a incluirme a mí
también: desde el viernes pasado poseo el primer cromo para mi álbum de
recuerdos de esta ciudad camaleónica y multicolor. En él aparece un café forrado
con paneles de madera y sembrado de mesas de mármol con patas de hierro forjado
caprichosamente. Es uno de esos rincones que invitan a sacar un cuaderno, un
bolígrafo y a ponerle un tapón a la clepsidra mientras un earl grey nos
contempla serenamente con su ojo de limón. Desde hace una semana hay una versión
treinteañera de mi ama sentada en una esquina con una maleta a su vera, la
cabeza apoyada en el panel que le sirve de respaldo, la cara orientada hacia el
sol matutino de la derecha, los ojos cerrados y una sonrisa dibujada en los
labios. Etimológicamente, recordar
significa volver a pasar por el corazón.
Mientras ella no mira, el roedor que la acompaña está horadando
galerías dignas de un pozo minero astur en la tarta de zanahoria que hay sobre
la mesa.
¿A qué vienen esas expresiones reprobatorias? ¡Tiene nueces
por dentro y sustentarse de recuerdos ofrece un aporte calórico demasiado bajo
para mi gusto!