jueves, 6 de octubre de 2016

Journey to the Past

Hace unos días viajamos al pasado. Los martes son días infaustos para matrimonios y travesías oceánicas, dicen, pero aparentemente neutros cuando se trata de atravesar tejidos espacio-temporales.

Nos marchamos con poco equipaje: solamente un par de mudas y varias decenas de recuerdos. Volveríamos enseguida; apenas tendríamos tiempo de zambullirnos en nuestra propia memoria.

Viajamos al pasado y el pasado nos aguardaba con la impresión ilusoria de que nada había cambiado: la misma ciudad, las mismas sonrisas en rostros familiares, la misma lluvia concediéndonos una tregua de veinticuatro horas. Incluso nosotras nos sentíamos iguales, como si no hubiera pasado un solo día desde la última vez que nos vimos. Como si hubiésemos regresado a reclamar un espacio que antaño ocupamos y al que ahora nos resultaba sencillo reintegrarnos.

La verdad, sin embargo, era otra muy distinta: habían transcurrido tres años y cuatro ciudades. Tiempo más que suficiente para que los contornos de nuestras imágenes mentales se difuminasen, dándoles ventaja a las calles para que jugasen al escondite con nosotras. El enorme reptil plateado tumbado al sol junto a la ría nos recibió con sus escamas azules y su Cerbero guardián cabeceó levemente, agitando su cabellera florida en señal de bienvenida. Dentro esperaban a una persona procedente de Albión, uno de esos individuos rositas con chaquetas de tweed y calcetines con sandalias.

Viajamos atrás con la certeza de que nosotras, como el entramado urbano de nuestros recuerdos, también nos habríamos desdibujado -si no borrado completamente- en la memoria de aquellos que nos conocieron. ¿Qué son tres meses de permanencia frente a tres años de ausencia? Olvidarnos habría sido lo más lógico. ¿No es ese el sino inevitable de las aves migratorias? No es justo exigir (o anhelar) improntas mentales cuando solamente se puede ofrecer transitoriedad. Nadie nos aguardaba y así debía ser, pensábamos.

En nuestro rol de entes altamente prescindibles no encajaba que alguien nos saliese al paso y pronunciase nuestros nombres. No contábamos con que nadie nos hiciese una pregunta que pusiese de manifiesto que éramos blanco de una curiosidad personalizada. No esperábamos reencuentros sino indiferencia. Pese a que ayer fuese, efectivamente, ayer, nos pilló desprevenidas que todavía no se hubiera convertido en entonces.

Nosotras, que somos expertas en cerrar puertas con cuidado de no hacer ruido cuando nos marchamos, que procuramos no depender de nada ni de nadie porque jamás sabemos cuándo tendremos que volver a irnos, nos sorprendimos de pronto con un nudo en la garganta y preguntándonos si quizás fuimos menos invisibles, anodinas e intrascendentes de lo que creímos. De lo que creemos.

En ocasiones los viajes fortuitos al pasado plantean desafíos al presente: hay mucho de catártico en descubrir la opacidad de la propia sombra.