lunes, 4 de enero de 2016

Bailaches Carolina...?

Se ha puesto de moda entre los humanos decir que la vida es eso que sucede del otro lado de tu zona de confort. Aplicándose dicha máxima, mi ama decidió rematar el 2015 haciendo una incursión en terreno inexplorado, pero como con ella no hay término medio acabó por adentrarse como diez kilómetros al oeste tras la frontera de sí misma, quedarse allí un rato y volverse. En lo que respecta a mí, como sigo temiendo que el día menos pensado se me pierda y me deje sin máquina expendedora de alimentos, me vi abocada a seguirla a regañadientes.
En esta ocasión mi dueña nos llevó al sótano de un edificio en la zona nueva de la ciudad. Había mucho ruido, música, comida y bípedos, pero no se trataba de ninguno de esos antros de perdición con estridencias cacofónicas a todo volumen a donde me lleva las noches en las que quiere torturarme. Una hipoacusia es más que suficiente, gracias. Aquí, además de haber menos gente, sonaba una música diferente. Para rematar la extrañeza del caso, mi ama desapareció cinco minutos y volvió con un par de zapatos distintos del que traía puestos. Sería que los otros le hacían daño, qué se yo. No obstante, enseguida me di cuenta de que mi humana no tenía precisamente intención de caminar con el nuevo par porque casi inmediatamente se sentó en una silla al lado de una simia a la que parecía conocer.
He de decir que hasta ahí todo se me antojaba bastante inofensivo. Entonces apareció ante nosotras un bípedo vestido de negro de pies a cabeza con la mano tendida en dirección a mi dueña quien, muy educadamente, se la cedió. Confieso que no me gustó un pelo (y tengo muchos) verla alejarse con aquel individuo con pinta de enterrador, pero preferí mantenerme en un discreto segundo plano. Tampoco me hizo ninguna gracia que el humano no solamente no devolviese la mano que había cogido, sino que además rodease el torso de mi ama con el brazo derecho y la atrajese hacia él porque percibí que ella estaba visiblemente incómoda y nerviosa.
Lo que siguió fue un espectáculo dantesco. Las ardillas tenemos un oído muy fino y yo, concretamente, poseo un muy buen sentido del ritmo. Decir que mi dueña masacró sádicamente cada uno de los acordes de la pobre melodía que aplastó bajo sus tacones es quedarse sustancialmente corto: aquello fue una carnicería. Por momentos tuve que taparme los ojos porque no podía seguir presenciando tamaños despropósitos.
Cuando regresó a su lugar, abochornada y temblorosa tras sus primeras tres piezas en la pista de baile, mi bípeda me contó que había sido incapaz de entender las indicaciones de su pareja, lo que no hizo sino tensarla más, y que esta no dejaba de repetirle que no mirase al suelo y que hiciese lo que le pidiese el cuerpo, sin sospechar que en aquel momento lo que el cuerpo le ordenaba a gritos era salir corriendo escaleras arriba para perderse en la oscuridad de la calle.
Por suerte para nosotras, para el caballero de aspecto córvido y para el noble arte de la danza en general tomó cartas en el asunto una bípeda a la que no había visto antes pero que se dedicó a presentarnos a un pequeño grupito de humanos de su confianza que en adelante se hicieron cargo de la desastrada de mi dueña. Fueron ellos, con paciencia y amabilidad infinitas, los que consiguieron que superásemos la velada con un mínimo de dignidad.
Pese a todo, mi humana todavía tuvo unos cuantos momentos de gloria a lo largo de la noche. Obviando los pisotones recibidos gracias a su ineptitud (que fueron unos cuantos), creo que mi anécdota favorita se produjo cuando, al bailar con uno de estos sufridos mártires de la causa, se dio cuenta de que estaba sorprendentemente equilibrada. Ya estaba a punto de sentirse levemente orgullosa de sí misma cuando súbitamente cayó en la cuenta de algo: tenía un tercer punto de apoyo. Estaban sus dos piernas, por supuesto, pero a mayores se estaba sirviendo de la tripa del señor que la guiaba.
Lo bueno de tocar fondo es que después de eso solo se puede mejorar. Bueno, salvo que te quedes permanentemente en el fondo, evidentemente. Todavía no tengo muy claro en qué punto está mi simia, pero mi resumen de esta experiencia es que:
  • Hay cinco acepciones para la palabra milonga antes de llegar a la de “engaño, cuento” (que es la que yo conocía) y mi ama es negada para todas ellas.
  • Ante cualquier duda sobre indumentaria, el look fúnebre masculino es el último grito. En indumentaria femenina se admiten colores con tal de tener presente que la tensión genera transpiración.
  • Es recomendable asegurarse del número de piezas de que consta una tanda antes de que tu pareja te lleve a la pista y os encontréis con que faltaba una canción antes de la cortina.
  • Asimismo, conviene hacer un control de seguridad de apoyos antes de comenzar una tanda. Los aparatos digestivos ajenos no se consideran puntos válidos.



Os outros comerciantes

 –¿Cuántos años tiene esta tienda? –preguntó ella.

 –Ciento dos –replicó la dueña con una sonrisa y un deje de orgullo.

Dos mil quince menos cien… mil novecientos quince. Menos dos, mil novecientos trece. Sus matemáticas aún no habían cambiado de año. El comercio, con su mostrador de madera envejecida y sus paredes cubiertas de arriba abajo con estanterías, pareció exhalar de pronto un aliento húmedo proveniente de añejas cajas de cartón y de libros de cuentas escritos a mano.

Había sido el abuelo de la actual propietaria quien fundara el negocio familiar. “Él sí que lo tuvo difícil” contaba su nieta: le habían tocado dos guerras mundiales más una contienda española y se había arruinado dos veces. En una de esas ocasiones pasó tres días encerrado en un cuarto mientras su mujer palidecía de miedo tras el otro lado de la puerta pensando en que su marido quizás no saliera vivo de allí. Pero lo hizo. Había comenzado a trabajar a los trece años vendiendo zapatos en unos grandes almacenes y había tenido la paciencia de ahorrar laboriosamente durante otros quince para abrir su propia zapatería. No era de los que se rendían fácilmente.

La zapatería hubo de reconvertirse para sobrevivir a las balas y al plomo, pero también logró salir adelante. El abuelo tuvo un hijo letrado que mantuvo el negocio y compró el edificio en el que se encontraba, a pesar de que la angustia por no tener dinero suficiente para pagar las letras le robase el sueño a él y a su esposa. Por suerte las cosas marcharon y la economía familiar aguantó. La tienda fue viendo desgranarse los años y las décadas mientras la madera de sus estantes se oscurecía con el paso del tiempo.

En el centenario de su inauguración, la nieta, tercera generación de una saga comerciante, colocó un letrero en el escaparate proclamando la senectud de su establecimiento. En el interior, sobre uno de los viejos mostradores, colgó una fotografía en blanco y negro tomada al poco de la apertura del local, cuando todavía era zapatería. En ella, varios dependientes aguardan la entrada de algún cliente mientras un caballero de poblados y encerados bigotes enfundado en un traje claro observa serenamente al espectador. Tenía veintiocho años y ni la más remota idea de que un siglo más tarde su recuerdo serviría de inspiración para alguien que ni siquiera había nacido aún y a quien no llegaría a conocer.

La nieta, con sobriedad pese a la evidente emoción, te dice entonces que esa memoria que ella no posee pero que ha heredado, como la tienda, es la que la ayuda a relativizar las dificultades y la crisis de los últimos años. Mira a su alrededor, piensa en lo que trabajaron quienes la precedieron y se repite que no será ella quien permita que todo ese esfuerzo haya sido en vano. Sostiene que no puede presentarse allá arriba frente al joven trajeado del mostacho para contarle que cerró la tienda sin haber plantado batalla antes. Ella, aunque tal vez no sea consciente, ha salido al abuelo más de lo que parece: tampoco es de las que se rinden. No queda sino aferrarse a la esperanza y confiar en la física: la madera, generalmente, tiende a salir a flote.


[Historias reales que mi ama y yo tomamos prestadas cuando salimos a comprar un paraguas en un día de lluvia].

domingo, 3 de enero de 2016

Agasallos

Tengo entendido que volvemos a estar inmersos en esas fechas tan señaladas en las que llenarse de orgullo y satisfacción. En los últimos días, tras cubrir kilómetros en el bolso de mi ama sin salir de la ciudad mientras recorríamos en bucle un sinfín de tiendas, he decidido realizar mi aportación personal al arsenal de ideas para obsequios navideños que abarrotan actualmente los escaparates: en Reyes, regale ardillas.
Evidentemente con esto no me refiero a que salgan corriendo a capturar a mi pariente en libertad más cercano. Con una Volunti padeciendo las humanadas de mi dueña es más que suficiente. Hay otras posibilidades de poner una ardilla en su vida dado que somos mucho más recurrentes de lo que podría parecer. Es lo que tiene ser adorable.

Opción 1: ardillas para llevar.
Todas las ardillas son portátiles por definición, pero algunas lo son más que otras. Si desea sorprender a su pareja con un presente original e inesperado, olvídese de los diamantes: dígalo con roedores. Las ardillas somos juguetonas pero previsoras (como sabrá cualquiera que conozca mi fijación por atesorar castañas y bellotas) así que siente las bases para una relación emocionante y estable a través de una de nosotras. ¡No se arrepentirá!

 

Opción 2: ardillas útiles.
Las ardillas valemos para todo: podemos adornar la solapa de un abrigo, pender de un árbol de Navidad o custodiar los secretos de nuestros propietarios. Súmese al movimiento roedor: 9 de cada 10 humanos no cambiarían a su ardilla por nada del mundo, y el décimo es solamente porque ha desarrollado alergia al pelo animal.
 
Opción 3: ardillas para admirar.
Además de entrañables, las ardillas somos criaturas objetivamente bonitas (y el hecho de que yo sea una ardilla no afecta en absoluto a mi objetividad en la materia). Cualquier esteta que se precie no debería prescindir de tener una ardilla decorando su hogar, aunque hay que reconocer que en ocasiones cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia. Elija a la ardilla que mejor combine con la funda de su sofá y aporte un toque de distinción a su sala de estar.

Opción 4: ardillas pardillas.
Si, a pesar de todo lo anterior, decide rechazar imitaciones y adoptar una ardilla de carne y hueso, imploro humildemente que no lo haga a la danesa: ¡o se busca un roedor completo o nada de poseerlo por partes!


¡Buena suerte y felices Reyes!