lunes, 20 de junio de 2016

Faragullas

Mi dueña me leyó un cuento hace tiempo, cuando vivíamos en Madrid. En él dos niños salían con su padre al bosque en jornadas sucesivas, dejando tras de sí un sendero marcado inicialmente con piedrecitas y después con migas de pan. La primera vez lograron regresar a casa sin problemas, pero en la segunda ocasión los pájaros se comieron las migas y los dos hermanos se perdieron irremisiblemente en la espesura.
Nosotras también nos vamos a internar en un sitio verde y lleno de árboles. Pese a que a priori esta perspectiva no debería disgustarme (y no lo hace), soy consciente de que mi dueña no es tan buena rastreadora como yo. Cada vez que nos vamos nunca sé si lo que arroja tras sus pasos son piedras o migas.
Si son piedras, entonces no hay de qué preocuparse y esta entrada por sí misma no tiene razón de ser. Si son migas, en cambio, temo que la lluvia incesante de nuestro nuevo destino las disuelva y, de ese modo, confunda nuestro camino. Por esto, porque no me fío de mi humana para ser capaz de volver sola, es por lo que os pido vuestra colaboración:
Enviadnos migas de celulosa plagadas de garabatos, rígidas y satinadas, o dentro de sobres de colores (sabéis de su debilidad por el azul). Enviadnos migas que hagan vibrar un móvil y dibujen sonrisas. Migas que suenen a vuestro último descubrimiento musical, que nos enseñen nuevos pasos de baile y que comenten el episodio semanal de una serie que seguimos a la vez aunque estemos a más de mil kilómetros de distancia. Enviadnos migas con sabor a casa y a otras estaciones, migas que nos cuenten qué ha cambiado y qué no, en dónde beberemos nuestro próximo chai juntos, quiénes sois ahora que no podemos presenciar vuestra evolución diaria. Enviadnos migas con nimiedades, con tonterías, con detalles insignificantes y cotidianos que os parezcan irrelevantes pero que nos sirvan para transportarnos allá donde estéis. Porque cuando estemos lejos y solas necesitaremos saber que todavía no nos habéis olvidado, que todavía no nos hemos borrado por completo de vuestro presente, que aún importamos. Enviadnos migas que nos recuerden que todavía tenemos un hueco porque, para querer encontrar el camino de vuelta, lo primordial es tener un destino al que regresar.
Lo mismo funciona a la inversa. No hay que olvidar que cada dirección tiene dos sentidos. Enviad migas, por favor, que yo corresponderé con bellotas, castañas y palabras, y mi dueña, conociéndola, con retahílas de sinsentidos, onomatopeyas y tulipanes de papel. Me comprometo a morderla en las orejas cuando parezca no escucharos y a guiar sus dedos con mis garras si tarda en responderos, pero no dudéis de su memoria ni siquiera en los silencios. Enviadle migas dentro de seis meses, de un año, o de cinco, porque ella seguirá preguntándose qué tal estáis. Ambas somos endiabladamente tercas sumando y rematadamente malas restando. De este modo tal vez dentro de seis meses, de un año, de cinco, os narraremos otro cuento en el que una viajera y una ardilla lograron volver a su hogar siguiendo las ráfagas luminosas de los faros que encendieron aquellos que nunca permitieron que se marchasen del todo.

Próximas entregas del otro lado del Canal de la Mancha.

[Por cierto, también aceptamos migas sin franqueo y con entrega en mano].


jueves, 16 de junio de 2016

Vertixe (II)

[Disclaimer: esta entrada estaba pensada para ser publicada a continuación de Vertixe, pero los recientes acontecimientos han provocado que quede cronológicamente desubicada].

Suena el teléfono y se te pasa la parada del bus.
Cuelgas y tu vida ha vuelto a ponerse patas arriba.

Las emociones se suceden y se superponen mientras tu mente se inunda de cientos de pensamientos simultáneos. Dentro de ti hay pánico, hay frustración, hay tristeza, hay expectación y en algún rincón, todavía pequeño, hay alegría. Ha sido tal la sobreexposición a sentimientos contradictorios de los últimos tiempos que aún no has recuperado la capacidad de experimentar una única cosa.
¿Pánico? ¿Por qué? Porque te vas, y esta vez te vas de verdad. Te vas ya, inminentemente, casi sin margen para respirar hondo antes de la zambullida. Vuelves a dejarlo todo, un todo que está en el lugar y con la gente adecuada pero que desgraciadamente no da de comer. Vuelves a empezar de cero. Y no es que temas no saber hacerlo porque estás cansada de reiniciarte en latitudes diversas: lo que temes es lo definitivo que parece. Te aterra el desarraigo de saberte extranjera en donde vives y foránea donde naciste.
Sin embargo, ¿no buscabas eso? ¿Permanencia? ¿Estabilidad? Sí. Llevas tanto tiempo siendo ave migratoria que tienes curiosidad por saber qué se siente cambiando de especie. La frustración procede, entonces, de la incapacidad para conciliar sueños. Por qué no aquí. Por qué no yo. Por qué debo tirar la toalla en este maldito país si siempre he intentado ser la mejor versión de mí misma para poder aportar mi granito de arena.   
Pero peor que admitir la derrota es asumir las ramificaciones de la deserción. Hay demasiadas cosas que ni caben en maletas ni se pueden meter en cajas: hogueras que no saltarás y fuegos artificiales que estallarán sin ti, ciudades que no son plegables, personas que seguirán adelante cuando ya no estés y a las que no podrás cuidar del mismo modo, o que desaparecerán -literal y figuradamente- sin que puedas hacer nada por evitarlo salvo llorar de impotencia del otro lado de la línea.
¿Línea? ¿Qué línea? Todavía no te has ido. Esa línea a través de la que recibir noticias distantes, por ahora, no existe. Aún no sabes cómo será vivir en tu nueva ciudad, ni qué tal te encontrarás en tu nuevo empleo. No conoces bien a tus compañeros de oficina, ni has visto las caras de los que serán tus futuros amigos -porque los habrá, no lo dudes. Todavía no has encontrado un hogar por el que aprender a moverte con soltura en la oscuridad. Admite que te pica el gusanillo de descubrir si serás capaz de volver a pedalear por la izquierda sin que te atropellen.
Ahí, al fondo, al lado de tu potencial bici de segunda mano, está esa sensación remolona que se resiste a aflorar, ahogada por el peso de todo lo demás: la alegría. Lo has logrado. Por fin un trabajo de verdad, por fin vas a poder ser lo que querías ser. Y te das cuenta de que si te cuesta tanto sentirte contenta es porque todavía no te lo acabas de creer. Con todo lo que ha ocurrido últimamente, quién podría culparte de temer gafarlo. Durante una temporada es probable que sigas acogiendo las buenas noticias con cierto recelo, no vaya a ser que el universo decida equilibrar la balanza arrebatándote a alguien más.
Por fortuna para ambas, mudanza tras mudanza hay algo que has aprendido a no sacar de tus alforjas porque, si lo hicieras, sencillamente serías incapaz de marcharte. No hay viaje ni aventura que den comienzo sin ella, por muchas contradicciones que quepan en tu metro sesenta y cuatro. Sospecho que cualquier emigrante te dirá que las tuyas ni siquiera son mínimamente originales.
¿Sabes lo que es?
Te daré una pista: dicen que es del mismo color que la tierra a la que vas. Del mismo color que aquella que dejas a tu espalda.  

Saca tus propias conclusiones.   

domingo, 5 de junio de 2016

Sit tibi terra levis

Hay palabras por escribir. Palabras que no quieren salir, que se enquistan en las garras y se adhieren a la caja torácica para ponerle la zancadilla a los latidos del corazón. Palabras que resecan los ojos, crispan las manos y endurecen el perfil de una mandíbula. Palabras inconexas, etéreas, sin destinatario:

La han llevado a críticos. Familiares de XXX, acudan para informar. Está sola del otro lado de la puerta. No he podido despedirme. ¿Qué fue lo último que le dije?
Irreversible. Hemos hecho todo lo posible. Hay que ir haciéndose a la idea. Id a descansar un poco. Nosotros hacemos el primer turno.
¿Alguna novedad? Dicen que ha abierto los ojos, ¿es verdad?
Estamos en la primera planta. Nos oye, pero no nos entiende. Está sedada. No tiene dolor. Es cuestión de tiempo.
No me lo puedo creer, si ayer estaba bien. Sí, fue de repente.
Me voy a casa. Qué suave tienes el pelo. Por si no nos vemos antes: buenos días, buenas tardes y buenas noches.
Se acabó.
¿Está libre? Al hospital, por favor.  
¿Cuánto hace? ¿Ya vienen a llevársela? Todavía estaba caliente cuando le puse la mano en la frente.
Llevo dos noches olvidándome de cenar. Deberías comer algo. No tengo hambre.
Lo siento mucho. Os acompaño en el sentimiento. Mi más sentido pésame. Hablaba mucho con ella. Era muy mayor. Es lo que toca. De esto nadie escapa. Vivió una buena vida. Al menos no sufrió. Tuvo una buena muerte.
Gracias por venir. Cuánto tiempo, siento que sea en estas circunstancias. Cómo habéis crecido, estáis desconocidos. Muchas gracias. Qué bonitas flores.
No voy a llorar. Hay demasiada gente a la que consolar a mi alrededor, tengo que aguantar. Soy la nieta mayor. Debo estar entera. ¿Cómo estás? ¿Cómo te encuentras? Ojalá supiera cómo aliviaros. Sólo puedo abrazaros, pero no es suficiente. Tengo miedo de que os rompáis.
Os lo agradezco sinceramente pero no vengáis, en serio. Sé que estáis conmigo en espíritu. No quiero pararme a pensar si yo también necesito consuelo. Ahora mismo soy un autómata: no siento nada.
¿Pero qué hacéis aquí? ¿No os dije que no vinierais? - ¿Desde cuándo te hacemos caso?

Desde hace unos días este blog tiene una lectora menos.
Y sí, quedan palabras por escribir, pero su volumen nos sobrepasa de tal modo que por ahora solo alcanzamos a inventariarlas y regurgitarlas, sin elaboración. Asfixia por sobreexposición vital, supongo. De todas ellas, mi dueña lleva días aferrándose tenazmente a una que no se le va de la cabeza. Cuando todas las demás hayan salido, sabe que esa permanecerá.
Ella era la única persona que la llamaba larafuzas.

Que la tierra te sea leve.