miércoles, 31 de mayo de 2017

In memoriam

Hace un año volví a casa por la noche y habías salido. De pie en la cocina, bañada por una luz blanca semejante a la de un quirófano, sentí que un temor sordo, irreal y tenso se apoderaba de mí. Aquel mes de mayo desquiciante y angustioso había venido para llevarse a alguien por delante y, en su avance ciego, te había elegido a ti.

Han sucedido muchas cosas en este año que te has perdido. Te marchaste sabiendo que me aguardaban otro país y un nuevo trabajo. Cuando te enteraste, apenas cuatro días antes del cataclismo, me abrazaste, me diste la enhorabuena y me preguntaste si estaba contenta. Dudo que a ninguna de las dos se nos pasase por la cabeza que tú te irías antes que yo. 

Me fui, sí, escasamente tres semanas tras tu ausencia, con un nudo inmenso en la garganta y una maleta llena de culpabilidad: qué hacía yo en un avión si mi lugar estaba en tierra, prestando brazos y hombros. Esta vez no era solamente una emigrante sino también una desertora y, como tal, merecedora de un escarmiento: fui sentenciada a la humedad y al frío o, lo que es lo mismo, al recordatorio continuo de que estaba lejos de cualquier cosa vagamente parecida a un hogar. En el fondo, probablemente sintiese que se trataba de una penitencia justa.

Un trasplante de realidad tan repentino hizo que tardase un tiempo más largo del habitual en asimilar que la rutina había cambiado radicalmente del otro lado del Skype. Era tentador, cómodo y sencillo cumplir con mis obligaciones diarias sin pararme a pensar. Tan solo en momentos determinados, a veces sin venir a cuento, me golpeaba la conciencia del vacío, y un escalofrío de incredulidad y de desazón me subía por la espalda.

Desde que ya no estás he transitado por calles que nunca antes había pisado, he conocido a personas maravillosas que me han adoptado sin reservas y he contemplado cielos profundos que invitan a mantener la esperanza en futuros todavía por escribirse. En este año sin ti he descubierto que las masas que nunca preparamos juntas se me dan algo mejor de lo que pensaba y me pregunto si quizás, sin saberlo, lo habré sacado de ti. Sigo recordando tus historias sobre parientes que no conocí y sobre guerras que no viví, y todavía no he olvidado el timbre de tu voz. Tu paraguas verde me protege de la lluvia en los días grises y, puestos a apropiarme de cosas, también he plagiado tus recetas: hago croquetas con mayor frecuencia que antes, ya casi sé adobar salchichas y quizás algún día me atreva con la pepitoria. Soy igual de testaruda, orgullosa y egoísta que cuando te fuiste, e igual de impía. Tengo más canas y más arrugas pero sigo sin ser capaz de cortarme las uñas de la mano derecha con las tijeras, así que empiezo a sospechar que nunca valdré para casada. Sigo llenando cuadernos de tinta de colores y sigo bailando con mis propios fantasmas. En mi pequeño universo de papel y palabras te he buscado un nuevo oficio para que no te aburras porque, a fin de cuentas, siempre dijiste que era una cuentista. No sé si te gustaría tu versión de celulosa, pero no poseo otra manera de redimir y de redimirme.

En definitiva, abuela, quería decirte que estoy bien. Sé que no resulté la nieta que te habría gustado que fuera, pero quisiera pensar que he ido saliendo a flote. Aunque el navío no sea como habrías deseado, doce meses después del último naufragio su casco está calafateado con tus recuerdos.

lunes, 22 de mayo de 2017

Pigeon Toes

Pese a los años que llevo viviendo entre ellos, hay cosas de los simios que todavía me llaman poderosamente la atención. Hoy concretamente vamos a hablar de algo que he observado con muchísima más frecuencia de la habitual desde que nos hemos mudado a Norwich: humanos que andan raro.

Como ardilla que soy, el tema de los pies (y pisotones) de los bípedos es algo que debo tener muy en cuenta cuando no viajo protegida dentro del bolso de mi ama. Se trata de una cuestión tanto de supervivencia como de coquetería: aprecio mucho mi bonita cola.

La cuestión es que, a base de moverme a ras de suelo, he tenido tiempo de sobra para fijarme en las formas de caminar de las personas que me cruzo por estas tierras y he llegado a la conclusión de que algunos isleños tienen una forma muy extraña de desplazarse: giran los pies hacia adentro. San Google dice que esto se llama marcha convergente y que es muy común en los minisimios, pero que se suele corregir sola durante el crecimiento. Aquí, sin embargo, lo veo también en jóvenes e individuos adultos, así que no sé si es que los habitantes de Norfolk mantienen vivo a su niño interior durante más tiempo o si los códigos de cortesía y buena crianza imperantes en las islas convierten en tabú corregir la forma de andar de un bipedito antes de que sea demasiado tarde.

La otra opción que se me ocurre es que, dado que este cuadro también es conocido como dedos de paloma y aquí palomas hay muchas, los habitantes de Norwich estén experimentando una lenta y laboriosa adaptación a su ecosistema. Me pregunto si lo siguiente será que les salgan picos y pongan huevos. Confieso que el pensamiento me inquieta un poco porque nosotras vamos rumbo de cumplir nuestro primer año aquí como residentes, así que he empezado a vigilar los pasos de mi dueña, no vaya a ser que un día de estos le salgan alas y le dé por mudarse (¡otra vez!) a lo alto de un campanario.   

domingo, 21 de mayo de 2017

Mediocritas

Hay seres humanos mediocres. Mediocre, del latín mediocris, definido por la RAE como "de calidad media" o, en su segunda acepción, como "de poco mérito, tirando a malo". En efecto, hay simios de calidad y mérito dudosos que, por alguna razón que me cuesta comprender (comprender tal vez no sea aquí el término correcto, cambiémoslo a digerir), gobiernan naciones, dictan leyes, lideran ejércitos o capitanean empresas. 

Los humanos parecen confusos cuando un congénere de estas características consigue ostentar una posición de poder, como si no lograsen explicarse cómo bellotas ha llegado hasta ahí. Gran misterio, en efecto. No seré yo quien aventure engorrosas conjeturas que pudieran herir las frágiles susceptibilidades de la especie sapiens sapiens. Será que la densidad media de un simio mediocre hace que floten con mayor facilidad o quizás evolutivamente estén dotados de uñas más resistentes que les permiten trepar con mayor eficacia.

Lo peor de la mediocridad no es su existencia, sino lo contagiosa que resulta. La mediocridad engendra mediocridad. Si se piensa bien, es un fenómeno lógico: qué sentido tienen conceptos como la tenacidad, el esfuerzo o la superación cuando a la derecha, entre esos árboles, hay un atajo mucho más rápido para llegar al mismo sitio o, si cabe, incluso más lejos. Solo es necesario seguir los protocolos precisos o tener amigos en los lugares correctos y (po)se(e)r un buen community manager que pregone las bondades de un talento ficticio o magnificado. Para qué preocuparse por la calidad de tu trabajo o la integridad de tus acciones si la fidelidad a tan vetusto código de conducta solo ofrece como magra recompensa un sentimiento consolatorio de superioridad moral (por otro lado ampliamente contestada desde cualquier enfoque relativista que se adopte). 

El conflicto surge cuando el talento real (el absoluto e inequívoco, ese que ni yo ni mi ama tenemos y que resulta deslumbrante cuando se tropieza contra él) se da de bruces con la mediocridad y no dispone de herramientas para sustraerse a su influjo. La mediocridad alumbra individuos temerosos de las consecuencias de despuntar, de distinguirse de sus semejantes, de ser diferentes y, por ende, parias, porque, por muy en alza que esté el individualismo, los simios siguen siendo criaturas gregarias que necesitan pertenecer a algo, llámesele sociedad, cultura, país, familia o equipo de fútbol. Si la aceptación ajena fuese realmente irrelevante nadie se preocuparía de sus me gusta de Facebook, sus retuits o sus seguidores de Instagram (efectivamente, soy una ardilla con presencia en redes sociales). Yo misma no echaría un ojo a las estadísticas de visitas de este blog si no tuviera un punto narcisista enfocado hacia la reacción del vecino de la pantalla de enfrente. La mediocridad se regodea en la homogeneidad porque es mucho más sencillo camuflarse cuando todos se parecen. Por extensión, la mediocridad universal garantiza que nadie puede sentirse amenazado por un súbito arrebato de talento del vecino de al lado.

La mediocridad genera individuos desencantados, derrotados de antemano ante la certeza de que plantar batalla es inútil porque no pueden desbancar al sistema, derrocar al gobierno o zafarse de los mandatos de un superior. La perseverancia en darse de cabezazos contra muros es directamente proporcional al idealismo o a la tozudez de cada quien. La mejor arma contra la insurgencia es la desmotivación. La mediocridad amamanta minisimios que crecerán ciegamente convencidos de que esta es buena y deseable porque la discordancia puede dar lugar a la disidencia, y la disidencia al desequilibrio. No olvidemos que el desequilibrio provoca incertidumbre y la incertidumbre da miedo. Aún más, llegarán a la edad adulta creyendo en la falacia suprema, el triple mortal sin red de la neolengua que adormece conciencias persuadiéndolas de que la mediocridad alberga un espacio, una suerte de rincón con sillón y chimenea, donde cada uno es especial. Especial a su manera única e irrepetible, qué duda cabe, siempre que sea dentro de una saludable isocefalia digna de un bajorrelieve mesopotámico. Nadie hablará de Ministerio del Amor, por supuesto: los herederos de Orwell podrían interponer un pleito por vulneración de derechos de autor.

Desembocamos de este modo en la paradoja perfecta, la consigna sagrada: sé mediocre, my friend, pero sé el mejor mediocre que puedas llegar a ser, y te prometo que tendrás tu empresa, tu ejército, tu tribunal y tu silla presidencial.

viernes, 19 de mayo de 2017

Grocery Shopping

En los primeros meses de este benévolo 2017 se desarrolló un drama silencioso en muchos de los hogares de Norwich. Los humanos hablaban de ello en foros y grupos de Whatsapp, compartiendo su sorpresa, su frustración y, a ratos, su indignación. No llegó a haber una abierta manifestación de malestar, probablemente porque los simios isleños se caracterizan por tener la sangre de horchata, pero la incomodidad se sostuvo durante varias semanas.

El drama en cuestión consistió en que se produjo un desabastecimiento generalizado de vegetales y hortalizas a causa del mal tiempo. Resultaba penoso ver a algunos bípedos paseando por los pasillos del supermercado con la mirada perdida u observando con desconsuelo las estanterías vacías. Sin ir más lejos, mi ama se pasó la mañana de un sábado entretenidísima peregrinando de tienda en tienda buscando inútilmente un triste calabacín que llevarse a la boca. En el momento álgido de la crisis los clientes de Tesco solamente podían abandonar las instalaciones de la cadena con un máximo de dos lechugas iceberg por persona. Todo muy correcto y civilizado y, hasta cierto punto, aburrido: habría sido muy curioso ver una manifestación de humanos rositas con pancartas reclamando el retorno de las bolsas de espinacas.


Pese a la resignación general, no faltaron las teorías conspirativas. Hubo quien dijo que los elevados precios de los pocos vegetales que se podían encontrar constituían una ominosa advertencia de la inflación que se avecinará en los próximos años ahora que los isleños han decidido abandonar un círculo de estrellas amarillas sobre fondo azul que no tengo muy claro lo que significa. También hubo quien se frotó las manos haciendo campaña para incentivar el consumo de productos locales. Mi teoría personal es que las condiciones climatológicas adversas del continente fueron un evidente acto de sabotaje contra la economía isleña y por lo tanto la ausencia de hortalizas en los seriales constituyó una maniobra para desmoralizar a la población y concienciarla de lo vulnerable que resulta sin las importaciones de tierra firme.

Afortunadamente la carencia (y la carestía) no duraron eternamente. El pandemónium alimenticio en el que vivía inmersa mi dueña regresó a su cauce una maravillosa tarde en la que encontramos unos objetos verdes asomando por una caja. Jamás pensé que una cucurbitácea pudiera hacer tan feliz a alguien. Mi ama entró en modo hacer-acopio-de-vituallas-en-previsión-de-un-holocausto-nuclear y regresamos a casa cargadas de calabacines. Desde entonces no acaba de desprenderse de su síndrome de ama de casa de posguerra y se pasa las semanas atiborrando la nevera de verduras, no vaya a ser que otra tormenta atraviese España dejándonos sin tomates igual que hizo un tal Atila con el césped.

 

jueves, 18 de mayo de 2017

Characterisation

– Quiero ser el personaje de uno de tus cuentos.

Lo dijo con una sencillez sentenciosa, similar a la de cierto niño que le pidió a un aviador que le dibujase un cordero.

– Podría ser un ladrón, un monje, un amante, un asesino…

La solicitud la pilló desprevenida, pero inmediatamente sonrió ante la candidez de las sugerencias. Ojalá fuera tan sencillo, pensó, pero nunca lo era. Sus personajes rara vez eran producto de un deseo previo, sino ocurrencias involuntarias, fortuitas y, en ocasiones, díscolas. Ella no era ninguna deidad creadora; a duras penas llegaba a demiurga. Con frecuencia se veía a sí misma como una simple traductora aferrada a un bolígrafo a través del que canalizar la existencia de entes invisibles circulando a su alrededor. No es que ella se los inventase sino que ya estaban allí, en alguna parte del éter, esperando a que alguien los rescatase de la nada para darles un esqueleto de letras. Sus personajes no eran construcciones meticulosamente calculadas dignas de encumbrados literatos: se parecían más a darse de bruces contra alguien por doblar la esquina leyendo la pantalla del móvil.

Entonces él, con lógica infalible y voz profunda de locutor de radio, replicaba que no le estaba pidiendo nada que ella no hubiera hecho antes. Algunos de sus personajes se habían inspirado en personas de carne y hueso, tan tangibles y reales como ellos mismos. ¿Por qué no podía incluirlo en su próximo texto? Ciertamente no debía de ser tan difícil. Si otros se habían filtrado con anterioridad en sus cuentos, él también podía aparecer en uno.

¿Cómo hacérselo entender? La mayor parte de las veces ella sentía que no tenía control alguno sobre lo que sucedía en la historia, ni sobre sus actores. Daba igual lo mucho que intentase orientar la acción hacia un rumbo determinado: cuando a un personaje no le daba la gana de obedecer sencillamente la boicoteaba. La cosa resultaba incluso más grave cuando escribía por encargo porque en esas ocasiones los personajes directamente hacían huelga y le retiraban la palabra. ¿Cómo explicarle que los relatos no pueden forzarse? ¿Que eran ellos quienes la elegían para que los narrase, y no al revés?

En ese momento, mientras ambos divagaban por aquel sendero de tierra a la orilla del río, algo le hizo cosquillas en los dedos. Allí escondida había una historia, pequeñita y modesta, brotando bajo la luz grisácea de las montañas galesas. No se trataba de ninguna novela épica, ni del siguiente best-seller de la temporada primavera-verano. En ella no habría ladrones, ni monjes, ni amantes, ni tampoco asesinos.

– Te prometo que escribiré algo para ti, aunque quizás no sea como te lo imaginas.

miércoles, 17 de mayo de 2017

What's in a name?

Me parece que nunca he declarado públicamente que mi humana tiene dos progenitores encantadores. Todo lo encantadores, entendámonos, que pueda ser un simio. De hecho, no es la primera vez que me planteo de dónde cáscaras ha salido mi dueña con el par de padres que tiene. Misterios de Mendel y sus guisantes de colores, supongo.

Los progenitores de mi ama son, además, la mar de apañaditos: tan pronto te reparan un mueble con tornillos de Ikea como encuentran un remedio para quitarle olores al frigorífico, por no mencionar las carantoñas que le hacen a la mascota de su hija, con lo que me divierte ser el centro de atención. ¡Así da gusto tener a gente en casa!

Nuestra convivencia discurría en la más completa armonía hasta cierta tarde de finales de marzo, cuando mi ama regresó del trabajo. Su ardilla favorita (o sea, una servidora) dormitaba plácidamente en el interior de la mochila de la piscina, totalmente ajena a lo que se avecinaba. Una vez hubo soltado el abrigo, el bañador y las chancletas mi bípeda reparó en que sobre el colchón hinchable donde dormía provisionalmente reposaba un bulto aproximadamente de mi tamaño. Mientras yo me desperezaba y saltaba de la mochila a la silla y de la silla al suelo, ella fue retirando cuidadosamente el papel que envolvía su regalo.

Todo sucedió muy deprisa. De pronto, una mancha de color naranja apareció en el regazo de mi dueña, se precipitó en mi dirección y pasó zumbando hacia el balcón. Seguidamente escuchamos un golpe sordo y a continuación una sucesión de arañazos contra el cristal de la puerta, que estaba cerrada. Cuando al fin comprendimos lo que acababa de ocurrir nos dimos cuenta de que había una ardilla roja en medio del salón intentando escapar por la ventana y con un chichón en la cabeza.

Una vez superada la perplejidad inicial, mi ama se aproximó con cuidado al roedor, que seguía intentando horadar el vidrio con sus garras frenéticamente. Este hizo una pausa en su infructuosa tarea, la miró y cuando ella alargó la mano para intentar tocarla pegó un brinco hacia un lado y echó a correr para desaparecer en el dormitorio. Unos instantes después escuchamos un nuevo topetazo y arañazos redobladamente desesperados contra otra ventana.

Dado que podíamos pasarnos lo que quedaba de tarde yendo de ventana en ventana – con el probable riesgo que ello habría conllevado para la integridad del cráneo de mi congénere – mi humana me pidió que interviniese. Lo cierto es que, dentro de lo cómico de la situación, me daba pena el miedo que estaba pasando la pobre ardilla roja, pese a que era consciente de que abrir las ventanas de un segundo piso para dejarla salir habría sido lo más parecido a un suicidio asistido. Me recordaba un poco a mí misma y a mis primeros ataques de pánico metida en bolsas de plástico cruzando el Atlántico dentro de una Samsonite.

Dejando a mi bípeda y a sus progenitores en la sala de estar, troté con cautela hacia la alcoba y me encaramé al mismo alféizar donde un roedor aterrorizado seguía buscando un recoveco por el que huir. Por su reacción al verme resultó evidente que en su apresurada fuga ni siquiera había reparado en mi existencia. Creo que se esperaba que le ayudase a escapar. Intenté serenarlo como mejor pude mientras, por dentro, maldecía a los padres de mi humana por obsequiar animales salvajes tan a la ligera.

Cuando ambos reaparecimos en el salón – yo delante, él titubeante y nervioso parapetándose tras mi cola – los tres simios nos miraron con curiosidad. Mi ama, con su fabuloso don de la oportunidad para sacar a colación temas de vital importancia en los momentos más adecuados, lanzó al aire la pregunta que nadie se estaba haciendo: “¿Cómo le vamos a llamar?”.

Desde ese día, la ardilla roja sin nombre se ha quedado a vivir con nosotros. Todavía no la hemos bautizado porque estamos esperando a tropezarnos con un patronímico que le siente bien y porque, teniendo en cuenta las veces que ha intentado huir, igual es mejor no encariñarse mucho con él hasta que se tranquilice un poco y deje de correr como una exhalación por los pasillos del edificio cada vez que alguien abre una puerta. Hay trece hasta la calle y todas son lo suficientemente pesadas como para que no pueda abrirlas solo, aunque no puedo culparlo por su tenacidad. A veces hace que me plantee si no me estaré domesticando demasiado.

El caso es que los últimos dos meses han sido complicados: como no me llegaba con tener que cuidar de una humana, ahora paso mis días pendiente de que el recién llegado no se queme la cola paseando sobre los hornillos de la cocina, de que no llene de ramitas y pelusas ni la lavadora ni el microondas (por mucho que se empeñe no son rincones aptos para madrigueras) y de que no haga alpinismo por las cortinas (no porque tenga nada en contra del alpinismo, sino porque a base de comprobar empíricamente la ley de la gravedad una aprende que no todos los elementos decorativos de una casa están diseñados para trepar por ellos). ¿Cómo bellotas voy a mantener el blog actualizado si me tengo que ocupar constantemente de que uno de mis congéneres no muera electrocutado por meter frutos secos en un enchufe?

En definitiva, por muy encantadores que sean los progenitores de mi ama, bien se podían haber ahorrado la gracieta de aumentar el ratio de roedores/simio de nuestro hogar. Ahora entiendo mejor de dónde le sale a mi humana su vena un pelín tarambana. ¡Con lo cómoda que estaba yo siendo ardilla única!

Y no, no estoy en absoluto celosa. Aquí la ardilla alfa soy yo.

martes, 16 de mayo de 2017

Home & Dry (Literally)

Un día de marzo mi ama cogió las llaves de casa, cerró la puerta, giró el tambor en la cerradura hasta escuchar un chasquido y, por enésima vez, nos convertimos en protagonistas de aquel poema de Borges que ya he citado en otras entradas. Salvo que, en esta ocasión, cerrar una puerta hasta el fin del mundo supuso para nosotras un alivio y un estallido de alegría. En esta mudanza no hubo nostalgia anticipada, ni sentimientos de pérdida, ojos vidriosos o sabores agridulces. El polvo, la humedad y el frío que nos envenenaban el alma nos anularon la capacidad para enternecernos.

La ternura vendría después, cuando de pronto nos encontramos con siete pares de manos trasladando muebles, levantando cajas, ensamblando tablas y empaquetando objetos. Los ojos vidriosos los causaron la sorpresa, la admiración y la gratitud por la ayuda desinteresada de padres y amigos que en menos de doce de esas dos mil trescientas cincuenta y dos horas que llevamos calladas consiguieron transportar una casa entera. Creo que jamás me cansaré de repetir que la reciente mala fortuna inmobiliaria de mi humana se suple con creces con la suerte extraordinaria que tiene con los bípedos que se va encontrando por el camino.

En nuestro nuevo hogar no hay polvo, ni humedad, ni frío. Hemos cambiado la moqueta por el parquet y todavía no he visto bajar el termómetro de los veinte grados. Nuestras ventanas miran al sur y el edificio está bordeado de césped y de árboles a los que trepar. Cuando hace sol, los rayos vienen a comer con nosotras y, como les gusta el sofá y son un poco gorrones, se apoltronan en él hasta casi la hora de cenar. Mi ama ya no se inventa excusas para salir tarde del trabajo y yo ya no corro el riesgo de desarrollar moho en el pelaje. La vida ha dado un giro de 180 grados. En esta casita, por fin, somos felices.

Ahora que podemos ofrecer sábanas secas y toallas perfumadas, que tenemos muebles y que ya no nos avergonzamos de recibir invitados, puedo finalmente decir que se abre oficialmente la central de reservas de nuestro B&B para la temporada de verano. He aquí un extracto de nuestro folleto promocional:

Nuestras instalaciones están equipadas con todos los elementos imprescindibles para hacer que su estancia en Norfolk sea inolvidable. Nuestro experto personal estará encantado de asesorarle para planificar su traslado desde y hacia los aeropuertos más cercanos, y será un placer proporcionarle información adicional acerca de la oferta turística, cultural y gastronómica de Norwich y sus alrededores.

Volunti’s B&B ofrece planes flexibles, desde solo alojamiento a media pensión y pensión completa. Asimismo, disponemos de un servicio de acompañamiento para excursiones de media o de jornada completa. Si desea realizar una consulta o recibir más información puede ponerse en contacto con nosotros haciendo click aquí.

Alojamiento sujeto a disponibilidad. Abstenerse huéspedes alérgicos al pelo de ardilla.

The Sound of Silence

¿Cuántas horas de silencio caben en tres meses y medio? Pues unas dos mil trescientas cincuenta y dos (efectivamente, las he contado). Esto quiere decir que llevo demasiado tiempo callada y temo que, si sigo así, mis seis garras se agarroten –valga la redundancia– y pierdan la soltura taquigráfica que han ido adquiriendo desde que empecé a narrar las aventuras y desventuras de mi ama.

Sin embargo, en dos mil trescientas cincuenta y dos horas caben también muchísimas vivencias que explican que este roedor se haya mantenido alejado de la pantalla del portátil de su dueña casi en la misma medida que la dueña misma. De algunas de ellas, positivas y negativas, intentaré dar cuenta en las próximas líneas y en futuras entradas. En tres meses y medio ha habido desde crisis de hortalizas a casas nuevas, pasando por visitas de familiares y amigos, viajes y excursiones, picos de estrés o miserias y alegrías cotidianas.

Entre unas cosas y otras, casi sin sentirla, la primavera ha llegado a Norfolk. Los campos son de un verde tan intenso que sus tonos reverberan bajo la luz del sol, los cielos han recuperado el azul (a ratos), los árboles están cuajados de flores y hay narcisos por todas partes. Creo que hasta mi ama está retoñando un poco. Un día de estos tendré que pensar seriamente en podarla. 

Ahora le toca el turno a este blog.