– Quiero ser el personaje de uno
de tus cuentos.
Lo dijo con una sencillez
sentenciosa, similar a la de cierto niño que le pidió a un aviador que le
dibujase un cordero.
– Podría ser un ladrón, un monje,
un amante, un asesino…
La solicitud la pilló
desprevenida, pero inmediatamente sonrió ante la candidez de las sugerencias.
Ojalá fuera tan sencillo, pensó, pero nunca lo era. Sus personajes rara vez
eran producto de un deseo previo, sino ocurrencias involuntarias, fortuitas y,
en ocasiones, díscolas. Ella no era ninguna deidad creadora; a duras penas llegaba
a demiurga. Con frecuencia se veía a sí misma como una simple traductora
aferrada a un bolígrafo a través del que canalizar la existencia de entes
invisibles circulando a su alrededor. No es que ella se los inventase sino que
ya estaban allí, en alguna parte del éter, esperando a que alguien los
rescatase de la nada para darles un esqueleto de letras. Sus personajes no eran
construcciones meticulosamente calculadas dignas de encumbrados literatos: se
parecían más a darse de bruces contra alguien por doblar la esquina leyendo la
pantalla del móvil.
Entonces él, con lógica infalible
y voz profunda de locutor de radio, replicaba que no le estaba pidiendo nada
que ella no hubiera hecho antes. Algunos de sus personajes se habían inspirado
en personas de carne y hueso, tan tangibles y reales como ellos mismos. ¿Por
qué no podía incluirlo en su próximo texto? Ciertamente no debía de ser tan
difícil. Si otros se habían filtrado con anterioridad en sus cuentos, él
también podía aparecer en uno.
¿Cómo hacérselo entender? La mayor
parte de las veces ella sentía que no tenía control alguno sobre lo que sucedía
en la historia, ni sobre sus actores. Daba igual lo mucho que intentase
orientar la acción hacia un rumbo determinado: cuando a un personaje no le daba
la gana de obedecer sencillamente la boicoteaba. La cosa resultaba incluso más
grave cuando escribía por encargo porque en esas ocasiones los personajes
directamente hacían huelga y le retiraban la palabra. ¿Cómo explicarle que los
relatos no pueden forzarse? ¿Que eran ellos quienes la elegían para que los
narrase, y no al revés?
En ese momento, mientras ambos
divagaban por aquel sendero de tierra a la orilla del río, algo le hizo
cosquillas en los dedos. Allí escondida había una historia, pequeñita y
modesta, brotando bajo la luz grisácea de las montañas galesas. No se trataba
de ninguna novela épica, ni del siguiente best-seller de la temporada
primavera-verano. En ella no habría ladrones, ni monjes, ni amantes, ni tampoco
asesinos.
– Te prometo que escribiré algo
para ti, aunque quizás no sea como te lo imaginas.