viernes, 19 de mayo de 2017

Grocery Shopping

En los primeros meses de este benévolo 2017 se desarrolló un drama silencioso en muchos de los hogares de Norwich. Los humanos hablaban de ello en foros y grupos de Whatsapp, compartiendo su sorpresa, su frustración y, a ratos, su indignación. No llegó a haber una abierta manifestación de malestar, probablemente porque los simios isleños se caracterizan por tener la sangre de horchata, pero la incomodidad se sostuvo durante varias semanas.

El drama en cuestión consistió en que se produjo un desabastecimiento generalizado de vegetales y hortalizas a causa del mal tiempo. Resultaba penoso ver a algunos bípedos paseando por los pasillos del supermercado con la mirada perdida u observando con desconsuelo las estanterías vacías. Sin ir más lejos, mi ama se pasó la mañana de un sábado entretenidísima peregrinando de tienda en tienda buscando inútilmente un triste calabacín que llevarse a la boca. En el momento álgido de la crisis los clientes de Tesco solamente podían abandonar las instalaciones de la cadena con un máximo de dos lechugas iceberg por persona. Todo muy correcto y civilizado y, hasta cierto punto, aburrido: habría sido muy curioso ver una manifestación de humanos rositas con pancartas reclamando el retorno de las bolsas de espinacas.


Pese a la resignación general, no faltaron las teorías conspirativas. Hubo quien dijo que los elevados precios de los pocos vegetales que se podían encontrar constituían una ominosa advertencia de la inflación que se avecinará en los próximos años ahora que los isleños han decidido abandonar un círculo de estrellas amarillas sobre fondo azul que no tengo muy claro lo que significa. También hubo quien se frotó las manos haciendo campaña para incentivar el consumo de productos locales. Mi teoría personal es que las condiciones climatológicas adversas del continente fueron un evidente acto de sabotaje contra la economía isleña y por lo tanto la ausencia de hortalizas en los seriales constituyó una maniobra para desmoralizar a la población y concienciarla de lo vulnerable que resulta sin las importaciones de tierra firme.

Afortunadamente la carencia (y la carestía) no duraron eternamente. El pandemónium alimenticio en el que vivía inmersa mi dueña regresó a su cauce una maravillosa tarde en la que encontramos unos objetos verdes asomando por una caja. Jamás pensé que una cucurbitácea pudiera hacer tan feliz a alguien. Mi ama entró en modo hacer-acopio-de-vituallas-en-previsión-de-un-holocausto-nuclear y regresamos a casa cargadas de calabacines. Desde entonces no acaba de desprenderse de su síndrome de ama de casa de posguerra y se pasa las semanas atiborrando la nevera de verduras, no vaya a ser que otra tormenta atraviese España dejándonos sin tomates igual que hizo un tal Atila con el césped.