Hace
un año volví a casa por la noche y habías salido. De pie en la cocina, bañada
por una luz blanca semejante a la de un quirófano, sentí que un temor sordo,
irreal y tenso se apoderaba de mí. Aquel mes de mayo desquiciante y angustioso
había venido para llevarse a alguien por delante y, en su avance ciego, te
había elegido a ti.
Han
sucedido muchas cosas en este año que te has perdido. Te marchaste sabiendo que
me aguardaban otro país y un nuevo trabajo. Cuando te enteraste, apenas cuatro
días antes del cataclismo, me abrazaste, me diste la enhorabuena y me
preguntaste si estaba contenta. Dudo que a ninguna de las dos se nos pasase por
la cabeza que tú te irías antes que yo.
Me
fui, sí, escasamente tres semanas tras tu ausencia, con un nudo inmenso en la
garganta y una maleta llena de culpabilidad: qué hacía yo en un avión si mi
lugar estaba en tierra, prestando brazos y hombros. Esta vez no era solamente
una emigrante sino también una desertora y, como tal, merecedora de un
escarmiento: fui sentenciada a la humedad y al frío o, lo que es lo mismo, al
recordatorio continuo de que estaba lejos de cualquier cosa vagamente parecida
a un hogar. En el fondo, probablemente sintiese que se trataba de una
penitencia justa.
Un
trasplante de realidad tan repentino hizo que tardase un tiempo más largo del
habitual en asimilar que la rutina había cambiado radicalmente del otro lado
del Skype. Era tentador, cómodo y sencillo cumplir con mis obligaciones diarias
sin pararme a pensar. Tan solo en momentos determinados, a veces sin venir a
cuento, me golpeaba la conciencia del vacío, y un escalofrío de
incredulidad y de desazón me subía por la espalda.
Desde
que ya no estás he transitado por calles que nunca antes había pisado, he
conocido a personas maravillosas que me han adoptado sin reservas y he
contemplado cielos profundos que invitan a mantener la esperanza en futuros
todavía por escribirse. En este año sin ti he descubierto que las masas que
nunca preparamos juntas se me dan algo mejor de lo que pensaba y me pregunto si
quizás, sin saberlo, lo habré sacado de ti. Sigo recordando tus historias sobre
parientes que no conocí y sobre guerras que no viví, y todavía no he olvidado
el timbre de tu voz. Tu paraguas verde me protege de la lluvia en los días grises y, puestos
a apropiarme de cosas, también he plagiado tus recetas: hago croquetas con
mayor frecuencia que antes, ya casi sé adobar salchichas y quizás algún día me
atreva con la pepitoria. Soy igual de testaruda, orgullosa y egoísta que cuando te
fuiste, e igual de impía. Tengo más canas y más arrugas pero sigo sin ser capaz
de cortarme las uñas de la mano derecha con las tijeras, así que empiezo a
sospechar que nunca valdré para casada. Sigo llenando cuadernos de tinta de
colores y sigo bailando con mis propios fantasmas. En mi pequeño universo de
papel y palabras te he buscado un nuevo oficio para que no te aburras porque, a
fin de cuentas, siempre dijiste que era una cuentista. No sé si te gustaría tu
versión de celulosa, pero no poseo otra manera de redimir y de redimirme.
En
definitiva, abuela, quería decirte que estoy bien. Sé que no resulté la nieta
que te habría gustado que fuera, pero quisiera pensar que he ido saliendo a
flote. Aunque el navío no sea como habrías deseado, doce meses después del
último naufragio su casco está calafateado con tus recuerdos.