domingo, 21 de mayo de 2017

Mediocritas

Hay seres humanos mediocres. Mediocre, del latín mediocris, definido por la RAE como "de calidad media" o, en su segunda acepción, como "de poco mérito, tirando a malo". En efecto, hay simios de calidad y mérito dudosos que, por alguna razón que me cuesta comprender (comprender tal vez no sea aquí el término correcto, cambiémoslo a digerir), gobiernan naciones, dictan leyes, lideran ejércitos o capitanean empresas. 

Los humanos parecen confusos cuando un congénere de estas características consigue ostentar una posición de poder, como si no lograsen explicarse cómo bellotas ha llegado hasta ahí. Gran misterio, en efecto. No seré yo quien aventure engorrosas conjeturas que pudieran herir las frágiles susceptibilidades de la especie sapiens sapiens. Será que la densidad media de un simio mediocre hace que floten con mayor facilidad o quizás evolutivamente estén dotados de uñas más resistentes que les permiten trepar con mayor eficacia.

Lo peor de la mediocridad no es su existencia, sino lo contagiosa que resulta. La mediocridad engendra mediocridad. Si se piensa bien, es un fenómeno lógico: qué sentido tienen conceptos como la tenacidad, el esfuerzo o la superación cuando a la derecha, entre esos árboles, hay un atajo mucho más rápido para llegar al mismo sitio o, si cabe, incluso más lejos. Solo es necesario seguir los protocolos precisos o tener amigos en los lugares correctos y (po)se(e)r un buen community manager que pregone las bondades de un talento ficticio o magnificado. Para qué preocuparse por la calidad de tu trabajo o la integridad de tus acciones si la fidelidad a tan vetusto código de conducta solo ofrece como magra recompensa un sentimiento consolatorio de superioridad moral (por otro lado ampliamente contestada desde cualquier enfoque relativista que se adopte). 

El conflicto surge cuando el talento real (el absoluto e inequívoco, ese que ni yo ni mi ama tenemos y que resulta deslumbrante cuando se tropieza contra él) se da de bruces con la mediocridad y no dispone de herramientas para sustraerse a su influjo. La mediocridad alumbra individuos temerosos de las consecuencias de despuntar, de distinguirse de sus semejantes, de ser diferentes y, por ende, parias, porque, por muy en alza que esté el individualismo, los simios siguen siendo criaturas gregarias que necesitan pertenecer a algo, llámesele sociedad, cultura, país, familia o equipo de fútbol. Si la aceptación ajena fuese realmente irrelevante nadie se preocuparía de sus me gusta de Facebook, sus retuits o sus seguidores de Instagram (efectivamente, soy una ardilla con presencia en redes sociales). Yo misma no echaría un ojo a las estadísticas de visitas de este blog si no tuviera un punto narcisista enfocado hacia la reacción del vecino de la pantalla de enfrente. La mediocridad se regodea en la homogeneidad porque es mucho más sencillo camuflarse cuando todos se parecen. Por extensión, la mediocridad universal garantiza que nadie puede sentirse amenazado por un súbito arrebato de talento del vecino de al lado.

La mediocridad genera individuos desencantados, derrotados de antemano ante la certeza de que plantar batalla es inútil porque no pueden desbancar al sistema, derrocar al gobierno o zafarse de los mandatos de un superior. La perseverancia en darse de cabezazos contra muros es directamente proporcional al idealismo o a la tozudez de cada quien. La mejor arma contra la insurgencia es la desmotivación. La mediocridad amamanta minisimios que crecerán ciegamente convencidos de que esta es buena y deseable porque la discordancia puede dar lugar a la disidencia, y la disidencia al desequilibrio. No olvidemos que el desequilibrio provoca incertidumbre y la incertidumbre da miedo. Aún más, llegarán a la edad adulta creyendo en la falacia suprema, el triple mortal sin red de la neolengua que adormece conciencias persuadiéndolas de que la mediocridad alberga un espacio, una suerte de rincón con sillón y chimenea, donde cada uno es especial. Especial a su manera única e irrepetible, qué duda cabe, siempre que sea dentro de una saludable isocefalia digna de un bajorrelieve mesopotámico. Nadie hablará de Ministerio del Amor, por supuesto: los herederos de Orwell podrían interponer un pleito por vulneración de derechos de autor.

Desembocamos de este modo en la paradoja perfecta, la consigna sagrada: sé mediocre, my friend, pero sé el mejor mediocre que puedas llegar a ser, y te prometo que tendrás tu empresa, tu ejército, tu tribunal y tu silla presidencial.