Los lectores asiduos de este blog recordarán que en una
entrada reciente narré las fatigas que pasamos a principios de este año a causa
de la crisis de verduras y hortalizas que recorrió la isla y cómo, a consecuencia
de ello, mi dueña se transformó en coleccionista de calabacines.
Esto último, en realidad, no es completamente exacto: el ansia
acumuladora de mi humana no es nueva, como sabrá cualquiera que la conozca
personalmente. Mi simia colecciona cosas de lo más variopintas, desde libros a
variedades de té, pasando por puntos de lectura o postales, y cosas
completamente innecesarias, como tarritos de cristal vacíos, velas perfumadas
que nunca se acuerda de encender o un sinfín de cajitas de lentillas (solamente
tiene dos ojos, ¡¿cuántos envases pretende usar simultáneamente?!).
En el caso que nos ocupa esta tendencia congénita se traduce
en la necesidad constante de hacer acopio de vituallas. No importa que la
despensa ya esté llena para el resto de la semana: siempre habrá sitio para
otras tres latas de atún, medio kilo de kiwis y un kilo de arroz, no vaya a ser
que se le terminen al mismo tiempo el arborio y el basmati y encima aparezcan
invitados a cenar. ¡Tal eventualidad supondría una deshonra para ella! Pese a
todo, debo decir en defensa de mi bípeda que rara vez se le pone algo malo, aunque
no es la primera vez que algún amigo, una servidora y SinNombre (sí, todavía no
hemos bautizado a la ardilla roja, ¡necesitamos ideas!) le echamos una mano
para acabar existencias.
Entre sus rituales de abastecimiento habituales, mi dueña ha
adoptado la costumbre de comprar una vez al mes a través del portal de una
cadena de supermercados isleña que le trae el pedido a casa. Suele aprovechar
para encargar los artículos más pesados con el objetivo de ahorrarse cargar con
ellos a la espalda. Hasta aquí todo bien. El problema surge cuando las personas responsables de gestionar las solicitudes de los clientes cometen algún error y
la clienta en cuestión es mi humana, porque entonces una simple transacción comercial
deviene en sainete o en tragedia griega, según.
Situémonos en un tranquilo lunes por la noche. Mi ama ha
vuelto de nadar, sus ardillas dormitan plácidamente en el sofá y la cena está
casi lista. El repartidor del supermercado llama al telefonillo, llega hasta
nuestra puerta, entrega a mi bípeda la lista de artículos y ella recoge uno por
uno sus cartones de leche, las redes de naranjas y los pomelos que ha adquirido
esa semana. El repartidor y ella se dan las gracias mutuamente, como es prescriptivo
en este país, y cada uno retorna a sus respectivas ocupaciones.
Dos días más tarde en el extracto bancario de mi simia
aparece un cargo adicional a nombre del supermercado que no se corresponde con
ningún pedido reciente. Tras una somera investigación, mi dueña repara en que en
el justificante entregado por el repartidor, y que ella no leyó detenidamente
en su momento, pone que le han servido 49 kilos de pomelos y por lo tanto le
están cobrando la diferencia con respecto a su pedido original. 49 kilos, no
obstante, repartidos en las siete unidades que encargó, es decir, que
basándonos en los cálculos del supermercado cada pomelo pesa siete kilos.
Siendo evidente que ni nuestra nevera ni mi bípeda habrían
sido capaces de soportar tamaña carga, esta última se apresuró a llamar a la
centralita de atención al cliente para dar parte de la situación. Tras media hora
de explicaciones y de mucha confusión por parte de la pobre telefonista que no
acababa de entender que sus compañeros nos hubiesen entregado un cargamento de
pomelos de plomo, mi dueña logró que le pidiesen disculpas y le devolviesen el importe
cobrado por equivocación.
Unas semanas más tarde mi simia volvió a realizar un pedido
online. Confiada en que el error se habría subsanado a raíz de su llamada,
encargó nuevamente provisiones de pomelos pero esta vez, escarmentada, comprobó
el justificante de compra que le enviaron por correo electrónico unas horas
antes del reparto. Para su sorpresa, ahora sus ocho pomelos pesaban 64 kilos y
los del supermercado se habían quedado tan anchos. Además, la inmediata llamada
a la centralita resultó ser completamente inútil porque la telefonista la
informó amablemente de que hasta que no se hubiese efectuado el reparto ellos
no podían hacer nada al respecto.
Ante semejante despropósito, cuando los repartidores
llegaron aquella noche a nuestra puerta mi bípeda les explicó amablemente que
no estaba interesada en 64 kilos de fruta y que por lo tanto prefería no
aceptar esa parte del pedido. Los repartidores consideraron bastante justo que
una de sus clientas no desease llenar su casa de cítricos, y procedieron a
notificar la devolución del producto. Mientras ellos conversaban, yo intentaba
imaginarme cómo serían los árboles de los que pendiesen tales frutas, dado que
a ocho kilos por pieza las ramas deberían ser como mínimo de acero. De hecho,
llegué a la conclusión de que casi era una pena que no nos hubiesen traído de
verdad 64 kilos de pomelos porque al precio que nos los cobraban aún podríamos
haberlos revendido y sacado beneficio.
Entonces, en un giro inesperado de los acontecimientos, tras
gestionar la devolución de la compra ambos repartidores le dijeron a mi dueña
que ya que los ocho pomelos de la discordia habían salido del centro de
distribución podía quedárselos como disculpa por las molestias. Mi ama se
mostró renuente a aceptarlos porque le parecía poco ético quedarse con un
producto que acababan de reembolsarle (y porque recelaba de que acabasen
acusándola de apropiarse de la mitad de las existencias de cítricos de East
Anglia), pero acabaron por convencerla.
Desde esta aventura, y ante el riesgo de que los del
supermercado aparezcan con un volquete lleno de fruta, mi ama ha dejado de
comprar pomelos online. Su rutina de aprovisionamiento presencial ahora supone
algo más de peso, pero al menos todavía no le han vendido una manzana de diez
kilos.
Hace dos semanas nos trajeron nuestro último pedido a
domicilio. La ceremonia fue la misma de siempre y, dado que no compramos
pomelos, mi ama se detuvo a charlar animadamente con el repartidor, quien le
hizo entrega de la lista de artículos y le tendió la PDA para que firmase la
recepción de los mismos. Entre otras cosas, habíamos encargado ocho litros de
leche. Llegaron siete. Mi humana estaba tan entretenida parloteando que no se dio
cuenta del fallo cuando aceptó la entrega, así que en esta ocasión no puede reclamar.
Dicen, y suscribo, que el hombre es el único animal que
tropieza dos veces en la misma piedra. Mi simia no solo da tres o cuatro
traspiés en el mismo canto rodado, sino que además lo recoge y se lo lleva para
casa. ¿No hablábamos antes de coleccionismos innecesarios? ¡Por lo menos las
cajas de lentillas tienen cierta utilidad!