En Norvic hay piedra que se sonroja cuando hace calor y caliza
con corazón de pedernal. Hay un antiguo futuro almirante que se granjeó una
estatua pública por permanecer dos semanas (o dos meses, o dos años) en una
escuela catedralicia, y leones asirios que velan la entrada de un edificio
desde cuyo balcón Hitler habría querido lanzar una arenga.
Aquí los arbotantes decimonónicos devienen prótesis de
titanio para caderas contemporáneas y los osos de peluche juegan al escondite en
jardines secretos ocultos tras anodinos portones de madera. En la cuna de mujeres
sociólogas, escritoras y abolicionistas todavía perviven señores que no pueden
sentarse a la mesa sin bendecirla, ni levantarse sin brindar por la reina.
No son los únicos transeúntes de estos senderos de nostalgia. Las
edades pasadas se tumban a descansar junto al río, puntuadas por utopías eléctricas
en muros de ladrillo, fuentes secas y úes del revés. Del otro lado de la
crecida de 1912, los extranjeros que con el tiempo dejaron de serlo custodiaban
telares en buhardillas luminosas, destinados a ser inevitablemente reemplazados
por fábricas de máquinas de coser que, a su vez, perderían sus chimeneas como
si fuesen hojarasca otoñal. Con ellas se fueron los chales de lana y seda, hoy raros
y valiosos, los zapateros remendones y las monarcas de luto consumidoras de bombasí.
Bajo el cielo blanco, azotadas por vientos que traen lluvias
intermitentes y cambios de estación, permanecen la tumba de un estafador que
jamás florece y lápidas con permanentes de hiedra. Los nuevos tiempos se
aprecian en los baños de señoras en clubes exclusivamente para caballeros. Las
manos entran en calor con un té con leche y la realidad vuelve a imponerse
paulatinamente.
Quién sabe si las peras del centro del laberinto del jardín
del obispo llegarán a madurar alguna vez.