martes, 19 de septiembre de 2017

Putting the kettle on

Había cuarenta minutos de caminata entre el punto de Brick Lane en el que se separó de sus amigos y el hogar de sus antiguos compañeros de piso. Cruzó Commercial Street, bordeó Spitalfields Market y enseguida llegó a Bishopsgate. Como cada sábado, las calles en torno a Liverpool Street bullían de gente.
Conforme avanzaba por el pavimento en dirección al río empezó a reparar en que su comportamiento no era el de siempre. Miraba a derecha e izquierda con más frecuencia de la habitual y se fijaba con mayor detenimiento en las personas que se paraban a su lado en los pasos de peatones. Bajando Leadenhall se planteó cruzar a la acera de la derecha porque así vería de frente a los coches que se aproximasen, pero se resistió a hacerlo. En un par de ocasiones calculó visualmente la trayectoria de camiones y furgonetas para instantáneamente reprenderse por su conducta. Por extraño que suene, era mucho más consciente que otras veces de que tenía una espalda.
Al llegar a London Bridge notó rápidamente la presencia de las barreras de contención a ambos lados de la calzada. Más allá, frente al acceso a Borough Market, había parejas de policías apostadas en cada esquina, enfundadas en chalecos reflectantes de color amarillo. En uno de los cruces se detuvo deliberadamente lo más lejos posible del ángulo de la encrucijada, y le pareció que el semáforo tardaba una eternidad en ponerse en verde. Un poco más adelante se cruzó con dos hombres andando en dirección contraria, uno de los cuales la decía al otro, en español y en referencia a las lecheras estacionadas al borde de la carretera: “sí, es que por aquí fueron los ataques”. Se dio cuenta entonces de que estaba apretando el paso, y no precisamente porque le preocupase llegar tarde a casa de sus amigos.
Aquella mañana, entre los puestos del mercado, había pensado en lo fácil que habría sido abrir fuego, o auto inmolarse, para provocar una carnicería. Habría bastado incluso con simular cualquiera de las dos cosas y probablemente la estampida de pánico se hubiese encargado de hacer el resto. Pero no pasó nada alarmante. Ni estallidos, ni ráfagas de metralleta, ni vehículos descontrolados. La vida siguió como de costumbre, como siempre debería ser, con su chai Masala y sus brownies.
Se había enterado de los sucesos del día anterior en Fulham a través del móvil. Por un instante sopesó cancelar el viaje, pero se dijo que aquel pensamiento no tenía sentido. Y no porque las estadísticas digan que es improbable que dos sucesos se repitan en un espacio de tiempo tan corto, ni porque sea más fácil que te atropelle un coche que que te hagan explotar indiscriminadamente, aunque también. Como muchas otras veces en el pasado, simplemente recordó aquel cuento que recoge Atxaga en Obabakoak y que indefectiblemente la hacía encogerse de hombros con resignación: si verdaderamente la aguardaban en Ispahán, entonces resultaba imposible escabullirse. Al fin y al cabo, pensó fugazmente, ella sería una baja relativamente intrascendente. Le confería una estoica serenidad el saberse eslabón único de una cadena truncada: si desapareciese podría hacerlo sin la angustia de dejar atrás huérfanos o herencias. Como mucho, alguien tendría que encargarse de vender su bicicleta. Hay una paz muy curiosa del otro lado de la aceptación de la insignificancia. 
Por otro lado, había algo en ella que la hacía rebelarse contra todo aquello. Quizás fuese su proverbial afán por llevar la contraria, pero no le gustaba aquella versión de sí misma que volvía la cabeza con desconfianza. No quería ser así. Quizás se permitiese cruzar los controles de seguridad de los aeropuertos con premura para sentirse más protegida parapetada tras el duty free, pero ciertamente no pensaba comenzar a elegir el lado de la acera en función del sentido del tráfico. Y desde luego no contemplaba exiliarse voluntariamente de una ciudad que, a todos los efectos, seguía sintiendo suya. Ya se la habían arrebatado en una ocasión por motivos distintos y, ahora que la había recuperado, no tenía intención de volver a perderla. Un letrero enorme con la leyenda "We *heart* Ldn", la sacudió de pies a cabeza, devolviéndole la mirada con ironía como si hubiera estado esperándola. Le recordó que no se trataba solo de Londres, sino de cualquier lugar porque la desazón viaja contigo en el equipaje, con o sin embarque prioritario. El terror no es una situación externa sino un estado mental infeccioso en el que se negaba a fijar residencia permanente. Por eso en aquel paseo londinense de sábado tarde había optado por no cruzar al lado opuesto, por obligarse a dejar de contar vehículos pesados, por detenerse a sacar una foto del Támesis en mitad de London Bridge y por forzarse a caminar un poquito más despacio: aquella era su forma, silenciosa e invisible, de plantar cara.