Galehus

A continuación, la crónica del manicomio de Islands Brygge:

Introducción
Tal y como adelanté aquí, mi dueña y yo nos mudamos tras la Semana Santa a un apartamento amplio, luminoso y nuevo habitado por dos mujeres de mediana edad, una italiana y la otra danesa. A partir de ahora, por comodidad, las distinguiremos por sus nacionalidades para evitar confusiones. Sus pasaportes no son, bajo ningún concepto, responsables de los acontecimientos que vamos a narrar.

Capítulo 1: Las chanclas
Me consta haber mencionado con anterioridad que en las casas danesas los platos de ducha brillan por su ausencia. En el mejor de los casos, la ducha constituye un rinconcito a ras de suelo separado por una cortina; en el peor, la alcachofa pende directamente sobre el lavabo, el inodoro o cualquier otra parte del baño. Cuando la ducha está a ras de suelo es frecuente que se empleen chanclas, que suelen quedar húmedas después de ducharse. En este caso nos hallábamos en el primer supuesto. Dado que todos los suelos del apartamento eran de madera, mi ama solía colocar sus chanclas de pie en el suelo de la propia ducha para que se secasen.
A los pocos días de llegar al piso, la casera italiana le pidió a mi dueña que no dejase las chanclas en la ducha porque si ella se duchaba después tenía que inclinarse a recogerlas, y visto que tenía una lesión de espalda esto le resultaba doloroso. Mi bípeda dijo que lo comprendía, si bien no sabía dónde ponerlas para no mojar el suelo del resto de la casa. Hablaron de probar a colocarlas en el balcón (cuando no lloviese) y mi humana se comprometió a hacerlo así en adelante.
Después del mencionado concilio transcurrieron varias horas en las que mi simia permaneció en su cuarto. Cuando finalmente hizo uso del servicio retiró las chanclas de la ducha y las dejó, secas, sobre el cesto de la ropa sucia para que estuviesen ya en el baño al día siguiente. Al salir se topó de frente con la casera danesa, quien le repitió lo mismo que le dijera la italiana. Mi ama, creyendo que esta no había comprendido la conversación previa puesto que había sido en italiano, le resumió amablemente lo que se había acordado, junto con los motivos por los cuales hasta aquel momento las chanclas habían permanecido en el baño. La casera danesa la interrumpió para decirle que le daban igual sus razones y que las normas de la casa eran que las chanclas no podían estar en la ducha sino en la habitación, y que por tanto las retirase inmediatamente. Mi humana, cogida de improviso, no replicó que a ella nadie la había informado de tales “normas”, ni que resultaba grosero replicar a alguien que está hablando contigo que no le importa lo que digas. Simplemente se calló la boca, fue al baño, cogió las chanclas y las metió con ella en su cuarto.
Al día siguiente, tras un frío intercambio de saludos protocolarios a primera hora, la casera italiana le pidió disculpas a mi ama por las formas. Ella las aceptó tranquilamente y todo pareció zanjado. Estaban a punto de casarse, le contó la casera, y por eso estaban un poco tensas. Mi dueña sonrió comprensivamente y le dijo que no se preocupase.
A partir de ese momento las chanclas de mi ama se secaron diariamente sobre una bolsa de plástico en el suelo de su habitación. También a partir de ese momento la casera danesa dejó de comunicarse directamente con mi humana, empleando exclusivamente a la italiana como intermediaria y respondiendo con monosílabos o frases de una palabra cada vez que mi dueña se dirigía a ella.

Capítulo 2: El tendal
¿Cómo un tendal puede ser objeto de discordia? Eso es algo que también nos preguntamos nosotras. Sin embargo, tras un par de semanas siendo completamente incapaz de lavar la ropa porque el tendal estaba siempre lleno de colada húmeda o a medio secar, mi ama decidió arriesgarse a preguntar si sería posible utilizarlo en algún momento, a ser posible antes de quedarse sin ropa interior. Tras la respuesta afirmativa y la consiguiente alegría por volver a tener sábanas limpias, la casera italiana llamó a mi dueña y le dijo que no les parecía justo que ellas tuviesen que esperar a que mi ama tuviese su ropa seca para efectuar su colada casi diaria, por lo que le proponían que se comprase un tendal. Mi ama, levemente sorprendida, se dijo para sí que no consideraba que fuese tan complejo logísticamente compartir un tendal y replicó que, sinceramente, para el tiempo que iba a estar en Dinamarca no se le había ocurrido ciertamente comprar uno. Su casera replicó que lo considerase y que, si no, siempre podía pasarse por los contenedores de residuos porque a veces la gente tiraba los suyos. Mi humana, que es desde luego muy partidaria del reciclaje, se quedó un pelín ojiplática y regresó a su habitación preguntándose si verdaderamente le acababan de sugerir que rebuscase en la basura. Afortunadamente en esta ocasión las caseras debieron de percatarse de la perplejidad suscitada por su propuesta porque reflexionaron y decidieron que, dado su alto volumen de lavadoras semanales, igual era mejor que las que comprasen un segundo tendal fuesen ellas.
Cabría esperar que esto resolviese el problema de la lavadora, pero tampoco: simplemente empezaron a poner dos lavadoras consecutivas, de tal modo que mi dueña tuvo que seguir pidiendo permiso por adelantado cada vez que necesitaba camisetas. Al mismo tiempo, mientras que sus caseras podían tender tranquilamente la ropa en el salón o la terraza, mi ama solamente estaba autorizada a tender sus cosas dentro de su cuarto porque a la casera italiana le molestaba el “aire de desorden” que daba a la casa que la ropa estuviese tendida en las zonas comunes. Molestia que, claramente, no debían de provocarle sus propias toallas.

Capítulo 3: La quinceañera medio desnuda, la ropa interior y los realities
Los daneses tienen familias complicadas y la de mis caseras no era una excepción. La casera danesa tenía una hija adolescente de una relación previa que, en diferentes ocasiones, pernoctó en casa. Hasta ahí todo normal. Esta adolescente, por otro lado adorable, tenía dos costumbres muy características: la primera es que estaba encantada de conocerse, lo que en la práctica significaba que dormía desnuda en el salón y se paseaba por casa en camiseta y sin bragas; la segunda, que dado que las bragas no estaban donde tenían que estar terminaban por el suelo del piso, o el sujetador sobre la mesa del comedor, según. Por no mencionar que cuando nos entregaron la habitación, supuestamente limpia, encontramos otro sujetador y un trozo de chocolate tirados bajo la cama, o la vez en la que ambas caseras se marcharon diez días de viaje y dejaron unos vaqueros sobre la alfombra de la sala que mi humana su cuidó muy mucho de tocar. Porque para qué usar los armarios cuando hay tanta superficie útil desperdiciada en el pavimento.
Por otro lado, la actividad estrella de ambas caseras entre las 6 y las 10 de la noche era ver la tele a todo volumen. Mi ama debió de sentarse en el sofa sobre tres o cuatro veces en los dos meses y medio que pasó en el apartamento porque en cuanto la encendían, salvo que tuviese que cocinar, salía huyendo. Aunque a veces pusiesen series o películas, lo que más le llamaba la atención a mi humana eran los realities que seguían. En uno de ellos, un simio especialista en enfermedades mentales se dedicaba a intentar solucionar la vida de sus pacientes en directo, en un plató. Con público aplaudiendo o abucheando los comentarios de los enfermos y sus familias. En otro, se narraban las historias espeluznantes (y reales) de mujeres maltratadas y casi siempre asesinadas por sus parejas, con reconstrucciones dramatizadas de los hechos más impactantes y con un guión con perlas tales como “eran los peldaños de una escalera por la que subía el diablo”. Porque, como todo el mundo sabe, el diablo nunca coge el ascensor.   

Capítulo 4: Los residuos orgánicos
A pesar de que la casera italiana pudiera soportar que las prendas interiores de su pareja y de su hija permanecieran una semana tiradas por el suelo, había algo absolutamente superior a sus fuerzas: cualquier tipo de residuo en el inodoro. Con esto no me refiero a que a mi humana, o a cualquier otro usuario del servicio, se le olvidase pasar la escobilla, reacción que habría sido totalmente justificada: me refiero a que si en el tubo de salida del inodoro se apreciaba cualquier partícula, por infinitesimal que fuera, de un color sospechoso, la casera italiana se encargaba personalmente de ir a buscarnos a nuestra habitación para ordenarnos (y subrayo: ordenarnos) que fuésemos inmediatamente a meter la escobilla tan hasta el fondo como pudiéramos.
Este malestar, por otra parte, solamente afectaba a los desechos humanos microscópicos. En cambio, si la casera danesa arrojaba verduras, arroz, pasta o cualquier otro tipo de alimento de dimensiones superiores a un micra por el fregadero de la cocina no importaba que permaneciesen allí el tiempo que fuera necesario, o hasta que mi dueña se aburriera de verlos y los quitase. En el tiempo que estuvo en la casa hubo que echar líquido desatascador en dos ocasiones. Si extrapolamos el dato y hallamos la media anual, esa tubería debe de pasar más meses al año tupida que funcionando. 

Capítulo 5: La paranoia absoluta
Nuestras caseras se casaron. Ripioso pero verídico. Y como recién casadas que eran, se fueron de luna de miel durante poco más de una semana. El mismo día que dejaron Dinamarca, mientras mi ama trabajaba, entraron a robar en los tres apartamentos situados bajo nuestro piso, sin que ni mi humana ni yo nos percatásemos de nada hasta que las tortolitas regresaron de su viaje y nos contaron lo sucedido.
A pesar de que el robo fue de relativamente poca importancia porque los cacos solamente se llevaron aquellos objetos pequeños que podían transportar en los bolsillos sin levantar sospechas, nuestras caseras entraron en modo MacGyver y se pusieron a instalar medidas de seguridad por toda la casa.
La primera novedad la constituyeron sendas pegatinas de videovigilancia y alarma colocadas en la puerta de entrada a modo de advertencia. A la mañana siguiente, la casera italiana le explicó a mi ama que había instalado una webcam apuntando a la puerta que le permitía ver quién entraba y salía del apartamento desde su teléfono móvil. Mi dueña enarcó un poco las cejas pensando en su privacidad, pero prefirió no discutir.
Evidentemente, la webcam por sí misma no resultaba muy útil salvo que la casera se pasase el día mirando para su smartphone, así que lo siguiente fue la alarma de contacto o, lo que es lo mismo, un aparatito que detecta si la hoja de la puerta y la jamba están tocándose, de modo que cuando la puerta se abre emite una alerta por sms. Este aviso llegaba también al teléfono de la casera, de manera que ella podía activar la cámara rápidamente y ver quién entraba en el piso. Por último, instalaron una alarma de las de verdad, con control remoto y con detector de presencia.
Creeríase que a partir de ese momento ambas caseras estarían tranquilas. Creeríase, pero no. Desde entonces empezó la siguiente fase de la paranoia, que trataremos en el capítulo 7. Baste decir que a los cuatro días de instalar todos los dispositivos las caseras regresaron de su habitual paseo vespertino, vieron la tele, se fueron a la cama y disfrutaron de un merecido descanso tras tanto desvelo. A la mañana siguiente, cuando mi ama salió camino del trabajo, se encontró con que se habían dejado las llaves en la cerradura por el lado de fuera.

Capítulo 6: Bañadores
Pese a las caseras chifladas, los cambios de residencia y la imprevisible meteorología danesa, mi bípeda ha seguido acudiendo regularmente a la piscina (rectangular, aclaremos) durante todos estos meses. Como parte de su rutina tras cada sesión de natación, al llegar a casa saca las cosas de la bolsa y las pone a secar para que estén listas para el siguiente uso.
Durante nuestra estancia en Islands Brygge las chanclas tenían ya su lugar asignado en la habitación, evidentemente, pero dado que el bañador y el gorro solían estar bastante más mojados, mi humana pidió permiso para dejarlos en el interior de la ducha, escurriendo, con el compromiso de quitarlos cada noche cuando ya no goteasen para dejar el habitáculo expedito para la mañana siguiente. Ignoro qué parte del procedimiento no les quedó claro a sus caseras, o si la lycra negra les parecía un atentado estético en su baño del mismo modo que la colada en el salón, pero al poco mi dueña empezó a toparse con que el bañador aparecía dentro de una de sus bolsas de plástico, que también estaban mojadas, a pesar de que ninguna de sus caseras hubiese utilizado la ducha para nada. Lógicamente así el bañador no se secaba nunca y, lo que es peor, seguía goteando cuando se lo llevaba por la noche a la habitación. En esa ocasión mi dueña, con la mayor amabilidad posible, solicitó que por favor dejasen al bañador secarse tranquilo. La respuesta admirada de su casera italiana le hizo plantearse si tal vez en la escuela se había saltado la clase en la que explicaron los estados de la materia.

Capítulo 7: ¡Un saludito, perro guardián!
La paranoia, una vez da comienzo, es complicada de atajar. Tras el incidente del robo y la instalación de las medidas de seguridad, nuestras caseras tenían un caro juguetito del que estar continuamente pendientes: la alarma. Por supuesto, estar las veinticuatro horas del día colgado del móvil por si alguien entra en tu casa no es sostenible y, sin embargo, tampoco estaban dispuestas a relajarse:
Una tarde volvimos a casa un poco más temprano de lo habitual. Mi bípeda se descalzó en el descansillo, abrió la puerta del apartamento, se puso las zapatillas, la cerró y se fue a su habitación a quitarse el abrigo y ponerse cómoda. Unos minutos más tarde empezó a escuchar un sonido metálico de procedencia desconocida. Tardó unos segundos en darse cuenta de que parecía emitir un ruido vagamente similar a su nombre. Siguiendo el rumor, salió al salón pero no vio nada. Al poco cesó. Creyendo que se había vuelto loca, regresó a su cuarto y, al no repetirse el episodio, descartó la posibilidad estar sufriendo un ataque de esquizofrenia.
Entregada como estaba a sus menesteres, llegaron sus caseras y le explicaron que al recibir la alerta de que se había abierto la puerta la habían llamado por la alarma, pero como solamente emite sonido pero no recibe mi ama no podía responderles, y por lo tanto se habían quedado tranquilas al verla aparecer en la sala. A partir de aquel día, cada vez que saltaba la alarma y las caseras no encendían la webcam a tiempo, estas nos gritaban por el comunicador para verificar que realmente éramos nosotras, y no se callaban hasta que mi humana no se ponía ante la cámara y saludaba. 
Así las cosas, en la primera semana de junio ambas caseras volvieron a marcharse de vacaciones, dejando a mi dueña ejerciendo de perro guardián del piso, esto es, en poder del mando a distancia que controlaba la alarma, pero también con la responsabilidad de que no sucediese nada. En vista del desenlace que narraré en el último capítulo, mi bípeda jamás debería haber aceptado hacerse cargo de semejante tarea, por lo que hubiera podido pasar.

Capítulo 8: La traca final
Nuestras caseras regresaron el lunes 8 de junio. El jueves 11, cuando mi ama intentó calentar la leche por la mañana, el microondas no funcionaba. Sin tiempo de ponerse a mirar qué era lo que ocurría, desayunó con leche fría y se fue al trabajo. En mitad de la jornada, un whatsapp de su casera italiana le preguntaba secamente qué le había hecho al aparato. Mi humana narró su suceso matutino y preguntó si por casualidad estaba puesto en modo descongelar o en cualquier otra opción que alterase el funcionamiento habitual del electrodoméstico.
Al llegar al apartamento la casera italiana estaba estresadísima enchufando y desenchufando el microondas. Mi ama le volvió a contar sus interacciones con el aparato hasta que dejó de funcionar y añadió que tenía toda la pinta de haberse fundido por un cambio brusco de tension eléctrica, a lo que la casera le respondió que esas cosas allí no pasaban. Bueno es saber que en Dinamarca son completamente inmunes a las oscilaciones del suministro. A la pregunta de si el electrodoméstico todavía estaba en garantía, la casera respondió que tenía ya dos años y que no lo sabía.
Visto que no había mucho más que pudiese hacer, mi dueña se fue a pasar la tarde fuera. Durante ese período recibió un nuevo whatsapp de la casera en el que la informaba de que habían decidido cambiar el microondas y que a ella le correspondía pagar la mitad. En vista de que tratar aquel tipo de asuntos por mensajería instantánea no le parecía lo más conveniente, mi bípeda replicó simplemente que ya hablarían cuando estuviese en casa.
Excepto que esa noche no se vieron.
Y a la mañana siguiente tampoco.
Ni en la noche del viernes.
Ni en la mañana del sábado.
A media mañana de ese mismo sábado, la casera nos envió una fotografía de un microondas y nos dijo que nos tocaba pagar el 50%. Mi dueña repitió que prefería hablar las cosas en persona, pero la mujer siguió insistiendo. Entonces ella le expuso punto por punto y muy educadamente los motivos por los cuales consideraba que no era responsable de la avería de un aparato que llevaba dos años en un hogar en el que ella había estado solamente dos meses y medio, además de encontrar injusto el reparto de gastos teniendo en cuenta que las caseras eran dos. La respuesta fue muy semejante a la de las chanclas: tú puedes pensar lo que te apetezca, pero o nos das la mitad del precio del microondas o te exigimos que nos entregues el depósito de la habitación, es decir, 4.000 coronas (533€).
Llegados a este punto es necesario aclarar que cuando entramos en el piso mi ama había pagado por adelantado dos meses, siendo uno abril y el otro la fianza. Llegado junio, que era el último mes, mi ama propuso pagarlo con el depósito. La casera consintió a cambio de que mi bípeda diese su palabra de que si rompía algo lo pagaría, cosa que esta hizo, añadiendo el caveat de que se comprometía a pagar solamente daños imputables a un mal uso por su parte. Dicho de otro modo, cuando el microondas se rompió las caseras de mi ama no disponían ya de la fianza de la que sacar el dinero correspondiente al importe del electrodoméstico. Menos mal.
Retomando el hilo: a fecha de hoy todavía no comprendemos qué extraño mecanismo mental puede inducir a una persona a pensar que cuando otra se niega a pagar 500 coronas resulta razonable demandarle que pague 4.000 y que, además, esta va a plegarse a sus exigencias de buen grado. La cosa es que cuando mi ama dijo que no estaba dispuesta a pagar el 50% de un aparato que no había roto (nunca dijo que no estuviese dispuesta a poner nada de dinero, de hecho intentó salvar la situación ofreciendo una cantidad más baja), la casera le respondió directamente que en ese caso el lunes quería las 4.000 coronas en su cuenta bancaria y que no estaba dispuesta a negociar. Desde su punto de vista, mi humana era la única culpable de la avería del micro y nos estaba haciendo un favor ofreciéndonos pagar solamente la mitad. Todo esto, recordemos, sucedía vía whatsapp porque ninguna de las tres habían coincidido en el piso desde el jueves por la tarde.
Mi dueña hizo lo que estaba en su mano para apaciguar los ánimos, pero la casera dijo que no le daba la gana de avenirse a razones, que quería las 4.000 coronas íntegras y que estuviésemos en casa a las 6 de la tarde. Mi simia, por supuesto, no tenía la menor intención de dárselas, pero al mismo tiempo tenía un poco de miedo de lo que pudiera ocurrírseles para hacerla claudicar. Una no sabe qué esperarse de gente que se niega a razonar.
Afortunadamente para nosotras, nuestra desventura inmobiliaria en Dinamarca se ha suplido con creces en buena suerte con personas. Sé que como ardilla soy bastante crítica con los humanos (la mayor parte de las veces muy justificadamente, todo sea dicho) pero en esta ocasión no puedo menos que sentirme profundamente agradecida por la generosidad mostrada por las amigas de mi ama quienes, en cuanto conocieron la situación, le dijeron que tenía que salir de esa casa inmediatamente y que ellas pensaban ayudarla a hacerlo.
Así fue: mi dueña, dos de sus amigas y yo regresamos a eso de las 3 de la tarde al apartamento, empaquetamos todas nuestras cosas, dejamos las llaves en el buzón y desaparecimos. Esa noche y las siguientes dormimos de okupas en casa ajena. Al martes siguiente nos mudamos por séptima (y última vez) en estos seis meses.

Y de este modo, niños y crías de roedor, es como concluyó nuestra estancia en Islands Brygge.